
Néstor Martínez Valls
El R. P. Eduardo López Azpitarte, S.J. ha publicado un artículo titulado «La Evangelium Vitae y el aborto terapéutico» en la revista «Stromata», 58 (2002), pp. 297 – 310. La tesis que se sostiene en dicho trabajo es la licitud del «aborto terapéutico», en los casos en que el feto ha de morir de todos modos, y adelantar su muerte es el único medio por el que se puede salvar la vida de la madre. Así lo dice el autor:
«Me refiero al aborto estrictamente terapéutico, cuando no hay otra alternativa para salvar la vida de la madre que acelerar un poco la muerte irremisible del feto.» (p. 304).
Lo novedoso del caso es que el autor entiende hallar apoyo para su tesis nada menos que en la Encíclica «Evangelium Vitae» de Juan Pablo II. Al análisis de su argumentación en ese sentido dedicamos lo que sigue.
El artículo abunda en consideraciones históricas acerca del valor de la vida y el respeto del quinto mandamiento en la teoría y la praxis de los cristianos desde los primeros siglos. Comienza constatando la intransigencia con que algunos cristianos de los primeros tiempos rechazaban toda muerte, incluso en caso de legítima defensa, o de ajusticiamiento civil, o de servicio militar, para señalar luego, con tono lamentatorio, que finalmente se admitieron muchas excepciones al precepto «no matarás».
No se ve muy bien en principio cómo encaja esta lamentación con el fin principal del trabajo, que es justamente autorizar el quitar la vida a un ser humano ya concebido y además totalmente inocente. Parece ser que se quiere resaltar una supuesta «incoherencia» del Magisterio que por otro lado ha defendido siempre con la máxima intransigencia el derecho a la vida del no nacido. Dice el autor:
«Por eso, llama más la atención la fuerza con que ha defendido siempre su doctrina sobre el aborto. Podría parecer, incluso, que su preocupación por defender la vida desde el momento de la fecundación resultaba más enérgica e insistente que frente a los otros problemas, en los que la existencia humana se encontraba también amenazada». (p. 264).
Aquí, decimos nosotros, la situación es la siguiente: o bien la Iglesia ha hecho mal en admitir esas matizaciones al quinto mandamiento, o no. En el primer caso, también hace mal (y peor) el autor al proponer la licitud del «aborto terapéutico». En el segundo caso, no se ve a qué viene el tono lamentatorio con que son expuestas dichas matizaciones.
¿Se dirá que lo que está mal, en todo caso, es la incoherencia que la Iglesia manifestaría al aceptar matizaciones en otros casos, y rechazarlas absolutamente en el caso del aborto?
Ésta parece ser la opinión del autor cuando acude a un libro de «casos de conciencia» para decir lo siguiente:
«En los libros llamados Casos de conciencia, que aplicaban a la realidad concreta los principios y normas generales de la vida cristiana, llama la atención esta diferencia de criterio. Estaba permitido tirarse desde una torre alta para evitar una violación, aunque la persona muriese por la caída; acribillar a un niño inocente, que el agresor se pone de coraza para evitar ser herido; provocar un atentado en el que un voluntario provoca su muerte para eliminar también a otros enemigos, matar a un demente sin culpa que ponga en peligro la propia existencia, quitarle la vida, si no existe otra forma de defensa, al que pretende cometer una violación. Pero cuando los problemas estaban relacionados con el aborto, la solución se hacía mucho más intransigente» (p. 301).
Ante todo, sin entrar en el análisis de los casos propuestos en la cita, hay que señalar que el autor no cita aquí ningún documento del Magisterio, sino al P. Lumbreras, Casus conscientiae, Studium, Madrid, 1960.
Luego, hay que recordar la diferencia básica que existe entre el caso del aborto, y el caso de legítima defensa ante un injusto agresor. Éste ha perdido su derecho a la vida por el mismo acto con que atenta contra la vida de otro. Por eso el quinto mandamiento se ha entendido siempre en el sentido de «No matarás al inocente», no incluyendo por tanto dentro de él al injusto agresor, lo cual ha hecho posible la admisión de la licitud moral de la legítima defensa, la guerra justa, la pena de muerte, la acción violenta de la fuerza policial.
