Jaime Fuentes
Si analizamos el arco completo del magisterio mariano de Juan Pablo II,[1] salta a la vista un hecho que reclama explicación: todo el magisterio de Juan Pablo II está empapado en la mediación materna de la Virgen. Por esto debemos preguntarnos: ¿cuál es el motivo por el que el Santo Padre ha desarrollado de una forma tan extensa -sin parangón con otro pontificado-, tan profunda, tan clara y perseverante esta enseñanza?
La corona de la Iglesia
Es imprescindible, a mi juicio, mirar atrás y revivir lo que ocurrió en Roma hace más de cuarenta años, exactamente el 21 de noviembre de 1964. Acababa de terminar la tercera sesión del Concilio Vaticano II, en la que había sido aprobada por los obispos y promulgada por el Papa Pablo VI la Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium, el documento más importante de todo el magisterio conciliar, que en su capítulo octavo y último trata de “La Santísima Virgen en el misterio de Cristo y de la Iglesia”.
Reunidos los obispos en la Basílica de Santa María la Mayor, Pablo VI pronuncia un discurso que pasará a la historia, porque en él proclamó solemnemente a la Virgen “Madre de la Iglesia”. Antes de hacerlo, y esto tiene especial importancia, explica que todo el capítulo octavo de la Lumen Gentium es “el vértice y la corona”[2] de la Constitución sobre la Iglesia, lo cual quiere decir que, para comprender el misterio de la Iglesia, hay que comprender el misterio de la Virgen: porque, agregó el Papa, “el conocimiento de la verdadera doctrina católica sobre María será siempre la llave de la exacta comprensión del misterio de Cristo y de la Iglesia.”[3]
Cuando Juan Pablo II comienza su misión de Sucesor de Pedro, el propósito que lo guía –así lo explica desde su primera encíclica hasta la Novo millenio ineunte- es que se haga vida en la Iglesia el magisterio del Concilio. Teniendo esto presente, se ve la trascendencia de la declaración que hizo en Polonia apenas cinco meses después de comenzar su pontificado: interpretando auténticamente (es decir, con su autoridad de Pastor supremo de la Iglesia) el capítulo octavo de la Lumen Gentium, lo sintetizó en esta íntegra expresión: “¡Todo por medio de María!”
Considerando esta totalidad, ¿cómo sorprenderse de que en el magisterio del Papa siempre esté presente la mediación materna de la Santísima Virgen, si de Ella recibe la comprensión de su ser y de su obrar?
La totalidad abarca las realidades grandes y menudas que componen la vida física y la vida espiritual de cada uno de los hombres. María es para la mujer su modelo y quien le enseña el divino misterio de la maternidad; la Madre explica a sus hijos el sentido del dolor y los consuela, precediéndoles, cuando lo sufren; Ella intercede por quienes no tienen libertad; María es la que enseña a contemplar a su Hijo en la Eucaristía, para continuar en el mundo la obra redentora de la Iglesia, nacida del misterio de la Cruz con su cooperación: ¡Ella es la Madre de la Iglesia!
A lo largo de su pontificado, de la fuente de la Sagrada Escritura, de la Tradición, e inspirándose en la enseñanza del Concilio Vaticano II, Juan Pablo II ha formado un tesoro de doctrina y de piedad sobre la mediación materna de la Virgen, de incalculable riqueza. Con este patrimonio, la Iglesia del tercer milenio tiene los recursos que necesita para responder a los desafíos del tercer milenio.
Con dolores de parto
La idea clave del Papa es que la mediación de la Virgen es una mediación materna. Se justifica repetirlo una vez más, porque es aquí –en el hecho de la mediación y en su carácter materno- donde el magisterio pontificio ha marcado el énfasis.
El cardenal Ratzinger, comentando la encíclica Redemptoris Mater, hizo notar que en ella el título “mediadora” se encuentra muy raramente, “más bien de pasada y en citas. Por el contrario, todo el peso estriba en la palabra ‘mediación’”. Esto quiere decir que “el acento se pone en la acción, en la misión histórica; el ser sólo resulta visible a través de la misión, a través de la actividad histórica.”[4] (En efecto, sólo cinco veces, dos de ellas en notas, aparece en la encíclica la palabra “mediadora”; “mediación”, en cambio, se encuentra en el texto 36 veces).
La misión de María, como repetidamente lo ha enseñado Juan Pablo II, ha sido traer al mundo a Jesucristo y, poniéndose al servicio de su obra redentora y cooperando activamente con ella, ayudar a que Cristo viva en los hombres. Su mediación materna está “ordenada al nacimiento continuo de Cristo en el mundo”. Hay que percibir, en consecuencia, que “la vida surge, no por el hacer, sino dando a luz, y exige, por tanto, dolores de parto.”[5]
La comprensión del quehacer de María, paradigma del obrar de la Iglesia, debe necesariamente reflejarse en nuestro tiempo: la “nueva evangelización” predicada incansablemente por el Papa se concretará, en definitiva, en la medida en que Cristo viva en los hombres e informe su existencia y su cultura. Este es un verdadero “trabajo de parto”, que necesariamente lleva consigo el dolor.
La humanidad, a pesar de las apariencias, sigue esperando la revelación de los hijos de Dios y vive de esta esperanza, como se sufren los dolores del parto, según la imagen utilizada con tanta fuerza por San Pablo en la carta a los Romanos (ver 8, 19-22)[6] y a la que el Apóstol recurre también en la carta a los Gálatas: “Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” (4, 19). En esta imagen descubre el Papa “la conciencia materna de la Iglesia primitiva (que) permitía y permite constantemente a la Iglesia ver el misterio de su vida y de su misión a ejemplo de la misma Madre del Hijo.”[7]
Captar el misterio de la Iglesia reclama, previamente, considerar que “Iglesia es más que “pueblo”, más que estructura y acción: en ella vive el misterio de la maternidad y del amor nupcial, que hace posible la maternidad,”[8] y este misterio sólo puede tratarse con el amor de una madre.
Bajo esta luz adquiere un precioso relieve la exhortación del Concilio a mirar a la Virgen como “ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres.”[9] Nos encontramos, pues, ante un hecho de indescriptible grandeza: “si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con Él por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual.”[10]
¿Vox populi vox Dei?
