Jorge Novoa
Querido Padre Requena,
El día de la Virgen de Fátima de 2003, el Padre Alfredo Requena fue llamado por Dios a su presencia: «Porque fuiste fiel en lo poco te daré mucho más. Entrá en el gozo de tu Señor».
Compartí con él la misma Comunidad en mi período de formación sacerdotal, en el recordado Seminario de Instrucciones y Propios. Fueron casi nueve años que no olvido jamás y de los cuales guardo gratos recuerdos.
Yo sé que los años (tengo 68) a veces hacen sublimar el pasado y fijar de él sólo lo hermoso y bueno.
No quiero endiosar a nadie pero sí quiero compartir vivencias que marcaron mi vida…
Hace unos cuantos años me confesé con el Padre Requena y le dije que «en verdad yo soy católico desde hace relativamente poco». Y la hipérbole se debía a que me sentía culpable de no haber integrado los testimonios ( no in totum pero sí en lo fundamental) de aquella Comunidad de sacerdotes de Instrucciones (donde estaba el Padre Requena) que me admira y alegra hoy. ¡Qué espíritu de fe católica, qué amor a la Iglesia con su consecuente y lógica coherencia!
Y bueno, ahora «que soy católico» les voy a compartir algo.
Cuando yo entré el Seminario (1953), marcado por la Acción Católica, al poco tiempo dieron una conferencia dos sacerdotes del mismo espíritu, que venían de Japón y dijeron: «que en la Facultad en que estaban un buen número de estudiantes japoneses querían bautizarse e integrarse a la Iglesia Católica pero que Dios no lo quería por ahora porque el Papa había dicho que se esperara un tiempo para hacerlo». (Esos creían con preciosa docilidad que la conducción de la Iglesia no les pertenecía a ellos).
En otra ocasión, cuando la Misa de cuerpo presente del padre Orestes Bazzano, el Padre Requena dijo en la homilía: «Conocí al padre Orestes en el Instituto Vázquez Acevedo… Luego entró en la Compañía y quiso ligarse de por vida, libremente, a la obediencia eclesial de acuerdo a san Ignacio, en lo cual no hay nada más que ejercer el derecho a ligarse a una fe que él no había inventado y permanecer en ella para siempre, con todo lo que esto significa».
Estas son cosas aparentemente insignificantes de tan obvias, pero que todos sabemos se apoyan en lo substancial de nuestra fe católica.
Por eso agradezco a Dios lo que he recibido de estos sacerdotes y pido una oración por sus almas y por la Iglesia Santa de Dios.
Padre Jorge Ruggiero.
Semblanza del Padre Alfredo Requena, S.J.
Tardíamente he recibido noticia de que el P. Alfredo Requena ha cumplido su Pascua, llamado por el Señor a disfrutar de la «corona de justicia», preparada para los que «aguardan su manifestación» (II Tim 4, 8).
Rodeado de las notas de discreción y humildad que caracterizaron toda su vida, se fue consumiendo en su ancianidad, pero, creo yo que sería propio de malagradecidos, dejar pasar bajo silencio una entrega convencida y laboriosa, ofrecida íntegramente «Ad maiorem Dei Gloriam».
Por eso, justo será cumplir con el mandado del Eclesiástico:
«Elogiemos a los hombres ilustres.» (Eclesiástico 44, 1).
En este caso, siento que el motivo principal, para agradecer y perpetuar la memoria del P. Requena, va en el orden de lo que especifica el mismo autor sagrado:
«Otros fueron consejeros por su inteligencia,
transmitieron oráculos proféticos,
guiaron al pueblo con sus consejos,
con su inteligencia para instruirlo
y con las sabias palabras de su enseñanza»
(Eclesiástico 44, 3-4).
Los más remotos recuerdos
El P. Requena, estando todavía en su «tercera probación», entre 1948 y 49 (si bien recuerdo), predicó a los alumnos de humanidades del Seminario Interdiocesano de Montevideo unos ejercicios espirituales, de los que retuve su insistencia sobre la armonía de la vida, como una regla imprescindible para avanzar en todo sentido. No puede uno emprender altas especulaciones sobre Dios, si el propio pensamiento y ambiciones caminan por otros derroteros. Tales incoherencias debilitan las energías interiores, que terminan deshilachándose sin raigambre ni fruto para la propia existencia y tarea.