El autor señala que en el caso del «aborto terapéutico», como arriba se ha dicho, se plantea un problema ciertamente difícil y doloroso, que la teología moral enfrentó usando las categorías del «doble efecto». Dice el autor, explicando dicha doctrina del «doble efecto»:
«Cualquier acción que tuviera como único objetivo eliminar al feto, como la craniotomía, nunca podrá aceptarse. Pero podría permitirse aquella otra intervención que encierra un doble aspecto: liberar a la madre de una situación que amenaza gravemente su vida, aunque al mismo tiempo se provoque la muerte del feto que no se quiere ni pretende.» (p. 306).
Para aclarar un poco la presentación que el autor hace del «principio de doble efecto», recurrimos al Catecismo de la Iglesia Católica:
«1737 Un efecto puede ser tolerado sin ser querido por el que actúa, por ejemplo, el agotamiento de una madre a la cabecera de su hijo enfermo. El efecto malo no es imputable si no ha sido querido ni como fin ni como medio de la acción, como la muerte acontecida al auxiliar a una persona en peligro.»
2263 La legítima defensa de las personas y las sociedades no es una excepción a la prohibición de la muerte del inocente que constituye el homicidio voluntario. «La acción de defenderse puede entrañar un doble efecto: el uno es la conservación de la propia vida; el otro, la muerte del agresor…solamente es querido el uno, el otro no» (S. Tomás de Aquino, s. th. 2-2, 64, 7).»
En cuanto al «aborto indirecto», es decir, a la intervención tendiente a cuidar de la salud de la madre de la cual se sigue la muerte del feto, sin que esta muerte sea querida ni como fin ni como medio, sino solamente prevista, parece estar implícita su aceptación como acción moralmente lícita en la expresión «aborto directo» que aparece en la misma fórmula usada por el Papa Juan Pablo II en la condena del aborto:
«Por tanto, con la autoridad que Cristo confió a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con todos los Obispos – que en varias ocasiones han condenado el aborto y que en la consulta citada anteriormente, aunque dispersos por el mundo, han concordado unánimemente sobre la doctrina – declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente» (Evangelium Vitae, 62).
La cursiva está en el original. Antes ha dicho el Papa, en fórmula semejante:
«Por tanto, con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral». (ibid., n. 57).
No es necesario, por tanto, que el efecto malo sea el «único objetivo» de la acción, como dice el autor, sino que alcanza con que sea querido como fin o como medio, subordinado a otro fin u «objetivo», para que la acción sea intrínsecamente mala y moralmente ilícita.
Por tanto, en cuanto a que la muerte del feto, en esos casos lícitos que supone el autor, «no se quiere ni se pretende», hay que precisar que para que la acción terapéutica sea moralmente lícita no alcanza con que no se quisiera matar al feto, pero se decide matarlo, sino que efectivamente no se ha de poner ninguna acción, como la craniotomía, por ejemplo, que de suyo, intrínsecamente, tienda a la muerte del feto, ni tampoco se puede poner otra acción que no tienda de suyo a ese efecto, pero con la intención de que sí lo produzca, dadas las circunstancias.
Pero por sobre todo, llama a error la equiparación que el autor hace entre «aborto terapéutico» y «aborto indirecto»:
«Como la muerte indirecta siempre se había aceptado en la moral cristiana, algunos insistieron en que el aborto terapéutico no era un atentado directo contra la vida humana» (p. 306).
A continuación de lo cual expone lo arriba dicho sobre el «doble efecto». Pero lo que el autor propone aquí como «aborto terapéutico» no es el «aborto indirecto» según el principio del «doble efecto», sino un caso de «aborto directo», pues propone que se quite la vida al feto como medio para salvar a la madre, pura y simplemente:
«Me refiero al aborto estrictamente terapéutico, cuando no hay otra alternativa para salvar la vida de la madre que acelerar un poco la muerte irremisible del feto.» (p. 304).
El autor no se conforma con aquella doctrina tradicional de la Iglesia acerca del «doble efecto». Dice a continuación:
«Hoy día son muchos los autores que admiten la licitud del aborto estrictamente terapéutico, aunque otros, como ya he dicho antes, lo siguen juzgando como absolutamente inadmisible. Para justificar su moralidad, no acuden a las consideraciones que acabamos de apuntar. Les resulta mucho más razonable aceptar un verdadero conflicto de valores. Entre dejar que las dos vidas se extingan, sin intervenir para nada, o salvar, al menos, una de ellas, aunque lamentablemente se adelante la muerte irremisible de la otra, será siempre preferible la segunda opción». (p. 307).