Como se ve después de estudiar el magisterio mariano pontificio, la “manifiesta mente y voluntad” del Papa es que la mediación materna de la Santísima Virgen, se haga universalmente eficaz arraigándose en la época presente y en la futura.[11] Si todos en la Iglesia debemos “una religiosa sumisión de la voluntad y del entendimiento” (Lumen Gentium, n. 25) al Romano Pontífice, no es extraño que en la Iglesia se oigan no pocas voces que instan la definición dogmática de la mediación de María.[12]
No se trata de una propuesta novedosa.[13] Ya en 1922 el Papa Pío XI había nombrado tres comisiones de teólogos, en Roma, Bélgica y España para que estudiasen la posibilidad de definir la mediación de la Virgen, según lo pedía un movimiento encabezado por el cardenal belga Mercier, arzobispo de Malinas. Las comisiones belga y española dieron su parecer afirmativo a la definición; de la comisión romana, hasta hoy no se han conocido quiénes la componían, así como tampoco su dictamen.[14] En todo caso, la petición del cardenal Mercier, así como la que llegó al Concilio Vaticano II,[15] no prosperó.
A comienzos de la década de los noventa, el profesor de Teología y Mariología, Dr. Mark I. Miravalle, de la Universidad de Steubenville (USA) comenzó el movimiento Vox Populi Mariae Medriatrici, con el objeto de solicitar al Papa la definición dogmática de los títulos marianos “Corredentora, Mediadora y Abogada.” En un libro suyo,[16] se puede leer el texto de la petición dirigida al Santo Padre:
“Su Santidad: con amor filial, los fieles deseamos pedir humildemente que usted, como Vicario de Cristo, solemnemente defina como dogma cristiano la constante enseñanza de la Iglesia sobre el oficio corredentor de María con Cristo, el Redentor de la humanidad. Creemos que tal definición traerá a la luz toda la verdad sobre María, Hija del Padre, Madre del Hijo, Esposa del Espíritu y Madre de la Iglesia. Por tanto, rogamos que el Espíritu Santo le guíe, Santo Padre, a definir y proclamar a la Santísima Virgen como Corredentora, Mediadora de todas las gracias y Abogada del Pueblo de Dios”.
La iniciativa de Vox Populi Mariae Mediatrici tuvo un eco favorable, pues en poco tiempo consiguió reunir más de 5 millones de firmas de más de 150 países, entre ellas las de más de 500 obispos y 42 cardenales.[17] Esto llevó a que en agosto de 1996, con ocasión del XII Congreso Mariológico Internacional que se iba a celebrar en Czestochowa, la Santa Sede pidiera a la Pontificia Academia Mariana Internacional que diera su parecer sobre “la posibilidad y la oportunidad de la definición de los títulos marianos” propuestos. Al Congreso le “pareció oportuno constituir una Comisión, escogiendo quince teólogos específicamente preparados en la materia, que pudieran conjuntamente discutir y analizar la cuestión propuesta con una reflexión madura. […] Se trató, además, de enriquecer este grupo de estudio, añadiéndole, como miembros externos, algunos teólogos no católicos presentes en el Congreso.”[18]
Como fruto de su trabajo, la Comisión emitió una breve Declaración, publicada en L’Osservatore Romano casi un año más tarde, que en síntesis afirma:
- “Los títulos, tal como son propuestos, resultan ambiguos, ya que pueden entenderse de maneras muy distintas”.
- “Por lo que atañe al título de Mediadora”, recuerda que la Santa Sede, a principios del siglo XX, dejó de lado la propuesta del cardenal Mercier.
- Los títulos y la doctrina contenida en ellos “necesitan aún una mayor profundización en una renovada perspectiva trinitaria, eclesiológica y antropológica”.
- “Los teólogos, y de modo especial los no católicos, se manifestaron sensibles a las dificultades ecuménicas que implicaría una definición de dichos títulos.”
Como se ve, la Pontificia Academia Mariana Internacional respondió con exactitud a lo que se le había solicitado: se opone a la definición dogmática de los tres títulos, tal como eran propuestos.[19] Importa especialmente esta precisión, desde el momento en que teólogos de prestigio afirman con autoridad que el título de “Corredentora” y el término “corredención”, aunque han sido evitados en los documentos del magisterio desde Pío XII (Juan Pablo II prácticamente tampoco los ha utilizado) “son los que mejor expresan la doctrina del Concilio Vaticano II sobre la naturaleza de la cooperación de la Virgen a la obra de la salvación.”[20] el cardenal Georges Cottier, teólogo de la Casa Pontificia, por ejemplo, el 29 de mayo de 2002 intervino en una teleconferencia organizada por la Congregación para el Clero, con una ponencia sobre “La Corredención.”[21]
No obstante estas divergencias de enfoques teológicos, se impone el hecho indudable de que un movimiento como Vox Populi Mariae Mediatrici, adquirió en pocos años una adhesión muy significativa: cinco millones de fieles de todo el mundo, quinientos obispos y cuarenta cardenales firmaron la carta al Papa. Esto expresa un sentimiento de fe cuya importancia debemos valorar ahora en su justo relieve.
Las razones del corazón
El 30 de diciembre de 1991, la revista norteamericana Time, siguiendo su praxis habitual, publicó en el último número del año las fotografías de los acontecimientos de mayor relieve internacional: la guerra del Golfo, el exterminio de los kurdos, el intento de golpe de Estado en Rusia, la guerra en Yugoslavia, la revolución de Etiopía, el éxodo de cien mil albaneses en busca de la libertad… En la tapa de la revista, una reproducción de la Madonna del Granduca, de Rafael, contrastaba la paz de su rostro con la crueldad de la vida de los hombres.
El título de la ilustración era sorprendente: The Search for Mary, la búsqueda de María. En el artículo de fondo de la revista se encuentran afirmaciones como éstas: “Aunque la presencia de la Virgen ha empapado a Occidente durante centenares de años, todavía queda sitio para admirarla, ahora tal vez más que nunca […] Un renacimiento popular de la fe en la Virgen se está dando a lo largo de todo el mundo. Millones de devotos llenan sus santuarios, muchos de ellos gente joven.”[22]
Para probar su afirmación, Time se fija en cinco ejemplos, cuatro de ellos europeos y uno de Estados Unidos:
“En Lourdes, el mayor de los 937 santuarios de peregrinación de Francia, la asistencia anual en los últimos dos años ha aumentado en un 10%, alcanzando los cinco millones y medio de fieles. Muchos nuevos visitantes proceden de Europa Oriental, ahora que tienen libertad de expresar su fe y de viajar. A pesar de la irresistible atracción que tiene Lourdes para los enfermos y los ancianos, un diez por ciento de los fieles, en estos días, son de 25 años de edad o menores.
En Knock, Irlanda, las colas de fieles se alargaron notablemente después de la visita que hizo el Papa Juan Pablo II al santuario en 1979. Desde entonces, la asistencia se ha duplicado, alcanzando un millón y medio de personas por año.
Fátima, en Portugal, atrae a una constante multitud de cuatro millones de peregrinos cada año, de una variedad de países cada vez más amplia”.
En Czestokowa, Polonia, la asistencia al santuario de la Virgen Negra ha llegado a los cinco millones anuales, compitiendo con Fátima y Lourdes, desde que Juan Pablo II lo visitó en 1979”.