Era en el fondo, el jugoso aviso de Ignacio de Loyola: «No el mucho saber harta y satisface el ánima, sino el gozar internamente de las cosas de Dios».
Años después, el P. Requena fue destinado al mismo Seminario, sito por entonces en la Av. de las Instrucciones 1115.Allí ejercería su magisterio, continuando con dicha labor también en la nueva sede que la institución tendría en el pueblo de Toledo.
Perteneció al cuerpo de profesores y formadores hasta que la dirección pasó a manos de los sacerdotes del clero diocesano en el año 1964.
Su aporte decisivo
También lo escuché en su cátedra de Historia de la Filosofía, pero he de confesar que, no por deficiencias de su docencia, sino por pura negligencia mía, no presté mayor atención a sus exposiciones. Deslumbrado por entonces por los tratados sistemáticos, poca importancia le concedía a la «historia», pecado de juventud, que, gracias a Dios pude corregir, debido precisamente al mismo P. Requena, en su docencia de la teología.
De paso, se va notando la versatilidad, pronta inteligencia y soltura con que el padre emprendía la enseñanza de las más dispares materias. Por lo mismo, adelantamos, que si fue un «especialista», como se expondrá de inmediato, nunca desdeñó las visiones de conjunto, así como el ejercicio de la obediencia, para lo que se precisara en el ámbito del carisma de los jesuitas, tal como era practicado en aquel entonces. El no buscaría fama de autor sobresaliente (que podría haber conseguido sin mayor esfuerzo, dadas sus excepcionales dotes), sino servir donde se lo llamara.
Gran maestro de teología
Quienes tuvimos la dicha de estudiar teología bajo la guía de profesores como el P. Teodoro Mader y J.C. Bazzano, allá por los años 1952, no podemos olvidar el impacto que nos causó el fugaz paso del P. Miguel Cabrera por nuestras vidas y formación..
Joven brillante, talentoso y gran investigador, nos introdujo en la sección «positiva» del difícil tratado de «Dios uno y Trino», como se lo denominaba entonces. Habíamos llegado a las enmarañadas discusiones de la herejías previas al concilio de Nicea, cuando, encontrándonos un día, esperándolo para la clase, viendo que tardaba más de la cuenta, alguno fue a su habitación, para volver con la triste nueva de su plácido fallecimiento.
Los superiores designaron entonces al P. Requena, para que se hiciera cargo del curso.
Allí demostró toda su capacidad y talento, ante un trabajo que le caía de improviso, teniendo que alterar y acomodar sus tiempos, para dar cabida a la preparación de un asunto teológico de tal envergadura.
Fue realmente espléndido y una verdadera delicia, dejarse guiar por él en el «intellectus fidei», que cabe, para bucear en semejante misterio.
Para muchos fue una ocasión propicia para tomar nuevamente los conocimientos de metafísica, y poder así más fácilmente internarnos en las profundidades de un Agustín y un Tomás de Aquino.
Hoy vemos que más de un teólogo moderno llega a vituperar a estos dos grandes y santos doctores. Comparando las nuevas propuestas con las de genios tan imperecederos, sostenemos que no puede uno así nomás desprenderse de tan sólidas construcciones del pensamiento cristiano, que desafían al tiempo.
De ahí nuestro agradecimiento al P. Requena, que logró entusiasmarnos con lo que, más de uno calificaría de «escolástica árida y superada». Su claridad expositiva, su empeño por el estudio (en las condiciones nada cómodas, a las que se hizo referencia), quedarán grabadas en el ánimo de quienes tuvimos el privilegio de escuchar sus clases magistrales.
Autodidacta en la exégesis actual
Pero, sin duda alguna, donde se destacó el P. Requena ha sido en su aporte indiscutible a los estudios bíblicos en el Seminario Interdiocesano de Montevideo.