Hay que decir, ante todo, que la tesis del «conflicto de valores» es incompatible con la moral católica tal como la expone el Magisterio de la Iglesia. En efecto, dicha tesis lleva a aceptar como moralmente lícita, en algunas circunstancias, una acción intrínsecamente mala por razón de su objeto. Pues «conflicto de valores» significa que la persona tiene que elegir entre dos conductas, cualquiera de las cuales es contraria al orden moral objetivo, es decir, a algún valor, y que esa oposición se le plantea sin culpa de su parte, por la naturaleza misma, por así decir, de las cosas: los dos valores en juego han venido a estar en oposición para ese caso concreto.
Contra esto, están las clarísimas palabras del Papa Juan Pablo II en la Encíclica «Veritatis Splendor»:
«Este «teleologismo» (…) puede ser llamado – según terminología y aproches (sic) tomados de diferentes corrientes de pensamiento – «consecuencialismo» o «proporcionalismo» (…) El segundo, ponderando entre sí los valores y los bienes que persiguen, se centra más bien en la proporción reconocida entre los efectos buenos y malos, en vista del «bien más grande» o del «mal menor», que sean realmente posibles en una situación determinada (…) semejantes teorías no son fieles a la doctrina de la Iglesia, en cuanto creen poder justificar, como moralmente buenas, elecciones deliberadas de comportamientos contrarios a los mandamientos de la ley divina y natural (…) «existen actos que por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto»» (n. 75 – 80).
El Papa cita también a su predecesor, Pablo VI:
«En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aún por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien (cf. Rom. 3, 8), es decir, hacer objeto de un acto positivo de la voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social» (Carta Encíclica «Humanae Vitae», n. 14).
Lo que está en juego aquí, entonces, no es un mero bizantinismo. La pregunta acerca de si a una acción de que hecho va a dar lugar de todos modos a la muerte del feto la declaramos directamente querida o sólo consecuencia indirecta de otra cosa buena directamente querida, pone en juego el principio de que no es lícito hacer el mal para que venga el bien, de que el fin no justifica los medios, principio que es negado por la tesis del «conflicto de valores», y sin el cual se viene abajo todo el orden moral objetivo, pues de la negación de dicho principio se sigue que nada es intocable, nada es absoluto, nada es sagrado, todo, hasta lo más execrable, puede ser hecho siempre que se ordene a un fin bueno superior o juzgado como tal.
No hay término medio: o el fin justifica los medios, o no. En la tesis del conflicto de valores, el fin justifica los medios, porque necesariamente se ha de lesionar un valor, es decir, realizar una acción intrínsecamente mala, para preservar el otro, es decir, por un buen fin, y ello es considerado moralmente correcto, es decir, bueno.
Y entonces, si el fin justifica los medios, no hay acción intrínsecamente mala que eventualmente no pueda justificarse por alguna buena finalidad. Eso equivale a negar que existan acciones intrínsecamente malas, porque es imposible que algo exista con una característica que contradice su noción intrínseca, es decir, que algo intrínsecamente malo pueda finalmente resultar moralmente bueno. Y estas acciones en las que el fin justifica los medios resultarían, en esta teoría, moralmente buenas, porque obviamente estos autores presentan como bueno el quitar la vida al hijo para salvar a la madre.
Ahora bien, si no hay acciones intrínsecamente malas, entonces, «todo está permitido», como decía Doestoievsky a propósito de la hipótesis de la no existencia de Dios, y el orden moral no tiene razón de ser, porque no tiene sentido hablar de una «ley moral» que sin embargo en la práctica no tiene porqué llegar a obligar nunca, ya que siempre se pueden encontrar «fines» y razones que justifiquen cualquier cosa.
¿Se dirá que hay objetivamente fines que justifican y otros que no justifican, fines buenos y fines malos, de modo que subsiste aún la objetividad del orden moral? Pero la máxima «el fin justifica los medios» pone el criterio justificatorio precisamente en el fin mismo, en su bondad. Luego, si todavía hay que discriminar entre fines y fines, ya no podrá ser el fin el criterio, porque entonces retrocederíamos al infinito.