En Emmitsburg, Maryland, la asistencia se ha duplicado el año pasado, alcanzando el medio millón de fieles en uno de los más antiguos de los 43 principales santuarios marianos de Estados Unidos: el Santuario Nacional de Nuestra Señora de Lourdes.”[23]
La información de Time tiene interés, tratándose de un medio de prensa de los más influyentes del mundo, que “en los temas doctrinales y éticos, en la información sobre la Iglesia Católica, etc., bajo una apariencia de objetividad puede calificarse de materialista sin estridencias, con un cierto fondo de indiferentismo religioso, a veces irónico.”[24] No obstante su orientación, la revista terminaba así el artículo:
“Parece claro que el mundo está implorando muchas cosas a María y que de alguna manera las está recibiendo. […] Cualquiera que sea el aspecto de María que la gente prefiera destacar y abrazar, es seguro que todos los que la buscan encuentran en ella algo que sólo una madre santa puede dar.”[25]
Decíamos que la adhesión recogida por el movimiento Vox Populi Mariae Mediatrici era reflejo de un sentimiento de fe digno de destacarse. El descubrimiento de la revista norteamericana – ajena en sus enfoques al mundo católico – de la búsqueda de María en todo el mundo, es también una expresión que va en la misma línea.[26]
Este recurso extraordinario a la Madre de Dios debe, a nuestro juicio, valorarse teológicamente como la expresión no sólo del sentido sobrenatural de la fe (sensus fidei) que siempre han vivido las generaciones de cristianos en la intercesión maternal de María, sino, más aún, de un sentimiento común de todo el pueblo cristiano que, en las horas inciertas del fin de siglo y del comienzo del nuevo milenio, busca como por instinto su refugio en la mediación de la Madre.
Dicho de otra manera, se está verificando por la vía afectiva[27] que el sensus fidei sobre la mediación materna de la Virgen ha llegado a ser un consensus fidelium, un verdadero consentimiento unánime de los fieles. ¿Cuál es la valoración de este hecho? La respuesta se encuentra en la Lumen Gentium:
“La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo,[28] no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando ‘desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos”[29] presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres”.[30]
Una tomografía de nuestro tiempo
1991 fue el año en que Juan Pablo II viajó por segunda vez a Fátima, con el doble propósito de agradecerle a la Virgen su mediación materna en la caída del comunismo y para rogarle por este incierto tiempo nuestro… ¿Cómo han evolucionado las cosas desde entonces hasta hoy?
En la Audiencia General del 24 de marzo de 2004 víspera de la fiesta de la Anunciación del Señor, Juan Pablo II iba con su pensamiento a algunos momentos significativos del inicio de su pontificado: “al 8 de diciembre de 1978, cuando en Santa María la Mayor, consagré la Iglesia y el mundo a la Virgen; al 4 de junio del año siguiente, cuando renové esa consagración en el santuario de Jasna Gora. En particular, pienso en el 25 de marzo de 1984, Año santo de la Redención. Han transcurrido veinte años desde ese día, cuando en la plaza de San Pedro, en unión con todos los obispos del mundo, “convocados” con anterioridad, quise consagrar la humanidad entera al Corazón Inmaculado de María, respondiendo a lo que Nuestra Señora había pedido en Fátima.
La humanidad vivía entonces momentos difíciles, de gran preocupación e incertidumbre. A veinte años de distancia, el mundo sigue aún terriblemente marcado por el odio, la violencia, el terrorismo y la guerra. Entre las numerosas víctimas que registra la crónica de cada día, se encuentran muchas personas inermes, heridas mientras cumplen su deber.
[…] Mucha sangre se sigue derramando hoy en numerosas regiones del mundo. Sigue habiendo urgente necesidad de que los hombres abran su corazón a un esfuerzo valiente de comprensión recíproca. Cada vez resulta más grande el anhelo de justicia y paz en todas las partes de la tierra.”[31]
El panorama del mundo, sin exageración y en dos palabras, puede describirse como una densa noche.
En junio de 2003, recogiendo las opiniones de los obispos europeos, Juan Pablo II publicó la Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa, en la que expone cuál es la situación religiosa y cultural del continente. Más que una radiografía, se trata de una verdadera “tomografía” que, globalización mediante, cada día tiene mayor validez también en nuestros países de América. Aunque la cita es extensa, su contenido la justifica:
“La época que estamos viviendo, con sus propios retos, resulta en cierto modo desconcertante. Tantos hombres y mujeres parecen desorientados, inseguros, sin esperanza, y muchos cristianos están sumidos en este estado de ánimo […] Entre los muchos aspectos indicados con ocasión del Sínodo, quisiera recordar la pérdida de la memoria y de la herencia cristianas, unida a una especie de agnosticismo práctico y de indiferencia religiosa, por lo cual muchos europeos dan la impresión de vivir sin base espiritual y como herederos que han despilfarrado el patrimonio recibido a lo largo de la historia. […] En el Continente europeo no faltan ciertamente símbolos prestigiosos de la presencia cristiana, pero éstos, con el lento y progresivo avance del laicismo, corren el riesgo de convertirse en mero vestigio del pasado. Muchos ya no logran integrar el mensaje evangélico en la experiencia cotidiana; aumenta la dificultad de vivir la propia fe en Jesús en un contexto social y cultural en que el proyecto de vida cristiano se ve continuamente desdeñado y amenazado; en muchos ambientes públicos es más fácil declararse agnóstico que creyente; se tiene la impresión de que lo obvio es no creer, mientras que creer requiere una legitimación social que no es indiscutible ni puede darse por descontada. Esta pérdida de la memoria cristiana va unida a un cierto miedo en afrontar el futuro. La imagen del porvenir que se propone resulta a menudo vaga e incierta. Del futuro se tiene más temor que deseo. Lo demuestran, entre otros signos preocupantes, el vacío interior que atenaza a muchas personas y la pérdida del sentido de la vida. Como manifestaciones y frutos de esta angustia existencial pueden mencionarse, en particular, el dramático descenso de la natalidad, la disminución de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, la resistencia, cuando no el rechazo, a tomar decisiones definitivas de vida incluso en el matrimonio. Se está dando una difusa fragmentación de la existencia; prevalece una sensación de soledad; se multiplican las divisiones y las contraposiciones. Entre otros síntomas de este estado de cosas, la situación europea actual experimenta el grave fenómeno de las crisis familiares y el deterioro del concepto mismo de familia, la persistencia y los rebrotes de conflictos étnicos, el resurgir de algunas actitudes racistas, las mismas tensiones interreligiosas, el egocentrismo que encierra en sí mismos a las personas y los grupos, el crecimiento de una indiferencia ética general y una búsqueda obsesiva de los propios intereses y privilegios. Para muchos, la globalización que se está produciendo, en vez de llevar a una mayor unidad del género humano, amenaza con seguir una lógica que margina a los más débiles y aumenta el número de los pobres de la tierra […] En la raíz de la pérdida de la esperanza está el intento de hacer prevalecer una antropología sin Dios y sin Cristo. Esta forma de pensar ha llevado a considerar al hombre como el centro absoluto de la realidad, haciéndolo ocupar así falsamente el lugar de Dios y olvidando que no es el hombre el que hace a Dios, sino que es Dios quien hace al hombre. El olvido de Dios condujo al abandono del hombre, por lo que no es extraño que en este contexto se haya abierto un amplísimo campo para el libre desarrollo del nihilismo, en la filosofía; del relativismo en la gnoseología y en la moral; y del pragmatismo y hasta del hedonismo cínico en la configuración de la existencia diaria. La cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera […] De esta cultura forma parte también un agnosticismo religioso cada vez más difuso, vinculado a un relativismo moral y jurídico más profundo, que hunde sus raíces en la pérdida de la verdad del hombre como fundamento de los derechos inalienables de cada uno. Los signos de la falta de esperanza se manifiestan a veces en las formas preocupantes de lo que se puede llamar una “cultura de muerte.”[32]