Es indudable que, en su propia formación, el P. Requena fue guiado acertadamente en los estudios de la Sagrada. Escritura. Pero los textos usados en aquellos tiempos, poco habían incorporado el acervo de conocimientos y aportes auxiliares, que mucho se acrecentaron en la Iglesia Católica, después de la gran encíclica: «Divino Afflante Spiritu» del Papa Pío XII (1943).
Recuerdo los manuales que usábamos, correctos en lo fundamental, pero privados de las luces que aportaban nuevos abordajes del Libro Sagrado, con más énfasis en la ubicación histórica de sucesos y personajes, el discernimiento de los géneros literarios, los aportes de la arqueología y tantas otras disciplinas, que hicieron dar a los estudios bíblicos pasos gigantescos en la interpretación católica, en pos, sobre todo, de los trabajos pioneros del gran dominico Jean Marie Lagrange y su «École Biblique» de Jerusalén.
Y bien, en el seminario de Montevideo, única y exclusivamente se debió al laborioso tesón del P. Requena el rejuvenecimiento de la cultura bíblica.
Por su cuenta estudió hebreo y alemán y se fue haciendo de una prodigiosa biblioteca, donde lo más granado de la producción francesa, alemana e inglesa estaba representado en sus anaqueles.
Recuerdo muy patentemente, la desazón que nos causó al principio la nueva orientación. Era mucho más cómodo acudir a los susodichos textos, donde ya teníamos suficientes nociones como para ubicarnos en la Biblia.
Pero…a medida que íbamos cayendo en la cuenta de los horizontes que nos abría y de las riquezas que brotaban de su ciencia, un grupo de cuatro estudiantes, nos dedicamos a tomar notas lo más minuciosamente que podíamos de sus clases orales. Después, con los instrumentos de aquella «era paleolítica» (comparada con las ultra cómodas computadoras), nos reuníamos, cada uno ante su máquina de escribir y su buena cantidad de «papel carbónico». Íbamos leyendo el resultado de nuestro trabajo de amanuenses, rellenando uno las lagunas del otro y así ofrecíamos al resto de la clase aquel contenido que habría sido un verdadero pecado dejar que cayera en el vacío.
Recogíamos también las preguntas que surgían del alumnado junto con correspondientes respuestas del profesor y así, aquellos apuntes fueron como girones de vida palpitante de amor por las Sagradas Escrituras.
Como lo he dicho en varias oportunidades, confieso también ahora, como un homenaje y desde lo más profundo del corazón, que mi personal entusiasmo por el estudio de la Biblia se lo debo al ejemplo del P. Requena.
Después de mi primer regreso de Roma, lo acompañé unos años, enseñando a mi vez Antiguo Testamento, en el Seminario, cuando tuvo su sede en Toledo.
El P. Requena fue el primer rector del lejano ITU (Instituto Teológico del Uruguay). El condujo con sagacidad, prudencia y su competencia de sabio prestigioso los primeros pasos de la institución, que agrandaba su perspectiva al constituirse como centro de estudio para diferentes familias religiosas y abierto también a los primeros laicos, interesados por internarse en la Teología.
Siguió el P. Requena con su docencia bíblica y en lo que a mí se refiere, al volver con mi doctorado en Ciencias bíblicas (1975), asumí la cátedra de Nuevo Testamento.
Ya no era rector, pero continuaba su incansable labor docente entre nosotros.
Personalidad del P. Requena
No es posible encerrar al P. Requena solamente en el ámbito de su trayectoria académica.
Según mi experiencia pude ver un cambio notorio en el carácter del padre, para mejor. Al principio se me hacía un tanto rígido. Recuerdo una anécdota, que sucedió en un período de evolución de sus relaciones sociales.
Era el día de su cumpleaños. Los alumnos decidimos sorprenderlo, recibiéndolo en el aula con unos versos caseros, acompañados con el acordeón de un excelente músico (Luis Damiano, al que el Señor tenga en su gloria). No bien ingresó el padre a la clase, se desató la algarabía. Pero él, mudo, con una seriedad asombrada, nos miraba de tal modo, que el canto y su acompañamiento fueron menguando, como los discos de otrora, que perdían frecuentemente su ritmo habitual.