¿Qué es entonces lo que hace que unos fines sean buenos y otros no, si no puede ser los fines a los que estos fines se ordenan a su vez? Sólo queda que algunos fines sean intrínsecamente buenos, y otros no, o sea, que sean intrínsecamente malos. Pero si hay fines intrínsecamente malos, es que no pueden ser justificados ni siquiera por su ordenación a un fin bueno superior, y entonces, no es verdad que el fin justifique los medios.
El autor apoya su tesis en cuatro declaraciones episcopales. La primera es de los Obispos belgas, sin indicación de fecha. Dice:
«Cuando dos vidas están en peligro, y después de hacer todo lo posible para salvaguardar ambas, habrá que esforzarse en salvar una de ellas más bien que dejarse (sic) a las dos perderse»
Nótese que aquí los Obipos belgas no dicen que «será lícito suprimir a una de ellas», sino «habrá que esforzarse en salvar a una de ellas». Interpretar lo segundo en el sentido de lo primero es por lo menos arriesgado, dada la importancia y gravedad del tema, que exige gran claridad y precisión en las expresiones, y la instancia de la que procede el documento. De todos modos, reconocemos que el texto, en la cita expuesta, no es todo lo claro que debería ser en la defensa de la vida del no nacido.
Luego viene el Episcopado de Corea del Sur:
«En un caso de extrema emergencia, la vida de quien está por nacer puede ser sacrificada, en el curso de una intervención quirúrgica o de otro tratamiento requerido para salvar la existencia de la madre. Fuera de este caso, ningún pretexto puede constituir motivo suficiente para sacrificar el feto».
Hay que reconocer que este texto, si verdaderamente pertenece a los obispos coreanos, es por lo menos de redacción muy desafortunada. Con esfuerzo se lo podría interpretar benévolamente en el sentido del «doble efecto» («para salvar la existencia de la madre» como finalidad), pero sin que sea claro, tampoco, que sea ése el sentido. En todo caso, si el texto dice que se puede querer directamente, como medio para salvar la vida de la madre, la muerte del hijo, y obrar en consecuencia, entonces se opone, lamentablemente, a la enseñanza clara de la Iglesia Católica expresada por el Papa en la «Evangelium Vitae» y en tantos otros lugares.
Sigue el episcopado Canadiense:
«Estas palabras del Concilio condenan evidentemente el atentado directo a la vida del feto y no aquellas intervenciones que se imponen para salvar la vida de la madre y que, a veces, provocan la muerte del feto, sin quererlo.»
Como se ve, el autor mezcla aquí a estos Obispos canadienses sin razón alguna, ya que lo que ellos expresan es precisamente la doctrina tradicional del «doble efecto», la cual no permite de ningún modo proponerse la muerte del feto como medio para salvar la vida de la madre, que es lo que propone el autor.
Y finalmente, la Conferencia Episcopal Alemana, registrado según el autor en el «Catecismo para adultos» de la misma:
«En casos raros, pero que pueden darse, está en juego tanto la vida de la madre, como la del hijo (indicación vital). Aquí la situación resulta tan dramática que todos los implicados se encuentran ante un grave conflicto personal. Parece que casi no se puede echar mano de las categorías éticas sobre la intangibilidad de la vida. En general, se considera que es inhumana la exigencia ética de dejar que, en tal caso, la naturaleza siga su curso y permitir que mueran ambos: la madre y el hijo. Pero en ese caso excepcional extremo, hay que prestar atención al argumento de aquellos que consideran éticamente sostenible que, de dos vidas insalvables de otro modo, es lícito salvar al menos una, dado que el objetivo de la intervención es salvar la vida.»
Otro texto episcopal cuya redacción es por lo menos desafortunada. «Dado que el objetivo de la intervención es salvar la vida», podría interpretarse en el sentido del «doble efecto», pero también en el sentido de que se puede querer como medio para la salvación de la vida de la madre, la muerte del hijo directamente provocada. Esto último es claramente contrario a la enseñanza de la Iglesia expuesta solemnemente por el Papa en los textos arriba citados.
Por lo demás, el tono general de esta cita del documento de los Obispos alemanes, queriendo al parecer ser comprensivo con la dolorosa situación de las personas involucradas, no es claro en la defensa del derecho a la vida del inocente.
Pero finalmente, el autor tiene esperanzas de hallar apoyo para su tesis ¡nada menos que en la misma encíclica «Evangelium Vitae» de Juan Pablo II!