Conocido el diagnóstico, ¿existe algún remedio para enfrentar con éxito esta grave enfermedad que ya es epidemia? En la Audiencia del 24 de marzo de 2004 Juan Pablo II respondía:
“Recurriendo a Cristo, por medio de María. A la Virgen Santísima repito también hoy la súplica que le dirigí entonces: ‘Madre de Cristo, aparezca, una vez más, en la historia del mundo el infinito poder salvador de la Redención: poder del Amor misericordioso. Que éste detenga el mal. Que transforme las conciencias. Que en tu Corazón Inmaculado se abra a todos la luz de la esperanza.’”[33]
“Recurrir a Cristo por medio de María” pide el Papa con razón. Porque, ¿cómo dudar de la eficacia de su mediación materna después de “la caída del muro”, gracias a la cual millones de hombres y mujeres hoy disfrutan de libertad? A su vez, ¿cómo no recordar que Juan Pablo II, además de la oración, puso todos los medios a su alcance para alcanzarla?
El llamamiento del Papa a llevar a cabo la “nueva evangelización” del mundo (trabajo que costará gozosos “dolores de parto”), y la necesidad de que todos en la Iglesia nos lancemos “mar adentro”, a un apostolado incisivo, es la respuesta a la enfermedad. En estas circunstancias, la Iglesia necesita, sobre todo, luz para caminar con seguridad en la noche. ¿Dónde encontrarla? El Catecismo de la Iglesia Católica enseña: “los dogmas son luces en el camino de nuestra fe, lo iluminan y lo hacen seguro.”[34]
Hace ocho años la Pontificia Academia Mariana Internacional dio su parecer negativo a la propuesta de definición dogmática de tres títulos marianos, recomendando una mayor profundización. Desde entonces hasta hoy se puede verificar que:
Primero: la Iglesia goza de la clarificación doctrinal, hecha por Juan Pablo II, de todos los aspectos teológicos discutidos acerca de la mediación materna de la Santísima Virgen.[35]
Segundo: el diagnóstico de los obispos europeos, asumido por el Papa en Ecclesia in Europa, afecta a todo el mundo (con excepción de África, esperanza ignorada de Occidente).
Tercero: cada día aparece con mayor evidencia (corrupción a todos los niveles, mentiras, odios, violencias inauditas…) que debemos luchar “contra las dominaciones de este mundo de tinieblas.”[36]
Cuarto: movidos por el magisterio pontificio (“palabras” y “hechos”), se verifica un verdadero consenso de los fieles en el recurso a la mediación maternal de la Virgen.
En este contexto, pues, hay que subrayar que “ese sentimiento común del pueblo fiel es por sí solo criterio suficiente, aun sin el raciocinio teológico, para que el pontífice o el concilio, bajo la asistencia infalible del Espíritu Santo, puedan definir tal verdad como dogma de fe, como legítimo desarrollo dogmático […] Cualquier medio humano que le certifique (a la Iglesia) de la existencia explícita o implícita de una verdad en el depósito revelado es medio suficiente para que, asistida por el Espíritu Santo, pueda definir esa verdad. Entre esos medios figura el sentir del pueblo fiel tanto o más que el raciocinio teológico.”[37] Conviene recordar, no obstante, como afirmaba la Declaración de Chestochowa que “los teólogos, y de modo especial los no católicos, se manifestaron sensibles a las dificultades ecuménicas que implicaría una definición dogmática”. Es una advertencia prudente, ya que los logros ecuménicos alcanzados durante el actual pontificado podrían frustrarse con un paso en falso. Pero, al mismo tiempo, no se puede olvidar que ha sido precisamente Juan Pablo II, universalmente reconocido por los históricos avances conseguidos a favor de la unidad de los cristianos, quien en el documento más audaz que se haya escrito sobre el ecumenismo reafirmó la infalibilidad papal – no podía no hacerlo – como un servicio a la unidad de los cristianos: “Corresponde al Sucesor de Pedro recordar las exigencias del bien común de la Iglesia, si alguien estuviera tentado de olvidarlo en función de sus propios intereses. Tiene el deber de advertir, poner en guardia, declarar a veces inconciliable con la unidad de fe esta o aquella opinión que se difunde. Cuando las circunstancias lo exigen, habla en nombre de todos los Pastores en comunión con él. Puede incluso – en condiciones bien precisas, señaladas por el Concilio Vaticano I – declarar ex cathedra que una doctrina pertenece al depósito de la fe. Testimoniando así la verdad, sirve a la unidad.”[38]
Por lo demás, el mismo autor antes citado, explicando cómo se verifica en la Iglesia el desarrollo de los dogmas, añade una ulterior consideración:
“Parece como si los dogmas todos referentes a María hubiesen sido confiados a la custodia y explicación del corazón amante del sencillo y fiel pueblo cristiano, tanto o más que al raciocinio de la teología especulativa. Es que […] los dogmas todos referentes a la Virgen tienen por fuente su digna maternidad divina, y los requisitos o postulados de la “digna maternidad” se perciben mejor con el amante y vivo corazón del hijo que con la fría y seca lógica del sabio.”[39]
Un asunto de familia
Es posible que, nada más mencionar la posibilidad de definir el dogma de la mediación materna de la Virgen, renueve reacciones como esta que André Frossard –“mi querido amigo, ya desaparecido,”[40] lo recordaba el Papa – retrataba con su agudo buen humor:
“Hace unos veinte años, cuando se trató de promulgar el dogma de “María Mediadora,” en todos los periódicos (de Francia) resonaron las protestas, lo cual me llenó de estupor. Porque, a fin de cuentas, la mediación es natural en la mujer. Ellas son las que median entre el padre y los hijos, entre los hermanos, entre el marido y el vecino, entre la nada y la vida, puesto que ellas son las que paren, entre la familia y el infortunio, ya que los hombres suelen delegar en ellas su representación en los duelos e, incluso, entre nosotros y Dios, ya que ellas van más a menudo a la iglesia. Apurando la lógica de los objetores, sacaríamos la sorprendente conclusión de que todas las mujeres pueden ser mediadoras menos la Virgen María.”[41]
En todo caso, es verdad que una definición dogmática requiere considerar otros factores. Por una parte, como señala Schmaus, “la historia de la Iglesia enseña que, pese a ciertas apariencias en contrario, ha sido siempre una situación de amenaza para la Iglesia la que ha conducido a la formulación de dogmas.”[42] En este sentido, ¿es necesario abundar en la gravedad del diagnóstico de los obispos europeos, recogido en Ecclesia in Europa?