Más adelante se volvió más jovial y comunicativo, de modo que pudimos todos gozarnos con sus agudas ocurrencias.
Fue también rector del Seminario (faceta que desconozco, ya que me encontraba en Roma), cargo en el que se desempeñó con gran comprensión y humanidad, como me consta por los testimonios del Pbro. Jorge Ruggiero y otros.
El P. Requena fue un fino predicador. Dueño total de los argumentos que trataba, exponiéndolos con gran convicción y entusiasmo. Unánimemente se recuerdan estos aspectos de su oratoria sagrada.
Fue un jesuita genuino. Conocía doctrinas peregrinas, que abundaron en las décadas de los 60 y 70, pero jamás se dejó seducir por temas y argumentos más taquilleros que sólidos y profundos.
Conclusión
Estoy seguro que quedan fuera de esta computadora (iba a decir: «del tintero») muchas más facetas del maestro excepcional, que el Señor nos regaló en el P. Requena.
Otros sabrán aportar datos, que a mí ahora se me escapan. Pero, no podía dejar de sumarme al justo homenaje que se le quiere rendir con este ramillete de testimonios, por parte de quienes tuvimos el privilegio de conocerlo y habernos gozado y servido de su talento y disponibilidad constantes.
El se encontrará ya ,viendo cara a cara, todo lo que con incansable empeño trató de penetrar, a la luz de la fe, con su inteligencia despierta y culta.
Que ahora interceda ante el «Verbo», para que todo lo que sembró en vida, siga floreciendo después de su partida. Nos toca a los herederos de las riquezas que nos dejó con su doctrina y ejemplo, seguir adelante la empresa callada, pero gigantesca que el P. Requena, sin aspavientos, pero tan eficazmente llevó a término entre nosotros.
Miguel Antonio Barriola
Alfredo Requena nuestro párroco
Lo conocí como párroco en al parroquia del Sagrado Corazón de Jesús cuando la década del 70, iba lentamente cerrando sus ojos. Tuve la gracia de Dios de compartir con él 7 años, fue un sabio y generoso pastor de esa pequeña grey que es la parroquia.
Intentaré, aunque desordenadamente, compartir mis recuerdos. Su imagen permanece en mi de forma inalterable. Si es necesario para fecundar una iglesia local, conservar la memoria de los testigos de Cristo que existen hoy, la nuestra no puede darse el lujo ante ellos, de permanecer indiferentemente. La amnesia eclesial es en el fondo la incapacidad para reconocer la obra de Dios.
En esa persona única e irrepetible se daban confluencia una serie de contrastes que lo distinguían perfectamente. Era sumamente austero y pobre, el día que dejó su amada casa parroquial, cuentan los testigos oculares, cruzó hacia su nuevo destino con una Biblia en las manos. Siempre de corbata, sobrio y de pocas palabras, se lo encontraba todos los domingos a la entrada del templo en las distintas misas para saludar a los fieles.
Nunca lo escuche criticar a otro sacerdote. Destilaba grandeza, no edificaba sobre las ruinas de los demás, sino que gustaba de justificar las cosas que resultaban incomprensibles. Su oratoria era sublime. Dios lo había bendecido con una palabra sabia y penetrante. Cuando se acercaba la Semana Santa, la expectativa de la comunidad iba creciendo, y en sus homilías durante el Triduo Pascual se podía percibir ese silencio cargado de presencia sagrada.
Según las costumbres actuales cada sacerdote se toma un día libre y el suyo era el lunes, él lo destinaba íntegramente a distribuir la comunión entre los enfermos. Visitaba desde la mañana hasta la tarde a los enfermos, para volver a la parroquia ciertamente cerca de las 19 hs para celebrar la Santa Misa. Los que entraban en contacto con él, destacaban la paz que les comunicaba, ella nacía de su vida interior.
