negado

José María Iraburu

Adviértase… que si la fuerza sobre-humana del Espíritu es precisa para afirmar la verdad entre los hombres, todavía esa parresía es más necesaria para denunciar y rechazar el error. La historia de Cristo y de la Iglesia nos asegura que la refutación de los errores presentes es mucho más peligrosa que la afirmación de las verdades que les son contrarias, y por tanto requiere mayor fuerza espiritual. Los mártires, en efecto, sufren persecución y muerte no tanto por afirmar las verdades divinas, sino por decir a los hombres que sus pensamientos son falsos y que sus caminos llevan a perdición. […]

En ocasiones, no cumplen, pues, fielmente el ministerio de la Palabra, ni dan plenamente el testimonio de la verdad en el mundo, aquellos Obispos y presbíteros que afirman la verdad, pero que no rechazan con fuerza suficiente los errores contrarios. El vigor profético (parresía), en estos casos, es claramente insuficiente, pues no da de sí para aquello que es mucho más peligroso, es decir, para aquello que propiamente desencadena la persecución por la Palabra: denunciar el error.

No basta, por ejemplo, predicar a un grupo de matrimonios la castidad conyugal –no basta, ¡aunque es ya mucho!–. Es preciso decir además que los métodos artificiales, químicos o mecánicos, que desvinculan amor y posible fertilidad, son intrínseca y gravemente pecaminosos, y que su empleo –a no ser que venga exigido por un fin terapéutico– no puede ser justificado por ninguna intención o circunstancia. En ciertos ambientes, la predicación positiva de la castidad conyugal quizá suscite reticencia o rechazo. Pero es la reprobación firme de los anticonceptivos lo que dará lugar a persecuciones, descalificaciones y marginaciones, lo que vendrá a ser ocasión de martirio, es decir, de testimonio doloroso de la verdad de Cristo. Eso explica hoy que en tantas Iglesias locales sea tan rara la predicación completa –afirmando y negando– de la verdadera espiritualidad conyugal cristiana.

Debemos ser muy conscientes de que no se acaba de manifestar la verdad de Dios en la predicación, si al afirmar ésta, no se señalan y rechazan al mismo tiempo los errores que le son contrarios.

Los profetas no se limitan a afirmar la realidad de un Dios único, sino que denuncian la falsedad de los dioses múltiples y de los ídolos, llegando a ridiculizarlos y a reírse de su vanidad.

Jesús no afirma sólo la primacía de lo interior –“el Reino de Dios está dentro del hombre”–, sino que denuncia el exteriorismo perverso de la religiosidad rabínica –“sepulcros blanqueados” “coláis un mosquito y os tragáis un camello”–. Él no sólo afirma la santidad del Templo, como “Casa de Dios” sino que acusa a los sacerdotes de haberlo convertido en una “cueva de ladrones”. Y por eso a Cristo no lo matan tanto por las verdades que predica, sino por los pecados y mentiras que denuncia. Pero sólo haciendo al mismo tiempo lo uno y lo otro alcanza Jesús a cumplir la misión para la que vino al mundo: “dar testimonio de la verdad” y sólo así consigue salvar a los hombres de la mentira en la que están cautivos.

Ya Jesús anuncia y denuncia a los “falsos profetas, que vienen a vosotros con vestiduras de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces.”[1] Dentro del campo de trigo de la Iglesia, ellos son “cizaña, hijos del maligno. Y el enemigo que la siembra es el diablo.”[2] Éstos son los que “amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” y no querían que fueran denunciadas por la luz.[3]

Los Apóstoles sirven el ministerio de la Palabra divina imitando fielmente el ejemplo de Jesús, tanto cuando hablan a los judíos o a los paganos, como cuando adoctrinan a la comunidad cristiana. San Pablo, por ejemplo, enseña en sus cartas grandes y altísimas verdades de la fe, pero al mismo tiempo denuncia las miserias y errores de los paganos y de los judíos.[4] Y, dentro ya del mismo campo de la Iglesia, dedica fuertes y frecuentes ataques contra los falsos doctores del evangelio, haciendo de ellos un retrato implacable:

