Miguel Antonio Barriola
La libertad es una aspiración constante de cada individuo y la humanidad toda. Para atenernos a lo más cercano en la historia, rememoremos el lema de la Revolución Francesa: “Liberté, Égalité, Fraternité”. Se presenta dicho anhelo en casi todos los himnos de independencia: “El grito sagrado: ¡Libertad, libertad, libertad!”.
Se aprecia la “libertad de espíritu” de quienes no se dejan condicionar por la opinión pública y piensan con la propia cabeza.
Más sublime, todavía, es el ejemplo de santos y mártires cristianos, que, a contracorriente, bajo el oprobio de ser tenidos por extravagantes y retrógrados, con tal de permanecer fieles a los ideales de su fe, arriesgaron en supremo gesto de libertad su propia vida.
Este último caso deja entrever algo más que un talante personal y nada gregario. Es lo que podemos calificar como “libertad en el Espíritu”, dado que esos santos, comenzando por Pablo y como fue ya anunciado por Cristo, dieron muestra de que “el Espíritu hablaba en ellos”[1] y fueron muestra patente de que “el Espíritu les enseñaría lo que debían decir.”[2]
¿En qué consiste tal libertad? Nos responde San Pablo que “donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad.”[3]
Un primer paso para la comprensión consiste en iluminar tal libertad, oponiéndola a su contrario, la esclavitud: “Cristo nos ha librado para la libertad. Permanezcan, pues, firmes y no se sometan de nuevo al yugo de la esclavitud.”[4]
¿A qué esclavitud se refiere? A la de la ley del Antiguo Testamento, tal como era interpretada por las corrientes fariseas, que él conocía y vivió desde dentro, como recuerda con lujo de detalles en Filipenses 3, 6.
Habían caído en un perfeccionismo, llegando a tomar la ley como objeto de minuciosos análisis humanos, con prescindencia casi de su dinamismo interpersonal, ya con Dios, ya con los semejantes.
Para darnos una idea de tal distorsión, cuando dialogamos, hemos de echar mano al idioma, que se rige por reglas gramaticales. Pero las palabras, frases, entonación, etc. tienen por objetivo la comunicación entre personas. Si, en lugar de tener presente al interlocutor, se detuviera uno a cada paso, anotando: “Esto es sujeto, aquello verbo. Uso complementos directos e indirectos, frases principales y subordinadas”, estaría arruinando el intercambio social, poniendo en primer lugar un instrumento útil e imprescindible, pero que ha de permanecer en segundo orden, al servicio de la comunicación, no para ocupar el centro del escenario.
Cuentan una broma, que puede servir para ilustrar este exceso. Están implicados un marido y su esposa, ambos célebres profesores de idioma castellano. Un día, la mujer, llegando inesperadamente a su hogar, se encuentra con su consorte abrazando a la sirvienta. Ella exclamó: “Eufemio, me quedo sorprendida.” El culto académico replicó: “No, Ágata, tú estás abochornada, confundida o extrañada. El sorprendido soy yo”. O sea, dejando de lado el penoso fondo de la cuestión, se fue por las ramas, en asuntos lexicográficos.
Así se comportaba también el fariseo de la parábola. Yendo al templo a orar, cosa que supone “diálogo” con Dios, va cambiando poco a poco su discurso en un “monólogo”: “No soy como los demás hombres, pago el diezmo, ayuno.”[5] Cumplía la ley, pero, en lugar de servir como instrumento de comunicación entre Dios y el prójimo, la desfiguró en pedestal para su estrellato ante Dios y desprecio de los otros (“no soy como los demás hombres.”)
Eugenio Zolli, que fuera gran Rabino de Roma, convertido al catolicismo, da testimonio de cuánto lo fastidiaban los estudios rabínicos, de lo que llamaba irónicamente los “grandes temas”, por ejemplo, si se podía comer el huevo puesto por una gallina en día sábado.[6]
Pablo combatirá toda su vida contra esta experiencia amarga: la ley de Dios que, en manos de los hombres, se convierte en “la letra que mata.”[7]
Contra este negro telón de fondo adquiere relieve la libertad, que Cristo nos trajo y pone fin al yugo constituido por estos embrollos legalistas.
Pero, ¿cómo se desarrolla esta acción liberadora? ¿Qué papel le cabe al Espíritu de Cristo?