Por otro lado, como dice el mismo autor, “de la infalibilidad de una decisión eclesiástica hay que distinguir su oportunidad. La infalibilidad no garantiza en todos los casos su oportunidad”.[43] En otras palabras, ¿sería oportuna la definición dogmática de la mediación materna de la Santísima Virgen? Exponemos algunas reflexiones.
Tratándose de la Madre no se puede, a mi juicio, pasar por alto un hecho de orden afectivo, una demostración de amor filial que la Iglesia debe a la Virgen desde hace cuarenta años. ¿Cómo olvidar que el Concilio no hizo suyo el deseo de Pablo VI de que María fuera proclamada “Madre de la Iglesia”? Es verdad que los obispos aplaudieron entusiasmados cuando el Papa tomó la decisión de hacerlo por su propia iniciativa, al terminar la tercera sesión; pero no lo hizo el Concilio.[44]
La Madre olvida los desaires de sus hijos… Pero, así como la Iglesia ha pedido perdón por los errores cometidos por sus hijos a lo largo de la historia, y teniendo a la vista los cuidados maternales de María, especialmente con nuestra generación “posconciliar”, ¿no debería reconocerlo y proclamar solemnemente su mediación materna?
El cardenal Ratzinger ilumina otro aspecto del problema:
“Una eclesiología puramente estructural hará degenerar a la Iglesia en un programa de actuación. Sólo mediante lo mariano se concreta también plenamente el ámbito afectivo en la fe, y con ello se alcanza la correspondencia humana a la realidad del Logos encarnado. En este punto veo yo la verdad de la expresión “María, vencedora de todas las herejías”: donde se da ese enraizamiento afectivo, existe la vinculación “ex toto corde” –desde el fondo del corazón – con el Dios personal y su Cristo, y resulta imposible la refundición de la cristología en un “programa” de Jesús, que puede ser ateo y puramente material: la experiencia de estos últimos años corrobora hoy de manera asombrosa lo acertado de estas viejas palabras.”[45]
La experiencia de estas últimas décadas, en las que la Iglesia ha sufrido y sufre el avance imparable de las sectas, el desafecto y la apostasía, han llevado a reaccionar planificando estrategias, multiplicando estructuras eclesiásticas… ¿No habrá llegado el tiempo de que recupere su conciencia materna, según el modelo de María, disfrutando de la certeza revelada de su mediación?
Por otra parte, si la Iglesia del siglo XXI necesita, sobre todo, mujeres formadas a semejanza de su Madre (generosas hasta el heroísmo, abnegadas hasta amar la Cruz, audaces y perseverantes, amantes de la familia y expertas en humanidad) que las precede, intercede por ellas y las anima: ¿no sería un motivo de luminosa esperanza gozar de la seguridad infalible de la mediación materna de Aquella a quien invocamos en Uruguay como “Capitana y Guía?”
Vivimos en una época de “pensamiento débil”, de un subjetivismo que todo lo relativiza y, simultáneamente, la nuestra es una época de credulidad, en la que encuentran su lugar “de fe” las fantasías más asombrosas. ¿No es razonable pensar que muchas personas sedientas de certezas se acercarían a la Iglesia, atraídas por la seguridad divina de la mediación materna de la Virgen?
Por otra parte, frente a los fanatismos que promueven el odio y la violencia, y frente a la realidad de un pluralismo religioso cada día mayor, ¿no supondría una maternal invitación a la convivencia fraterna proclamar y celebrar que la Madre que intercede ante Dios es Madre de cada mujer y de cada hombre de nuestro planeta?
Se podría objetar: si el Papa no intervino con un acto de magisterio extraordinario en temas de tanta relevancia como el aborto y la eutanasia, ¿por qué habría de hacerlo definiendo la mediación materna de la María, que es pacíficamente aceptada y vivida en la Iglesia?
Habría que considerar que, en los temas mencionados, la enseñanza del Papa, fundamentada en la Revelación y en la razón, se dirige a todos los hombres; en el caso que nos ocupa, se trata de un serio y amable “asunto de familia”…
Es tiempo de desafíos
¿Qué podemos esperar? Sólo el Espíritu Santo lo sabe… (A la vuelta de cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II, en el que participaron cono observadores miembros de las Iglesias hermanas y de distintas Confesiones cristianas, de a ratos pienso en un encuentro ecuménico mariano, unidos todos en la alabanza a la Virgen Santísima: es de bien nacidos ser agradecidos…). En todo caso, ayudará no poco a completar nuestro cuadro la opinión de uno de los grandes teólogos del siglo XX, el cardenal Charles Journet.[46] Importan especialmente sus conceptos sobre la relación entre María y la Iglesia, para dar mayor luz a lo que hemos expuesto.
Al terminar su profundo “Ensayo sobre el desarrollo del dogma mariano” escribió:
“Antes de llegar a tomar plena conciencia de los efectos de la Redención, y de poder formularlos explícitamente (en las definiciones dogmáticas) la Iglesia debe comenzar por probarlos en su propia carne. Es después de haberlos comprobado, después de haber tomado conciencia, de habérselos explicitado a sí misma, que ella puede comprender, por el mismo movimiento, en virtud de un conocimiento por connaturalidad, y como por intuición, lo que esos efectos de la Redención han podido ser en María, la primera de los redimidos y destinada a dar a luz no sólo cristianos, sino a Cristo”.
No se pueden leer estas palabras sin recordar lo que Juan Pablo II escribió en su primera encíclica –la Iglesia siempre y en especial en nuestros tiempos tiene necesidad de una Madre[47] y la conciencia de maternidad que ella debe cultivar para llevar a cabo su misión.