“Resisten a la verdad, como hombres de entendimiento corrompido,”[5] son “hombres malos y seductores,”[6] que “pretenden ser maestros de la Ley, cuando en realidad no saben lo que dicen ni entienden lo que dogmatizan.”[7] Y si al menos revolvieran sus dudas en su propia intimidad… Pero todo lo contrario: les apasiona la publicidad, dominan los medios de comunicación social del mundo –que, lógicamente, se les abren de par en par–, y son “muchos, insubordinados, charlatanes, embaucadores.”[8] “Su palabra cunde como gangrena.”[9]

A causa de ellos muchos “no sufrirán la sana doctrina, sino que, deseosos de novedades, se agenciarán un montón de maestros a la medida de sus deseos, se harán sordos a la verdad, y darán oído a las fábulas.”[10] Así se quedan estos cristianos como “niños, zarandeados y a la deriva por cualquier ventolera de doctrina, a merced de individuos tramposos, consumados en las estratagemas del error.”[11] “Pretenden pervertir el Evangelio de Cristo” pero ni siquiera a un ángel que bajara del cielo habría que dar crédito si enseñase un Evangelio diferente del enseñado por los apóstoles.[12]

¿Qué buscan estos hombres maestros del error? ¿Prestigio? ¿Poder? ¿Dinero?… En unos y en otros será distinta la pretensión. Pero lo que ciertamente buscan todos es el éxito personal en este mundo presente.[13] Éxito que normalmente consiguen. Basta con que se distancien de la Iglesia y la acusen, para que el mundo les garantice el éxito que desean.

Y es que, como explica San Juan, “ellos son del mundo; por eso hablan el lenguaje del mundo y el mundo los escucha. Nosotros, en cambio, somos de Dios. Quien conoce a Dios nos escucha a nosotros, quien no es de Dios no nos escucha. Por aquí conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del error.”[14]

En los otros apóstoles hallamos el mismo empeño de San Pablo por denunciar dentro de la Iglesia toda falsificación del verdadero Evangelio.[15]

Misiones y martirio

En la historia de la Iglesia ha habido momentos en que algunas autoridades civiles o eclesiásticas emplearon indebidamente la fuerza para difundir la verdad o protegerla del error. Y en ese sentido el concilio Vaticano II enseña que “la verdad no se impone de otra manera sino por la fuerza de la misma verdad.”[16]

Pero ese principio tendría una falsa interpretación extensiva si se entendiera como que la afirmación de la verdad es suficiente para su difusión, sin que necesite ir unida a la refutación de los errores que le son contrarios.

De hecho, los grandes misioneros que, por obra del Espíritu Santo, fundaron o acrecentaron la Iglesia de Dios en los diversos pueblos, comenzando por el mismo Cristo y los apóstoles, daban “el testimonio de la verdad” en forma total, es decir, no solo predicando la verdad, sino señalando y refutando los errores contrarios.

La tradición misionera de la Iglesia, de la que hoy tantos se avergüenzan, comienza en Cristo, que purifica violentamente la Casa de Dios, convertida en cueva de ladrones, y que denuncia con fuerza irresistible los errores de sacerdotes y doctores de la Ley. Se continúa en Pablo y Lucas, cuando en Éfeso, por ejemplo, dan al fuego un montón de libros de magia.[17] Prosigue en las fortísimas acciones misioneras de un San Martín de Tours en las Galias, donde arriesga su vida abatiendo ídolos y árboles sagrados de los druidas; o en los atrevimientos de San Wilibrordo, que hace lo mismo entre los frisones; o en los primeros misioneros de México, que derriban los “dioses” y los destrozan, ante el pánico y el asombro de los paganos, que pronto se convierten y vienen a la fe y en ella perseveran.[18]

Este modo tan fuerte de afirmar entre los hombres la verdad de Dios, combatiendo con gran potencia los errores que le son contrarios, da lugar, lógicamente, a muchos mártires, comenzando por el mismo Señor nuestro Jesucristo.