El proyecto de la “justicia propia”, la planificación personal con la ilusión de poder llevarla a cabo, es sustituido por la renuncia a uno mismo y la apertura radical de la entrega total a Jesucristo. “Por Él he sacrificado todas las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo y estar unido a ÉL, no por mi propia justicia -la que procede de la ley- sino por la que nace de la fe en Cristo.”[8]
Se trata de aceptar sin prejuicios y condicionamientos a Cristo muerto y resucitado, tal como lo presenta el Evangelio. Si nos cerramos a esta oferta, seguimos prisioneros de nuestra ineficiencia, buscando “nuestra justicia”, en la cual “nos servimos” de la ley, para la propia aureola de vanagloria, pero no “servimos” por medio de la ley, ni a Dios ni al prójimo, porque “aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada.”[9]
Al contrario, la apertura permanente de la fe irá haciendo superar el egoísmo como factor determinante de la vida, aquello que Pablo llama “la carne”. “Ustedes demuestran que son carta de Cristo, escrita por intermedio nuestro, no con tinta, sino mediante el Espíritu del Dios viviente; no sobre tablas de piedra, sino sobre las tablas que son sus corazones de carne.”[10]
Pablo, en este texto, tiene como referencia de fondo la gran profecía de Jeremías[11] sobre la “Nueva Alianza” que hará Dios con su pueblo. Allí el mismo Antiguo Testamento da paso al Nuevo. La diferencia consiste en que la ley de Dios no estará sólo grabada en piedras o escrita en pergaminos, sino que se volverá viviente, en el interior de los creyentes, dado que el mismo Dios la inscribiría en los corazones,[12] infundiendo su propio Espíritu en lo íntimo de sus fieles.[13]
Así como, excepcionalmente, algunas personas enfermas necesitan de la caridad de quienes les ofrezcan una transfusión de sangre y hasta trasplante de corazón, en la vida de relación con Dios es general la deficiencia e incapacidad para cumplir sus mandamientos. De ahí que esa fuerza suplementaria y necesarísima se nos interiorice, por medio de la “sangre de la nueva alianza,”[14] en la Eucaristía.
Se desprende de esto otra característica de esta libertad: “No recibieron un espíritu de esclavitud, para volver a caer nuevamente en el temor, sino un espíritu de filiación, que nos hace gritar: ‘Abbá, Padre.’”[15] Somos asemejados al mismo Jesús, que usaba idénticas palabras, cuando oraba a su Padre en Getsemaní.[16] Nos encontramos en una situación alejada del temor servil, que continuamente tenemos que custodiar, para no contaminarla con motivaciones más bajas.
Lo expresaba limpiamente el famoso soneto:
“No me mueve, Señor, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme el ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor de tal manera,
que aunque no hubiera infierno, te temiera,
y aunque no hubiera cielo, te quisiera.”
Ésta es, paradójicamente, una “ley de libertad.”[17] A primera vista, parecieran conceptos y realidades contrapuestos, porque la ley coarta lo que tenemos ganas de hacer espontáneamente. Sin embargo es el elemento más característico que expresa y actúa la novedad de Cristo. Porque, como bien lo expresa H. De Lubac : “La paradoja es la búsqueda o la espera de la síntesis.”[18] Lo cual, aplicado a nuestro tema, quiere decir que esta “libertad en el Espíritu” no consiste en un pase de magia. La situación de filiación (respecto al Padre y los hermanos) no es sólo el nuevo nacimiento, así como no se es padre o madre por el mero hecho de haber engendrado, siendo imprescindible además la posterior educación. Así es como se llega a ser “hijo de Dios”. Hay un punto de partida y otro de llegada. Por eso, Pablo empuja a los tesalonicenses hacia el camino de la ley del Espíritu: “No extingan al Espíritu, no desprecien las profecías, examínenlo todo y quédense con lo bueno. Cuídense del mal en todas sus formas.”[19] Con lo cual previene contra el riesgo de una libertad ilusoria, al practicar engañosamente esa misma ley del Espíritu. Análogamente escribe a los gálatas: “Han sido llamados para vivir en libertad, pero estén atentos a que esta libertad no sea un pretexto para satisfacer los deseos carnales.”[20]
Siempre acecha el riesgo de que la libertad funcione en sentido inverso, opuesto a su naturaleza. Por lo cual es necesario “aprender a ser libre”. Tal cual fue la etapa del camino por el desierto, después de la liberación de Egipto. Como lo expresa compendiosa y certeramente el título que Auzou diera a su comentario al libro del Éxodo: “De la esclavitud al servicio.”[21] La opresión externa, sufrida bajo el Faraón, fue superada por el “nacimiento a través de las aguas” hacia la tierra de promisión. Pero las ataduras interiores necesitaron las pruebas del desierto durante cuarenta años, para ir siendo superadas. No en vano las evoca Pablo , acotando que “todo esto aconteció en figuras, para ejemplo nuestro, a fin de que no nos dejemos arrastrar por los malos deseos.”[22] Los padres hebreos ya no eran esclavos de Egipto, pero lo eran todavía de sí mismos, de sus caprichos y rebeldías.