Por otra parte, “para la Iglesia el tiempo es necesario, las pruebas le son necesarias y los “desafíos” que tiene que enfrentar, no sólo de parte de sus adversarios, sino también de la ignorancia, de la torpeza, de la mediocridad, de los pecados de sus hijos. Incluso, todo el devenir de la historia, sus progresos, sus catástrofes, le son necesarios a la Iglesia, para obligarla a tomar conciencia, en forma progresiva, cada vez más amplia y más explícita de su propio misterio”.
¿Cómo no recordar el tiempo inmediato posterior al Concilio, del que Pablo VI se lamentaba con tristeza, llorando porque la Iglesia estaba “destruyéndose a sí misma”? Negaciones de las verdades de la fe, innovaciones litúrgicas arbitrarias, defecciones sacerdotales y religiosas, desobediencias… Después de un cuarto de siglo las aguas se han serenado, y Juan Pablo II ha señalado a la Iglesia que el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza es hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión:[48] un verdadero hogar en el que conviven los hermanos, hijos de una misma Madre, unidos en un idéntico propósito corredentor. Si faltara este espíritu nos encontraríamos indefensos frente a las tentaciones egoístas que continuamente nos acechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias.[49]
“En la misma medida, continúa Journet, el tiempo, las pruebas, los “desafíos”, el devenir de la historia, sus progresos y sus catástrofes, le son necesarios a la Iglesia para que ella pueda conocer, de alguna manera por vía de inclinación, de conocimiento experimental y afectivo, lo que era cuando, frente a Cristo, se encontraba enteramente recapitulada en María; y también para que ella (la Iglesia) pueda conocer todo lo que es ahora por María. En efecto, ha sido necesario, en un momento, que la Iglesia fuese lo que era por medio de María, para que sea lo que es hoy por sí misma. En el orden de la santidad, que es la mayor de las dignidades, María es, alrededor de Cristo, como la primera ola de la Iglesia, generadora de todas las otras, hasta el fin de los tiempos”.
De la situación interior de la Iglesia se ha pasado a su relación con el mundo. Estamos ya en el tercer milenio y somos testigos de cambios que nadie pudo predecir: mientras naciones enteras, que estuvieron cerradas durante décadas a la predicación del Evangelio, de la noche a la mañana abrieron sus puertas a Cristo, otros países, de raíces profundamente católicas, parecen aborrecer la fe recibida en herencia. En ellos parece dominar, en el mejor de los casos, la moda del “believing without belonging”: “creo en Dios pero no en la Iglesia”; “creo en un Ser Superior”; “soy creyente a mi manera”…
Así, recapitulada en María, se encontraba la Iglesia cuando Cristo entregó su vida para redimir a todos los hombres: sola ante el rechazo de Jesús por parte de los hombres, María es, sin embargo, la que sostendrá la fe y la esperanza de sus discípulos (hijos suyos son), y mantendrá encendido el fuego apostólico de los primeros cristianos.
Journet se ha referido a los “terribles desafíos” que el mundo le lanza a la Iglesia. Para ganar esta batalla (supongo que nadie duda de que se trata de una verdadera guerra) el Papa ha puesto en campaña a toda la Iglesia convocándola a la “nueva evangelización”.
“Cada vez la causa de María será la causa de la Iglesia y del pueblo cristiano; y cada vez la causa del pueblo cristiano será la causa de María; y estas dos causas, la de María y la del pueblo cristiano, serán siempre, ante todo, la causa del mismo Cristo”.
La “causa de Cristo” son sus ansias de nacer y vivir en los corazones de los hombres y mujeres de este tiempo nuestro: hay que darlo a luz, con dolores de parto, y es por completo necesaria, con “necesidad de medio,”[50] la cooperación materna de María.
Journet ilustraba con ejemplos de la historia cómo las definiciones del dogma mariano
“se corresponden secretamente con los grandes acontecimientos de la Iglesia. […] En Éfeso, donde se definió la divinidad de Cristo y la Maternidad divina de María, lo que estaba inmediatamente en juego era la naturaleza de Cristo, cabeza de la Iglesia, y las dos realizaciones de su Cuerpo místico, una personal en María, otra colectiva en la Iglesia.
Más tarde, después de la catástrofe de la cristiandad medieval, es la necesidad de la redención de Cristo por todos los hombres, la santidad de esta redención, la firmeza de sus efectos en la Iglesia y en María; en resumen, toda la realización del Reino que no es de este mundo, lo que el dogma de la Inmaculada Concepción predicará a una civilización que niega el pecado, que ha perdido el sentido de su dependencia de la Cruz de Cristo, y que habla de poner su esperanza en los recursos de la aventura humana”.
En su ensayo, escrito apenas cuatro años después de la definición dogmática de la Asunción corporal de María a los cielos, Journet se adelantaba a nuestro tiempo:
“La doctrina de la mediación corredentora de la Virgen, que quizás será definida el día de mañana, recordará a los cristianos que, a imagen de María, unida al sacrificio redentor que su Hijo ofrecía en el Calvario por toda la humanidad, ellos son invitados, en un universo cada vez más solidario económicamente pero cada vez más dividido espiritualmente, a ser en Cristo y por Cristo con toda la Iglesia, no solamente miembros “salvados”, sino miembros “salvadores” de este mundo contemporáneo que les es hostil, y de los millones de almas que encierra.”[51]
Una conclusión abierta
El último libro de Juan Pablo II, “¡Levantaos! ¡Vamos!”, tuvo como directos destinatarios a los obispos de la Iglesia Católica. Cuando llega al final de sus recuerdos y experiencias de las dos décadas en que sirvió como obispo a la Iglesia en Polonia (1958-1978) y, desde entonces hasta hoy como obispo de Roma, el Papa reflexiona particularmente sobre el misterio de nuestra vocación en la fe y, especialmente, sobre el misterio de nuestra responsabilidad y el valor que necesitamos para corresponder a la vocación.[52]
Esta meditación se puede entender, a mi juicio, como la síntesis del papel que la Providencia quiso reservarle en esta etapa de la historia de la Iglesia y, además de encerrar una riquísima enseñanza para cuantos la lean, cabe comprenderla en el ámbito de su magisterio sobre la Santísima Virgen.
Por una parte, hace ver que la fe, la responsabilidad y la valentía de cada uno de nosotros se inserta en el misterio de la plenitud del designio divino, lo cual es válido para todos: obispos, sacerdotes, religiosos y fieles laicos. Y, además, advierte a los obispos que se necesita nuestra fe, nuestra responsabilidad y firmeza para que el don de Cristo al mundo pueda manifestarse en toda su riqueza.
La fe puede expresarse de innumerables maneras… El Papa se refiere a una fe que no sólo conserve intacto en la memoria el tesoro de los misterios de Dios, sino que también tenga la audacia de abrir y manifestar de modo siempre nuevo este tesoro a los hombres.[53]
Así es como ha actuado Juan Pablo II en su enseñanza sobre la Virgen. Que la Madre de Dios es Madre nuestra, y que ejerce en favor de sus hijos su mediación materna no es ningún descubrimiento doctrinal, pero lo que ha hecho el Papa es abrir el tesoro de este misterio de Dios y desplegarlo de un modo verdaderamente nuevo, con la originalidad del amor vivido, para que sea admirado y valorado en su divina dimensión.