Por el contrario, fácilmente se comprende que una predicación misionera que anuncia a Cristo como un Salvador más, y que elogia con entusiasmo las religiones paganas, sin poner apenas énfasis alguno en denunciar sus errores y miserias, no pone, desde luego, en peligro de martirio la vida del misionero; pero tiene el inconveniente de que no convierte a casi nadie. En realidad, es una actividad misionera fraudulenta, que no llega a “anunciar el Evangelio a toda criatura.” […]

Teología y martirio

El método teológico de afirmar la verdad y negar los errores contrarios es igualmente el que siguió la Escolástica en el tiempo de su mayor perfección científica. En cada cuestión –recuérdese la Summa de Santo Tomás– era afirmada en el cuerpo del artículo la verdad, pero antes habían sido expuestas las posiciones erróneas, y después eran éstas refutadas una a una. Sólo así la verdad era expresada y comunicada plenamente a los hombres.

Pues bien, actualmente, en no pocas Iglesias, por falta de parresía, por deficiente espiritualidad martirial, no se niegan suficientemente los errores en el campo teológico.

Con frecuencia, los mismos autores que son ortodoxos denuncian muy escasamente los errores contrarios a las verdades que, gracias a Dios, ellos exponen. Consciente o inconscientemente, temen la persecución que otra actitud pudiera traer consigo. O quizá se ven afectados por la pedantería progresista y liberal, que estima académicamente incorrecta toda refutación de las doctrinas contrarias.

Podemos ver, por ejemplo, autores ortodoxos, especialistas de sagrada Escritura, cristología, moral o de otros campos teológicos que apenas denuncian con clara firmeza, ni refutan vigorosa y persuasivamente, las gravísimas falsedades que se dicen y publican acerca de esas mismas materias que ellos tratan. Sus escritos afirman la verdad, es cierto –que no es poco–, pero ignoran graves errores, como si no supieran que están ampliamente difundidos, o los señalan levemente de pasada, ateniéndose al espíritu de tolerancia que hoy es académicamente correcto. No son, pues, en eso fieles al ejemplo de Cristo y de los santos doctores. Otros hay que, gracias a Dios, son fieles, y casi todos ellos, por supuesto, son mártires. […]

Una notificación tardía

El padre redentorista Marciano Vidal (1937-) publica a partir de 1974 su Moral de actitudes, en tres tomos. Pronto la obra es traducida y publicada en otras lenguas (portugués, 1975ss; italiano, 1976ss), alcanzando así una enorme difusión. La edición italiana de 1994ss, por ejemplo, traduce la 8ª edición española. Pues bien, este autor, que ha publicado otras muchas obras, especialmente sobre la moral de la sexualidad, ha difundido en la Iglesia numerosos y graves errores durante un cuarto de siglo.

Por fin, el 15 de mayo de 2001, una Notificación de la Congregación para la Doctrina de la Fe, después de analizar tres de las principales obras de Marciano Vidal, Moral de actitudes, el Diccionario de ética teológica y La propuesta moral de Juan Pablo II, estima necesario advertir que estos textos “no pueden ser utilizados para la formación teológica”.

En efecto, la moral de Marciano Vidal, afirma la Congregación de la Fe, no está enraizada en la Escritura: “no consigue conceder normatividad ética concreta a la revelación de Dios en Cristo”. Es “una ética influida por la fe, pero se trata de un influjo débil”. Atribuye “un papel insuficiente a la Tradición y al Magisterio moral de la Iglesia” adolece de una “concepción deficiente de la competencia moral del Magisterio eclesiástico”. Su tendencia a usar “el método del conflicto de valores o de bienes” lo lleva “a tratar reductivamente algunos problemas” y “en el plano práctico, no se acepta la doctrina tradicional sobre las acciones intrínsecamente malas y sobre el valor absoluto de las normas que prohíben esas acciones”.

Estos planteamientos generales falsos conducen, lógicamente, a graves errores concretos acerca de los métodos interceptivos y anticonceptivos, la esterilización, la homosexualidad, la masturbación, la fecundación in vitro homóloga, la inseminación artificial y el aborto.

La Congregación de la Fe dice, al final de su Notificación, que “confía” en que el autor, “mediante su colaboración con la Comisión Doctrinal de la Conferencia Episcopal Española,… llegue a un manual apto para la formación de los estudiantes de teología moral”.