Así, los corintios eran muy dados a esa libertad en el Espíritu, pero, a la vez embriagados con la ilusión de practicarla enseguida, por un frenesí peligroso. Así fue como consintieron en tolerar un caso de inmoralidad sexual,[23] una propensión a la ciencia que hincha, con menosprecio de la caridad (los cuatro primeros capítulos). Ve el Apóstol en ellos un estado de inflación espiritual fatua: “No se infle uno contra otro.”[24] “La ciencia hincha, el amor edifica.”[25] “El amor no se infla.”[26] Había entre aquellos cristianos de Acaya y la ley del Espíritu, como un diafragma, un obstáculo, que impedía su pleno funcionamiento. Justamente en un intento por favorecer su maduración, tratando de llevar a los corintios al necesario nivel de profundización, Pablo repite algunos de los slogans aproximativos, superficiales, que corrían entre ellos, mostrando cómo la ley del Espíritu y de la libertad debe ser completada. No basta decir: “Todo me es lícito”, sino que se ha de ver también aquello que conviene. “Todo me está permitido, pero no me dejaré dominar por nada;”[27] volviéndolo a repetir tal cual en 10, 23.
De modo que, para permanecer de verdad en la ley del Espíritu, no es suficiente contar con la liberación de todo el conjunto esclavizante de prescripciones, añadidas a la ley por los fariseos. El cristiano puede decir que todo le es lícito, en el sentido que “puede examinarlo todo,”[28] pero esto sería sólo un primer paso de libertad, ya que enseguida sigue allí mismo: “Elijan lo bueno”, porque nadie, ni el cristiano, es “libre de establecer lo que es bueno o malo”. Eso ya ha sido indicado por Dios en la ley natural o revelada.
Sin elevarse a esa conciencia, admitiéndola por convicción, se permanecería en un coqueteo o donjuanismo, tal como era descrita la conducta libertina de Cherubino en “Le Nozze di Figaro”, de Mozart:
“Non più andrai farfallone amoroso,
notte e giorno d’intorno girando,
delle belle turbando il riposo.
Narcisetto, Adoncino d’amor” [29]
Semejante actitud sería fatal, porque llevaría a tomarse cada uno a sí mismo, a los propios caprichos egoístas, como parámetro determinante de su conducta. Así caería en la esclavitud de la carne: “Han sido llamados para vivir en libertad, pero procuren que esta libertad no sea un pretexto para satisfacer los deseos carnales.”[30]
Tanto le urge a Pablo esta profundización, que no duda en hablar de sí mismo. En su vida, tan sufrida y fatigosa, tan llena de imprevistos, de padecimientos y contradicciones, los corintios podrán ver, en síntesis, lo que significa la práctica madura de la libertad y la ley del Espíritu. El apóstol subraya a propósito su estilo de vida, contraponiéndola al modo de comportarse antojadizo de los corintios, justamente para llevarlos a aquel nivel de profundidad, en el que comienza a funcionar la ley del Espíritu y la genuina libertad.
En un vivo diálogo con sus corresponsales se pregunta a sí mismo: “¿No soy libre acaso? ¿No soy apóstol? ¿Acaso no he visto al Señor?”[31] Pablo está presentando sus credenciales más sublimes: Apóstol, vio al Señor, pero encabezándolo todo: “Libre”. Él ya ha hecho entrenamiento en la libertad. Pero, ¿cómo se porta, justamente el que es libre? “Siendo… libre de todos, me hice esclavo de todos.”[32] El ejercicio adulto de la libertad implica el servicio a los demás. Es lo mismo que inculca a los gálatas, según el texto recién citado, que ahora completamos: “Han sido llamados bajo el signo de la libertad, pero estén atentos a que la libertad no se convierta en pretexto para la carne, más bien, háganse esclavos los unos de los otros.”[33]
Compendiando, podemos decir que esta libertad en el Espíritu no se improvisa. Se ha de vigilar siempre para no confundir el estado de prisión en los propios antojos con la libertad genuina. Al contrario, se aprende el arte de la libertad, sólo por medio de una profundización cotidiana, que lleva al cristiano a despojarse cada vez más de sí mismo, dando atención a los demás. Cuanto más el amor a los otros entra en la propia vida, tanto más se practica la ley del Espíritu, más se es libre.
Pero, ¿no es un sueño, una utopía? ¿Se es libre cuando uno se hace esclavo?