Pienso en Juan Pablo II y veo al montañero de Wadowice… Con blanco y rojo marcan en los montes de Europa las “grandes rutas” de montaña; con blanco y amarillo las ascensiones a los picos. Así, al golpe de sus pisadas y con sangre, el Papa ha señalado el camino que lleva a la cumbre de la Iglesia – la Cruz y la Virgen – para que nadie se pierda en su ascenso.
Pienso en Juan Pablo II y contemplo, en un silencio asombrado, la relación de un hijo muy querido con su Madre. Durante veinticinco años largos este hijo formó a la Iglesia en un amor filial a la Santísima Virgen, pero nadie ignora que, primero, el hijo fue formado por la Madre: la mejor prueba de que Ella es la Madre de la Iglesia ha sido darle un Papa a quien, desde niño, dedicó sus mejores atenciones maternales: en Wadowice, en Kalwaria, en Jasna Gora… ¡en Fátima!
Seguramente han habido, entre la Madre y el hijo, confidencias íntimas que nunca conoceremos. Pero las que el hijo comunicó a la Iglesia están afirmadas con tal sello de autenticidad, que su calificación teológica – ¿”magisterio ordinario”, “magisterio informal”? – termina por parecer un tecnicismo superfluo.
“El modo en que María participa en la victoria de Cristo yo lo he conocido sobre todo por la experiencia de mi nación”, escribió Juan Pablo II recordando lo que en una ocasión había dicho el cardenal August Hlond, antecesor del cardenal Wyczsinki: “La victoria, si llega, llegará por medio de María”.
En efecto, durante los años que estuvo trabajando por la Iglesia en Polonia, el obispo Karol Wojtyla fue testigo del modo en que aquellas palabras se iban realizando. “Después del 16 de octubre de 1978, mientras entraba en los problemas de la Iglesia universal, al ser elegido Papa, llevaba en mí una convicción semejante: que también en esta dimensión universal la victoria, si llega, será alcanzada por María.”
No termina aquí la confidencia-profecía. Destacada en cursiva en el libro asegura que “Cristo vencerá por medio de Ella, porque Él quiere que las victorias de la Iglesia en el mundo contemporáneo y en el mundo del futuro estén unidas a Ella.”[54]
[1] Lo hemos hecho en Todo por Medio de María; La confianza de Juan Pablo II en la Santísima Virgen; Jaime Fuentes; LEA, Montevideo 2004.
[2] Pablo VI, María, Madre de la Iglesia, Discurso del 21 sw noviembre de 1964, n. 20, en Concilio Vaticano II, Constituciones. Decretos, Declaraciones. Legislación Posconciliar, Madrid, 1970, p. 1077.
[3] Ibid.
[4] J. Ratzinger – Hans Urs von Balthasar, María, Iglesia Naciente, Madrid 1999, p. 33.
[5] Ibid., p. 41.
[6] Carta ap. Tertio Millenio Ineunte, n. 23.
[7] Encíclica Redemptoris Mater, n. 43.
[8] J. Ratzinger, opere citato, p. 18.
[9] Constitución Lumen Gentium, n. 65.
[10] San Josemaría Escrivá, Madre de Dios, Madre Nuestra, en Amigos de Dios, Madrid 1977, n. 281.
[11] Homilía de Juan Pablo II en Polonia, 4 de junio de 1979, en L’Osservatore Romano, 10 de junio de 1979, p. 12.
[12] Mark I. Miravalle, STD, María, Corredentora, Mediadora, Abogada; Santa Barbara 1993.
[13] J. L. Bastero de Eleizalde, op. cit., p. 232. Sobre la relación del movimiento con las supuestas revelaciones de la vidente holandesa Ida Peerdeman, Ver Giorgio Sernani, Los Dogmas de María. Las piedras más preciosas de su su corona, Buenos Aires 2003, pp. 199ss y R. Laurentin, Pétitions Internationales pour une Définition Dogmatique de la Médiation et la Corédemption, en Marianum vol. 48 (1996), pp. 446ss.
[14] Ver J. L. Bastero de Eleizalde, Virgen Singular. La reflexión teológica mariana en el siglo XX, Madrid 2001, p. 236s.
[15] “Es (…) llamativo el elevado número de peticiones -algunos centenares- que se encuentran en las propuestas que durante la fase antepreparatoria del Concilio Vaticano II hicieron numerosos obispos, superiores religiosos y ateneos teológicos, en favor de una definición dogmática de la mediación de la Virgen. Como es sabido, el Concilio no acogió esta petición, si bien expuso de modo claro la doctrina católica sobre la mediación, que fue uno de los puntos más trabajados del capítulo VIII de Lumen Gentium. En la elaboración de esta temática el Concilio no quiso tampoco dirimir problemas que eran aún objeto de discusión entre los teólogos y prefirió detenerse en los elementos esenciales de la fe de la Iglesia sobre este punto. Al mismo tiempo, por motivos de tipo ecuménico, prefirió no usar una terminología que para los protestantes podía resultar difíci1 de aceptar; y así, en vez de referirse a la mediación o a la corredención de la Virgen, utilizó otras expresiones similares para referirse a la cooperación de María en la obra de la salvación.” (J. A. Riestra, María en la vida de la Iglesia y de los cristianos (Redemptoris Mater nn. 25-49), en Scripta Theologica (1987), XIX-3, p. 672).
[16] Declaración de la Comisión teológica del Congreso mariológico de Czestochowa, en L’Osservatore Romano, ed. en castellano, 13 de junio de 1997, p. 12. La comisión, (se echa de menos en ella la presencia femenina), estaba formada por: P. Paolo Melada y P. Stefanno Cecchin, o.f.m., presidente y secretario de la Pontificia Academia Mariana Internacional; P. Cándido Pozo, SJ (España); P. Ignazio Calabuig, OSM. (Marianum, Roma); P. Jesús Castellano Cervera, OCD. (Teresianum, Roma); P. Franz Courth, SAC. (Alemania); P. Stefano De Fiores, s.m.m. (Italia); P. Miguel Angel Delgado, o.s.m. (México); Pbro. Manuel Felicio da Rocha (Portugal); P. George Gharib, melquita (Siria); P. René Laurentin (Francia); P. Jan Pach, OSPPE (Polonia); Pbro. Adalbert Rebic (Croacia); Pbro. Jean Rivain (Francia); P. Johannes Roten, SM. (Estados Unidos); P. Ermanno Toniolo, OSM (Italia); Mons. Teofil Siudy (Polonia); Pbro. Anton Ziegenaus (Alemania); canónigo Roger Greenacre, anglicano (Inglaterra); Dr. Hans Ch. Schmidt-Lauber, luterano (Austria); P. Gennadios Limouris, ortodoxo (Constantinopla); P. Jean Kawak, ortodoxo (Siria); prof. Constantin Charalampidis, ortodoxo (Grecia).