Un año más tarde, después de haber dialogado con la citada Comisión, Marciano Vidal declara: “he decidido no hacer nueva edición”. Es lógico. Su obra es absolutamente irrecuperable. No se trata de modificar en ella unos cuantos párrafos, en los que llega a conclusiones abiertamente contrarias a la doctrina católica. Tendría Vidal que reconstruir todo el edificio mental de su moral, desde sus cimientos filosóficos, antropológicos, bíblicos y teológicos. Tarea que para él es prácticamente imposible. Y ad impossibilia nemo tenetur. Nadie está obligado a hacer lo que no puede.

Algunas reflexiones sobre la citada Notificación

La Notificación sobre algunos escritos del profesor Marciano Vidal resulta extremadamente tardía. Puede decirse que en la mitad de la Iglesia, que es de habla hispana, durante un cuarto de siglo, la mayor parte de los estudiantes católicos de teología han tenido como principal referencia los textos de Marciano Vidal –y de otros autores afines–, que hoy se dice “no pueden ser utilizados para la formación teológica”. Muchos de los moralistas formados en los últimos decenios han recibido esas doctrinas falsas y las han difundido ampliamente. Y otros moralistas de orientaciones semejantes –como López Azpitarte, Hortelano o Forcano–, han conseguido con Vidal que en no pocas Iglesias locales la mentalidad moral predominante en sacerdotes, religiosos y laicos esté gravemente falsificada.

El daño producido en la conciencia moral del pueblo católico, muy especialmente en los temas referentes a la castidad, es muy grande. Pero aún más grave es la deformación de las conciencias de muchos católicos por la difusión de esos planteamientos morales, que son falsos no solamente en sus conclusiones, sino en sus mismos principios. La nueva Moral propuesta tiene en su antropología una pésima base filosófica, está lejos de la Biblia y de la Tradición católica, y contraría con frecuencia las enseñanzas del Magisterio apostólico. ¿Qué mentalidades ha podido formar una tal teología moral en los últimos decenios?

La Notificación aludida cae en un campo de trigo en el que durante un cuarto de siglo, “mientras todos dormían,”[19] se ha sembrado con gran abundancia la cizaña. Eso explica que el documento de la Congregación, de hecho, haya sido resistido o menospreciado por muchos, cuya mentalidad ya estaba profundamente maleada por las mismas obras que la Notificación reprueba, y que ésta, en no pocos lugares, al menos donde se ha podido, ha sido silenciada, ocultándola en forma casi total. […]

Una Notificación aún más tardía

El 24 de junio de 1998 la Congregación para la Doctrina de la Fe publica una Notificación señalando los graves errores que están contenidos en varias de las obras del padre Anthony de Mello, S.J. (1931-1987).

“El Autor sustituye la revelación acontecida en Cristo con una intuición de Dios sin forma ni imágenes, hasta llegar a hablar de Dios como de un vacío puro… Nada podría decirse sobre Dios… Este apofatismo radical lleva también a negar que la Biblia contenga afirmaciones válidas sobre Dios… Las religiones, incluido el Cristianismo, serían uno de los principales obstáculos para el descubrimiento de la verdad… A Jesús, del que se declara discípulo, lo considera un maestro al lado de los demás… La Iglesia, haciendo de la palabra de Dios en la Escritura un ídolo, habría terminado por expulsar a Dios del templo” etc.

Con razón la Notificación advierte que este autor “es muy conocido debido a sus numerosas publicaciones, las cuales, traducidas a diversas lenguas, han alcanzado una notable difusión en muchos países”. Es cierto, sin duda. Sus obras han sido ampliamente difundidas durante decenios entre los católicos en seminarios, noviciados, centros teológicos, asociaciones de laicos, parroquias, librerías religiosas, ambientes catequéticos, etc. Parece increíble, pero así ha sido.

Felizmente, once años después de la muerte del Autor –once años después– una Notificación de la Congregación de la Doctrina de la Fe ha considerado oportuno poner en guardia sobre sus enormes errores. Esto hace temer que los errores hoy más vigentes en la Iglesia sean reprobados públicamente dentro de un cuarto de siglo.

Decir estas cosas resulta muy penoso, pero estimo que el bien de la Iglesia presente y de la futura exige a nuestra conciencia afirmarlas con fuerza y claridad.

