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Daniel Iglesias

En toda comunidad existe una tensión entre la unidad y la pluralidad. Esta tensión se ha manifestado de muchas formas a lo largo de la historia de la Iglesia. San Agustín expresó de manera sintética y genial los principios aptos para resolver el problema de la unidad y la pluralidad en las comunidades cristianas: “Unidad en lo necesario, libertad en lo opinable, caridad en todo.”

Unidad en lo necesario

Si falta la unidad en lo necesario, se rompe la comunión eclesial. Es el caso, por ejemplo, de los cismas y herejías que han dañado el cuerpo de la Iglesia. Pero, ¿qué es “lo necesario”, aquello en lo que todos los cristianos debemos coincidir para permanecer en la unidad de la Iglesia? Ésta es la respuesta de San Pablo: “Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos.” (Efesios 4,4-6).

Merece destacarse la importancia de la unidad en “una sola fe”. Ultimamente se ha difundido una especie de catolicismo “a la carta”: del menú de los dogmas y las creencias cristianas cada uno elige lo que le gusta y descarta lo restante. Incluso llega a ocurrir a veces que los sacerdotes y catequistas no enseñan la doctrina de la Iglesia, sino sus propias opiniones, erróneas o cuestionables.

En 1992 el Papa aprobó y ordenó la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, al cual presentó “como un instrumento válido y autorizado al servicio de la comunión eclesial y como norma segura para la enseñanza de la fe” (Constitución apostólica Fidei depositum, 4). Sin duda dicho Catecismo nos es muy útil para conservar el depósito de la fe que el Señor confió a su Iglesia.

Libertad en lo opinable

Unidad no es uniformidad. Una vez asegurada la unidad en lo esencial, la libertad de los hijos de Dios se despliega abarcando el ancho campo de lo cambiante y contingente. Uno puede perfectamente ser cristiano y dedicarse a la teología, al cuidado de los enfermos, a la contemplación o a la ingeniería; se puede ser un buen cristiano en el matrimonio o en el celibato; militando en uno u otro partido político (mientras su programa sea compatible con el cristianismo); formando parte de una “comunidad eclesial de base” o siendo un simple “fiel de Misa”; celebrando la Divina Liturgia en el rito latino o en el rito bizantino; estando integrado a una parroquia o a un movimiento; etc.

Comprenderemos mejor lo que significa la libertad cristiana contemplando el numeroso conjunto de los santos y santas canonizados por la Iglesia. Animados por un mismo Espíritu, Benito de Nursia, Bernardo de Claraval, Francisco de Asís, Tomás de Aquino, Ignacio de Loyola, Teresa de Avila, etc. llevaron vidas exteriormente muy diferentes. No sólo inculturaron el Evangelio, expresándolo con un lenguaje apropiado para su época, pueblo y situación, sino que también dieron una respuesta personal al llamado de Dios. Hay tantas formas de seguir a Jesucristo como fieles cristianos.

Caridad en todo

“Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor.” (1 Jn 4,8). Tanto en lo necesario y sustancial, como en lo contingente y accidental, debe prevalecer siempre la caridad, el amor cristiano. La caridad, según nos enseña San Pablo, es la mayor de las virtudes cristianas, la única que no pasará jamás.

Permanecer unidos en el amor del Padre es la forma más eficaz de realizar y testimoniar la unidad cristiana. Cuando ven a los cristianos tratarse como hermanos, los no cristianos se preguntan por la raíz de ese amor. Esa fue una de las causas principales de la eficacia misionera de las primeras generaciones cristianas. Unidos en la fe y el amor, también los cristianos contemporáneos debemos responder con libre y creativa generosidad a la vocación universal a la santidad.