la-laicidad-al-desnudo

Daniel Iglesias Grèzes

En dos oportunidades anteriores escribí para polemizar con el Dr. Ramón Díaz. Hoy escribo para felicitarlo por su brillante artículo titulado «La laicidad tal cual es», publicado en la edición de El Observador del día 15 de julio de 2000. Como el niño del cuento, que pone de manifiesto que el rey está desnudo, el Dr. Díaz proclama lo que debería resultar evidente, pero muchos se niegan a ver: Que la educación laica no existe porque es imposible, dado que el concepto de «educación laica» es tan contradictorio como el de «círculo cuadrado».

La educación laica es definida como una educación que se mantiene neutral sobre todas las doctrinas (religiosas, filosóficas, morales, políticas, económicas, etc.) que son objeto de controversia en las modernas sociedades pluralistas. Nótese que renunciar a tomar partido en las disputas teológicas y filosóficas implica renunciar a pronunciarse sobre todas las cuestiones referidas al sentido último de la existencia del hombre, la sociedad, la historia, el universo, etc. Ahora bien, quizás sea posible para un profesor de matemática dictar una clase de una hora de duración sin influir sobre sus alumnos en cuanto se refiere a estos temas trascendentales (aunque ese profesor, por ser humano, tenderá a manifestar lo que él es y lo que él cree en cada una de sus palabras y acciones). Sin embargo, plantear el problema de este modo es falsearlo, porque lo que los laicistas tendrían que probar es que es posible construir un sistema educativo completo, capaz de transmitir a una persona todos los conocimientos pertinentes en todas las materias (incluyendo filosofía, historia, literatura, moral, derecho, etc.) durante diez, quince o veinte años (y no veinte años cualesquiera, sino los años de la infancia, la adolescencia y la juventud, cuando se forja la personalidad) sin influir jamás sobre las convicciones y actitudes de ésta acerca de los «problemas últimos» que todo ser humano, por el mismo hecho de serlo, aspira íntimamente a resolver: los problemas de la verdad, del bien, de la belleza…, en suma: el problema del hombre y el problema de Dios. Basta plantear la cuestión para apreciar que el ideal de la educación neutra es estrictamente irrealizable.

Lo único que se podría discutir es lo siguiente: si la influencia de la educación «laica» sobre el educando se ejerce sistemáticamente en una sola dirección, convirtiéndose en el medio de transmisión de una determinada ideología (por ejemplo el positivismo o el marxismo), o si se ejerce de una forma más o menos aleatoria, en función de la correlación de fuerzas ideológicas presentes en cada lugar, momento y circunstancia. En el primer caso tendremos lo que Horacio Terra Arocena llamó «laicismo tutorial» y en el segundo caso lo que el mismo autor llamó «laicismo liberal». En ninguno de los dos casos hay verdadera neutralidad, sino una transmisión consciente o inconsciente de las teorías, valores y conductas que prevalecen en una minoría (la de los gobernantes y los intelectuales) hacia la mayoría de la sociedad. Desde esta perspectiva se ve que el episodio del libro de educación sexual titulado «¡Escucha, aprende, vive!» no es más que un caso particular (si bien grave e ilustrativo) de un hecho más general: El carácter antidemocrático del sistema de educación laica estatal, carácter que se manifestó claramente en el Uruguay desde sus orígenes en la reforma vareliana.

Tal vez la forma más práctica de devolver la responsabilidad de la educación a las familias (donde radica originariamente) sería exigir la participación de los padres de los alumnos en la gestión de las escuelas y los liceos públicos y la descentralización del poder en el sistema de educación estatal. Este co-gobierno de los padres, por cierto, tendría una justificación racional más fuerte incluso que el cogobierno de los estudiantes en la universidad del Estado.