El Código de Derecho Canónico, por su parte, establece que los fieles “tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia” etc.[20]

Dada la gravedad del tema que trato, creo que en conciencia es un deber manifestar sobre él estas opiniones, que están bien fundadas en el ejemplo de los santos, y que son hoy, por otra parte, profesadas por no pocos viri prudentes.

La multiplicación de las herejías

En su Informe sobre la fe, de 1984, el Cardenal Ratzinger daba una visión autorizada del estado de la fe en la Iglesia, sobre todo en el Occidente descristianizado, y señalaba la proliferación innumerable de las doctrinas falsas, tanto en temas dogmáticos como morales.[21]

“Gran parte de la teología parece haber olvidado que el sujeto que hace teología no es el estudioso individual, sino la comunidad católica en su conjunto, la Iglesia entera. De este olvido del trabajo teológico como servicio eclesial se sigue un pluralismo teológico que en realidad es, con frecuencia, puro subjetivismo, individualismo que poco tiene que ver con las bases de la tradición común.”[22]

Así se ha producido un “confuso período en el que todo tipo de desviación herética parece agolparse a las puertas de la auténtica fe católica.”[23] Entre los errores más graves y frecuentes, en efecto, pueden señalarse temas como el pecado original y sus consecuencias,[24] la visión arriana de Cristo,[25] el eclipse de la teología de la Virgen,[26] los errores sobre la Iglesia,[27] la negación del demonio,[28] la devaluación de la redención,[29] y tantos otros errores relacionados necesariamente con éstos.

Éstos son los errores más graves contra la fe católica; pero actualmente corren otros muchos en el campo católico, referidos a la divinidad de Jesucristo, a la condición sacrificial y expiatoria de su muerte, a la veracidad histórica de sus milagros y de su resurrección, al purgatorio, a los ángeles, al infierno, a la presencia eucarística, a la Providencia divina, a la necesidad de la gracia, de la Iglesia, de los sacramentos, al matrimonio, a la vida religiosa, al Magisterio, etc. Puede decirse, prácticamente, que las herejías teológicas actuales han impugnado hoy todas las verdades de la fe católica.

En todo caso, los errores más ruidosos son los referidos a las cuestiones morales. “Muchos moralistas occidentales, con la intención de ser todavía creíbles, se creen en la obligación de tener que escoger entre la disconformidad con la sociedad y la disconformidad con la Iglesia… Pero este divorcio creciente entre Magisterio y nuevas teologías morales provoca lastimosas consecuencias.”[30]

Estimo, pues, que pueden y deben hacerse tres afirmaciones sucesivas:

  1. Nunca el pueblo católico ha sufrido un cúmulo semejante de dudas, errores y confusiones sobre los temas más graves de la fe. Ha habido en la historia de la Iglesia, en lugares y tiempos determinados, situaciones de grave degradación moral, semejantes o mayores a la actual. También ha habido en ciertas etapas históricas algún error concreto –y grave, como el arrianismo– que se ha difundido ampliamente entre los católicos, antes de ser reducido por la Iglesia a la verdad. Pero no se conoce ninguna época en que los errores y las dudas en la fe hayan proliferado en el pueblo católico de forma tan generalizada como hoy, particularmente en las Iglesias de los países ricos de Occidente.
  2. Nunca, sin embargo, la Iglesia docente ha tenido tanta luz como ahora. Nunca la Iglesia ha tenido un cuerpo doctrinal tan amplio, coherente y perfecto, sobre cuestiones bíblicas, dogmáticas, morales, litúrgicas, sociales, sobre sacerdocio, laicado, vida religiosa, sobre todas y cada una de las cuestiones referentes a la fe y a la vida cristiana. Esta afirmación parece también indudable. Pero entonces, ¿cómo se explica que sufra hoy el pueblo cristiano tan generalizadas confusiones y errores en temas de fe, teniendo la Iglesia actual doctrina tan luminosa y amplia? La respuesta parece obligada:
  3. Nunca se han dejado correr como hoy en la Iglesia tan libremente los errores contra la fe y la moral. No parece que pueda haber otra respuesta verdadera.