En los últimos años de su vida, se desvaneció transitoriamente en varias oportunidades celebrando la Santa Misa, eran ingentes los esfuerzos para persuadirlo de que se retirara del altar, pero su mirada estaba penetrada por la Eucaristía. En una oportunidad, celebrando una misa en la capilla del Colegio para los niños de la Catequesis, yo mismo lo levanté del piso. Minimizaba toda dificultad que le tocaba vivir, máxime si era en el plano de su salud, terminaba recurriendo a los yuyos, pues según su propia costumbre de diagnosticarse, eran problemas hepáticos.
Nunca hablaba de sí mismo, recuerdo que conocí su tarea de docente al ingresar como alumno al ITUMMS laicos. Los lunes habitualmente enseñaba Sagrada Escritura en la parroquia. Era docente por vocación, nunca se molestaba por las preguntas imprudentes, propias de nuestra vanidad ignorante. Velaba por una formación adecuada que estuviera impregnada del «sentir con la Iglesia».
Yo participaba de un grupo de jóvenes a los que había iniciado en el conocimiento de los 7 primeros Concilios Ecuménicos. En aquel grupo que no era multitudinario, él impregnó nuestro corazón de amor a Cristo y su Iglesia. De aquellos jóvenes, hoy todos ya pasando los 40; salió un sacerdote, un consagrado, algunos matrimonios y un diácono. Todos miembros activos de la Iglesia Católica, hombres y mujeres enamorados de Cristo, marcados por su palabra y ejemplo. En el itinerario de nuestra fe su vivencia de Cristo fue determinante.
En nuestro caso personal, presidió nuestra boda y bautizó a nuestros 4 hijos, preocupado por mi inestabilidad laboral, me consiguió el trabajo en el que he cumplido 23 años. Todo realizado en el más absoluto silencio. Nunca buscó ni aceptó reconocimientos. En él yo descubrí lo que era ser un jesuita, un verdadero hijo de San Ignacio.
Recuerdo el día que le participé de mi decisión de iniciar el camino del diaconado permanente. Yo ya estaba casado y por integrarme a otra parroquia, lo visité en su despacho parroquial, me recibió con esa sonrisa breve pero cálida y ante mi planteamiento sentenció: «Tal vez al entrar en el interior de la estructura eclesial, encuentres cosas que no te agraden, ellas no te eximen a ti de tu fidelidad a Jesús y a su Iglesia». Esta frase, a modo de apotegma cayo sobre mi corazón impregnándolo, ella me ha acompañado permanentemente, desentrañando muchas preguntas desconcertantes y también iluminando el sendero. Cuando finalmente lo visité para que participara el día de mi ordenación diaconal, sabiendo que aludiría a su persona en las palabras de agradecimiento, se disculpó humildemente diciéndome: rezaré por ti y ofreceré todas las misas de la parroquia en ese día. Quería ganar a todos para Cristo, pero no quería ocupar su lugar.
Luego de mucho tiempo, lo encontré en la misa de acción de gracias que se celebraba por la Facultad de Teología, aquel esbelto sacerdote había comenzado a encorvarse. El presbiterio estaba repleto, se encontraban casi todos los obispos, un número muy importante de sacerdotes y diáconos, la iglesia estaba repleta. Estaba en la primera fila y su presencia acaparaba todas las miradas, era tan rutilante su brillo que el Arzobispo en su discurso solamente se detuvo en él. Su presencia era un anuncio profético realizado por el Señor, para que nuestros corazones se elevaran por encima de cualquier mediocridad o ambición personal. Estas líneas pobres y desflecadas, quieren evitar que las piedras griten, porque si nosotros callamos la Verdad ellas seguramente gritarán.
Cuando en la mañana del 13 de mayo el P. Bojorge me comunicó la noticia de su partida, no pude hacer otra cosa que agradecer, repito nuevamente algo que me parece esencial, destilaba grandeza. Era un alma noble y grande que volaba hacia la eternidad, había hablado tanto de Él y lo había vivido con tanto amor, que seguramente ahora escucharía la voz del Señor diciéndole «siervo bueno y fiel entra a gozar de tu Señor «.
Jorge Novoa