Ésta es la esclavitud: el amor hacia todos. “Que la única deuda con los demás sea la del amor mutuo: el que ama al prójimo ya cumplió la ley.”[34] Se trata de una deuda, que es determinada aquí más bien por el deudor que por el acreedor: “El amor no busca lo que es suyo.”[35] Como Cristo, que no buscó su propia complacencia.[36] Pero, ¿es esto posible para nuestra fragilidad? Sí, pues Dios la fortifica, porque “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones, por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado.”[37] Y justamente, “el Espíritu de Dios viene en ayuda de nuestra debilidad porque no sabemos orar como es debido; pero el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inenarrables.”[38]
No hay, pues, excusa posible. Por incapaces que nos sintamos, está a nuestro alcance la vitamina que nos fortifica, siempre que, con humildad y fe, pese a nuestros límites, no dejemos de confiar en la fuerza que sólo nos puede dar el Espíritu de Dios, que nos hace hijos y herederos con Cristo.[39]
Esta libertad, entonces, no es una especie de indiferencia, como una equidistancia entre el bien y el mal, sino la capacidad de amar, de dar con toda la creatividad e iniciativa propia de un amor verdadero. Así se entiende la expresión audaz de San Pablo: “El Espíritu es el Señor,”[40] porque el Espíritu Santo es el artífice en nosotros del amor del mismo Cristo.
En conclusión, y volviendo a los comienzos de estas reflexiones, el cristiano no se precia de una mera “libertad de espíritu”, en un auto-exhibicionismo que se instala por encima del vulgo. Más bien goza de una independencia verdadera, pero para un compromiso de amor.
Es ésta una riqueza incómoda, porque, para disfrutarla, es menester aceptar la fatiga del continuo aprendizaje. Una vida sin Cristo, sin su Espíritu, privada de esta libertad, lejos del amor servicial, podría obtener la comodidad chata y saturada del materialismo consumista, pero resultaría inevitablemente engañosa, justamente porque la vida se mediría por lo que se tiene, no por lo que se es; por cosas, no por personas, o se llegaría a usar de estas últimas, como si fueran objetos.
La “libertad en el Espíritu” no es, pues, el mero afirmarse uno mismo, en un gesto titánico de independencia, a la manera de Prometeo, sino en el lúcido y no menos libre reconocimiento del mendigo o del enfermo, que, confesando su impotencia, no desespera, sino que extiende su mano, implorando a quien puede ayudarlo y sanarlo por dentro. No para volverse una marioneta impersonal en manos del supremo titiritero, sino para colaborar personalmente, lejos de todo asomo de servilismo miedoso, con el único médico capaz de darle la sangre que le hace falta, para poder “caminar en el Espíritu.”[41]
[1] Mateo 10, 20.
[2] Lcucas 12, 12.
[3] 2Corintios 3, 17.
[4] Gálatas 5,1.
[5] Lucas 18, 11-12.
[6] R. L. Breide Obeid, Eugenio Zolli, el rabino que se convirtió a Cristo, en: Gladius, 25;2007; nro. 68, 9.
[7] 2 Corintios 3, 6.
[8] Filipenses 3, 8-9.
[9] 1 Corintios 12, 3.
[10] 2 Corintios 3, 3.
[11] Jeremías 31, 32 ss; retomada por Ezequiel 36, 26 ss.
[12] Jeremías 31, 33.
[13] Ezequiel 36, 27.
[14] 1 Corintios 11, 25.
[15] Romanos 8, 15.
[16] Marcos 14, 36.
[17] Santiago 1, 25
[18] Paradojas y Nuevas Paradojas, Madrid; 1966; nro. 5.
[19] 1 Tesalonicenses 5, 19-20.
[20] Gálatas 5 13.
[21] Gálatas 5 13.
[22] 1 Corintios 10, 1-13. ibid., v. 6,
[23] 1 Corintios 5, 1-2.
[24] 1 Corintios 4, 6.
[25] 1 Corintios 8, 1.
[26] 1 Corintios 13, 4.
[27] 1 Corintios 6, 12.
[28] 1 Tesalonicenses 5, 21.
[29] No más andarás, mariposón amoroso, / dando vueltas de día y de noche, / de las bellas perturbando el reposo / pequeño Narciso, diminuto Adonis de amor.
[30] Gálatas 5, 13.
[31] 1 Corintios 9, 1.
[32] 1 Corintios 9, 19.
[33] Gálatas 5, 13.
[34] Romanos 13, 8.
[35] 1 Corintios 13, 15.
[36] Juan 5, 30.
[37] Romanos 5, 5.
[38] Romanos 8, 26.
[39] Romanos 8, 17.
[40] 2 Corintios 3, 17.
[41] Romanos 8, 4.