La lucha insuficiente contra el error

Es normal que la lucha contra el error sea hoy muy insuficiente en un marco secular imbuido ampliamente de liberalismo, en el que “hay que respetar todas las ideas”; en una cultura que espera el bien común no de la verdad, no del respeto a la naturaleza de los seres y a su Creador, sino de una tolerancia universal, que lo admite todo, menos la intolerancia de unas convicciones dogmáticas; en un tiempo en el que la buena amistad de la Iglesia con el mundo moderno es pretendida por muchos como un bien supremo; en unos tiempos de riqueza, que engendra soberbia, y que generaliza una soberbia hostil a toda corrección autoritativa; en una época que no une suficientemente la verdad ortodoxa a la firme adhesión a la Cruz de Cristo, y que, afectada por el protestantismo, no siente devoción alguna ni por la ley eclesial, ni por la autoridad pastoral, ni por la obediencia, ni por los dogmas, ni por el Magisterio apostólico.

En un tiempo como éste, no pocos hombres de Iglesia han mostrado más celo y respeto por la libertad de expresión que por la verdad ortodoxa. Y no han combatido los errores contra la fe con la fuerza y la eficacia necesarias. Solamente así puede entenderse que en algunas Iglesias locales agonizantes la cizaña del error sea más abundante que el trigo de la verdad. En estas Iglesias ciertos errores doctrinales corren libremente, se han establecido ya pacíficamente; en tanto que algunas verdades de la fe sólo son afirmadas por unos pocos con penalidades martiriales.

Iglesias locales, digo, agonizantes, debido a la abundancia del error. En efecto, la Iglesia universal es indefectible y las fuerzas infernales nunca podrán vencerla. Pero una Iglesia local, que quizá, al paso de los siglos, ha sido capaz de superar tiempos muy duros, persecuciones, y también graves pecados y miserias morales, sean del pueblo o de sus mismos Pastores, en cambio, se tambalea, agoniza, y sucumbe cuando es herida por graves errores en la propia fe católica, que es su fundamento. Las herejías tienen muchísima más fuerza que las inmoralidades para debilitar o matar una Iglesia.

Pero por otra parte, conviene recordar que la Iglesia Católica, a diferencia de otras comunidades cristianas, es en plenitud “columna y fundamento de la verdad.”[31] Por eso el error doctrinal no puede arraigarse durablemente en la Iglesia Católica. Los nestorianos o los monofisitas o los luteranos pueden perseverar durantes siglos en los mismos errores doctrinales. La Iglesia Católica no, ni siquiera en sus realizaciones locales. Una Iglesia local, o pierde su condición de católica, o más pronto o más tarde recupera la verdad católica. Su comunión universal con el colegio episcopal, presidido por Pedro, le asegura su condición de “Casa de Dios, Iglesia del Dios vivo, columna y fundamento de la verdad”.

Los santos combaten “los errores de su tiempo”

La verdad católica fluye siempre de la Escritura y de la Tradición, tal como el Magisterio lo enseña.[32] La verdad católica es, pues, siempre bíblica y tradicional. Ahora bien, la historia de la Iglesia nos presenta como un dato tradicional que los Padres, los santos y los mejores teólogos, así como los Papas, han enseñado siempre la verdad católica, impugnando a la vez “los errores de su tiempo”.

La mayor virulencia del error suele darse, precisamente, en su fascinante novedad. Los errores, cuando se hacen viejos, pierden mucho de su peligroso atractivo. Por eso, el fuego accidental ha de ser apagado al instante, para que no se difunda. Una vez que ha quemado un gran bosque, a veces, él mismo se apaga, porque no queda ya nada por consumir.

San Agustín (354-430), por ejemplo, combatió con todas sus fuerzas contra los errores que su contemporáneo Pelagio (354-427) estaba difundiendo acerca de la gracia. Y así lo hizo, asistido por Dios, para bien de la Iglesia, aunque aquellos errores fueron en un principio aprobados por varios Obispos –Jerusalén, Cesarea, sínodo de Dióspolis (415), e incluso por el papa Zósimo–, pues éstos no habían alcanzado a comprender todavía su grave malicia, al no estar quizá bien informados y al no haber aún una doctrina dogmática de la Iglesia sobre esos temas. Y ejemplos como éste podrían multiplicarse indefinidamente. La impugnación de los errores presentes es un dato unánime de la Tradición católica.