[17] “El prof. Miravalle contestó a esta Declaración de una forma correcta, pero tajante en el fondo, en la que se ratifica en sus propias posiciones y reafirma la voluntad de proseguir en el empeño por lograr la definición dogmática” (J. Bastero de Eleizalde, en la obra ya citada , p. 235). Ver M. Miravalle, In Continued Dialogue with the Czestochowa Commision, 24 de agosto de 2002, en International Symposium on Marian coredemption entitled Maria Mater Unitatis, Downside Abbey, Stratton-on-the-Fosse.
[18] I. Calabuig, O.S.M., Un dossier inedito: gli studi di due Commisioni Pontificie sulla definibiltà della mediazione universale di Maria, en “Marianum” 133; 1985; I-II, p. 10s.
[19] Se puede consultar en http://www.clerus.org El artículo fue publicado en la edición italiana de L’Osservatore Romano, 4 de junio de 2002. Ver también la obra de Jean Galot, Maria, la Donna nell’Opera della Salvezza, Roma, 1991, pp. 239-292 y Pietro Parente, María con Cristo en el Designio de Dios, Madrid 1986, pp. 115-129.
20) P.J. de Iirazábal, Voz Time en GER, vol. XXII, p. 469.
[20] Se debe sobre todo al gran teólogo Francisco Marín-Sola, O.P. el desarrollo de la “vía afectiva” como camino para un progreso homogéneo del dogma católico. Ver C. García Extrmeño, O.P., El “sentido de la fe” en la teología del progreso dogmático de F. Marín-Sola (1873-1932), en Studium (1991), vol. XXXI, fascículo 2, pp. 199-243.
[21] Audiencia general, 24 de marzo de 2004, en L’Osservatore Romano, 26 de marzo de 2004, p. 12.
[22] p. 48.
[23] Ibid.
[24] Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa, 28 de junio de 2003, ns. 7-9. 24) Ibid.
[25] p. 52.
[26] En Uruguay, país “laico”, la Virgen de los Treinta y Tres, a quien el Papa visitó en Florida en 1988; la Virgen del Verdún, en Minas; los santuarios de Nuestra Señora de Lourdes y de la Medalla Milagrosa, en Montevideo, cada año registran asimismo asistencias de centenares de miles de fieles.
[27] Se debe sobre todo al gran teólogo Francisco Marín-Sola, O.P. el desarrollo de la “vía afectiva” como camino para un progreso homogéneo del dogma católico. Ver C. García Extrmeño, O.P., El “sentido de la fe” en la teología del progreso dogmático de F. Marín-Sola (1873-1932), en Studium (1991), vol. XXXI, fascículo 2, pp. 199-243.
[28] ver 1Juan 2, 20 y 27
[29] San Agustín, De Praedestinatione Sanctorum, 14, 27
[30] n. 12.
[31] Audiencia general, 24 de marzo de 2004, en L’Osservatore Romano, 26 de marzo de 2004, p. 12.
[32] Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa, 28 de junio de 2003, ns. 7-9. 24) Ibid.
[33] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 89.
[34] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 89.
[35] Junto con la Declaración de Czestochowa, en la misma página de L’Osservatore Romano fue publicado un comentario de la Declaración, sin firma, que sorprende por su tono casi “dogmático” afirmando, por ejemplo, que “en el caso de la mediación de María, en muchos de sus aspectos se está ante una verdadera ‘cuestión disputada.’” Después de veinticinco años de magisterio pontificio sobre este particular, pienso, por el contrario, haber mostrado en mi libro que es una cuestión resuelta.
[36] Efesios 6, 12.
[37] F. Marín-Sola, O.P., en la obra ya citada , p. 399.
[38] Encíclica Ut unum sint, 25 de mayo de1995, n. 94.
[39] Ibid., p. 405.
[40] Juan Pablo II, ¡Levantaos!, ¡Vamos!, en la obra ya citada , p. 131
[41] Juan Pablo II, No Tengáis Miedo, en la obra ya citada , p. 36.
[42] Juan Pablo, La Verdad, Encuentro con Dios, Madrid 1966, p. 135.
[43] Juan Pablo, Teología Dogmática, IV, La Iglesia, Madrid 1960, p. 765.
[44] Ver Juan Pablo, María en la Obra de la Salvación, Madrid 1990, pp. 56-64.
[45] J. Ratzinger, María, Iglesia Naciente, en la obra ya citada , p. 19.
[46] Charles Journet (Ginebra, 1891– Friburgo, 1975), sacerdote desde 1917, estuvo estrechamente relacionado con el movimiento de renovación tomista, y particularmente con Maritain. La obra a la que debe mayor fama mundial como teólogo es L’Église du Verbe Incarné (3 vols). Fue perito conciliar del Vaticano II. Pablo VI lo creó cardenal en 1965. Ver J.L. Illanes – J. I. Saranayana, Historia de la Teología, Madrid 1995, y J. Polo Carrasco, voz Journet en GER, XXV, 1085-1090.
[47] Encíclica Redemptor Hominis, 4 de marzo de 1979, n. 22.
[48] Carta Apóstólica Novo Millennio Ineunte, n. 43.
[49] Ibid. J. Ratzinger, en María, Iglesia Naciente, en la obra ya citada , p. 18, escribe: “Iglesia es más que “pueblo”, más que estructura y acción: en ella vive el misterio de la maternidad y del amor nupcial, que hace posible la maternidad. La piedad eclesial, el amor a la Iglesia, sólo es posible, en realidad, si se da esto. Donde la Iglesia se considera sólo de forma masculina, estructural, de teoría de las instituciones, no se tiene en cuenta lo propio de la Ecclesia –eso central de lo que tratan siempre la Biblia y los Padres cuando hablan de la Iglesia.”
[50] María “estuvo asociada a Cristo porque una obra de amor como la Redención del mundo no podía realizarse sin el corazón de una mujer. No es que Cristo sea insuficiente, pero es verdad que el Verbo encarnado no se concibe sin María” (P. Parente, en la obra ya citada, p. 127.)
[51] Charles Journet, Esquisse du Dévelopment du Dogme Marial, Paris 1954, pp. 144-146.
[52] Juan Pablo II, ¡Levantaos!¡Vamos!, Buenos Aires, 2004, p. 178.
[53] Ibid., p. 179.
[54] Juan Pablo II, Cruzando el Umbral de la Esperanza, Barcelona 1994, p. 215.