Para comprobar lo que he afirmado basta recordar la información que la Liturgia de las Horas nos ofrece, al hacer una brevísima biografía en la memoria de los santos. Cuando se trata de santos pastores o teólogos, son casi constantes los datos que subrayan que combatieron los errores y las desviaciones morales de su tiempo, y que ello con frecuencia les atrajo grandes penalidades, persecuciones, exilios, cárcel, muerte. Fueron, pues, mártires de la verdad de Cristo, ya que dieron “testimonio de la verdad” con todas sus fuerzas, sin “guardar su vida”. […]

Según esto puede afirmarse que aquellos círculos de la Iglesia de nuestro tiempo, sean teológicos, populares o episcopales, que sistemáticamente descalifican y persiguen a los maestros católicos que hoy defienden la fe de la Iglesia y que combaten abiertamente las herejías, se sitúan fuera de la tradición católica y contra ella. En la guerra que hay entre la verdad y la mentira, aunque no lo pretendan conscientemente, ellos se ponen del lado de la mentira y son los adversarios peores de los defensores de la verdad. También si ellos están entre quienes la predican.

Los santos pastores y doctores de todos los tiempos combatieron a los lobos que hacían estrago en las ovejas adquiridas por Cristo al precio de su sangre. Estuvieron siempre vigilantes, para que el Enemigo no sembrara de noche la cizaña de los errores en el campo de trigo de la Iglesia. En tiempos en que las comunicaciones eran muy lentas, se enteraban, sin embargo, muy pronto –estaban vigilantes– cuando el fuego de un error se había encendido en algún lugar del campo eclesial, y corrían a apagarlo.

No se vieron frenados en su celo pastoral ni por personalidades fascinantes, ni por Centros teológicos prestigiosos, ni por príncipes o emperadores, ni por levantamientos populares. No dudaron en afrontar marginaciones, destierros, pérdidas de la cátedra académica o de la sede episcopal, calumnias, descalificaciones y persecuciones de toda clase. Y gracias a su martirio –gracias a Dios, que en él los sostuvo– la Iglesia Católica permanece en la fe católica. […][33]


[1] Mateo 7,15.

[2] Mateo 13,38-39.

[3] Juan 3,19-20.

[4] Romanos 1-2.

[5] 2Timoteo 3,8.

[6] 2Timoteo 3,13.

[7] 1Timoteo 1,7; 1Timoteo 6,5-6.21; 2Timoteo 2,18; 3,1-7; 4,4.15; Tito 1,14-16; 3,11.

[8] Tito 1,10.

[9] 2Timoteo 2,17.

[10] 2Timoteo 4,3-4.

[11] Efesios 4,14; 2Tesalonicenses 2,10-12.

[12] Gálatas 1,7-9.

[13] Tito 1,11; 3,9; 1Timoteo 6,4; 2Timoteo 2,17-18; 3,6.

[14] 1Juan 4,5-6; +Juan 15,18-27.

[15] 1Pedro 2; 1Juan 2,18-27; 4,1-6; 2Juan 4-11; Apocalipsis passim; Judas, toda su carta.

[16] H. Denzinger-P. Hünermann, El Magisterio de la Iglesia, Herder, Barcelona, 2000, 1.

[17] Hechos 19,17-19.

[18] J. M. Iraburu, Hechos de los apóstoles de América, Fundación Gratis Date, Pamplona 19992, 117-121.

[19] Mateo 13,25.

[20] Art. 212,3.

[21] BAC, Madrid 1985, 10.

[22] p. 80.

[23] p. 114.

[24] pp. 87-89, 160-161.

[25] p. 85.

[26] p. 113.

[27] pp. 53-54, 60-61.

[28] pp. 149-158.

[29] p. 89.

[30] pp. 94-95.

[31] 1Timoteo 3,9.

[32] Dei Verbum 7-10.

[33] José María Iraburu, El martirio de Cristo y de los cristianos, Fundación Gratis Date, Pamplona, Cap. 8, pp. 118-130.