Los argumentos del autor son los siguientes:
a) en el numeral 55 de la Encíclica se habría realizado una reinterpretación del término «inocencia», por la cual ésta ya no sería interpretada «como si fuese una categoría ética que se pierde por la propia culpabilidad», sino más bien como «una realidad material, al margen de la culpa o responsabilidad del propio individuo».
«Es decir, desde el momento en que con su presencia pone en peligro la vida de alguien, «incluso en el caso de que no fuese moralmente responsable por falta del uso de razón» (n. 55), la persona inocente deja de serlo, aunque nadie pueda condenarla por haber cometido una transgresión culpable.» (p. 309).
Y continúa:
«A partir de esta interpretación, el feto que pusiera en peligro la vida de la madre ya no podría catalogarse como inocente. Si el aborto, como queda definido por el Papa, es «la eliminación deliberada de un ser humano inocente», en este caso faltaría una condición esencial para que se diera el delito. Es la muerte de una persona que no tiene culpa, pero que ha perdido su inocencia al poder provocar, en esas circunstancias dolorosas, la muerte de su propia madre». (p. 309).
¿Qué es, entonces, lo que dice la Encíclica?
«Por otra parte, «la legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia, o de la sociedad». Por desgracia sucede que la necesidad de evitar que el agresor cause daño conlleva a veces su eliminación. En esta hipótesis el resultado mortal se ha de atribuir al mismo agresor, que se ha expuesto con su acción, incluso en el caso que no fuese moralmente responsable por falta del uso de razón.» (EV, n. 55).
Es evidente que el Papa está hablando aquí del «agresor injusto» en el caso en que se trata de alguien que carece de uso de razón, por ejemplo, un demente que ataca a otra persona, y no puede por tanto ser considerado moralmente responsable. La argumentación de Azpitarte consiste en igualar este caso al del no nacido, en los casos de embarazos problemáticos en los que la vida de la madre está en peligro. Ello implica, decimos nosotros, que el feto es «agresor injusto», que ha perdido su carácter de inocente, si bien no es moralmente responsable.
Frente a esto, notemos simplemente una cosa: la Encíclica habla de quien «con su acción» pone en peligro la vida de otro, mientras que el autor dice que el feto «con su presencia» pone en peligro la vida de alguien. En efecto, no se puede atribuir ninguna «acción agresora» al feto que simplemente ha sido traído al mundo sin su voluntad y sin su acción involuntaria tampoco, y que luego es entregado al desarrollo normal o patológico de los ritmos biológicos.
Decía por ejemplo el P. Haring en «La Ley de Cristo»:
«Cuando uno se ve atacado a muerte por un demente o un ebrio, puede defenderse como en cualquiera otra circunstancia; porque no es el pecado subjetivo del atacante, sino la acción objetiva injusta la que da derecho a la legítima defensa, aunque sea matando.» (Haring, La Ley de Cristo, t. III, Herder, Barcelona, 1968, p. 222).
El feto actúa, pero no agrede: la agresión es una acción de suyo, objetivamente, ordenada al mal del prójimo, como un golpe, un disparo de arma de fuego, una puñalada, etc. No basta para ello con una «presencia», o con «acciones» simplemente vitales como la nutrición, etc.
Por lo cual obviamente no se puede utilizar esto como argumento a favor de un presunto derecho de «legítima defensa» de la madre ante el hijo que lleva en sus entrañas, o bien, que en el fondo es lo mismo, de un derecho de la madre a suprimir esa vida que por su «presencia» peligrosa para la vida de la madre habría dejado de ser «inocente».
Sobre todo, porque en la misma Encíclica, en el n. 58, del cual nos permitimos subrayar algunas frases (la cursiva es del texto), dice lo siguiente:
«La gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda su verdad si se reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si se consideran las circunstancias específicas que lo cualifican. Quien se elimina es un ser humano que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto que se pueda imaginar: «¡jamás podrá ser considerado un agresor, y menos aún un agresor injusto!»
¿Cómo puede pensarse que en la misma Encíclica en que el Papa hace esta categórica declaración en defensa del no nacido, esté abriendo la puerta a considerarlo agresor injusto, que «pierde su inocencia» por el hecho de poner en peligro la vida de la madre?
Por otra parte, si aceptamos que quien «con su presencia pone en peligro la vida de alguien» ha perdido la categoría de «inocente» y se hace pasible así de ser muerto en legítima defensa, consideremos las aplicaciones que se pueden hacer de este principio.
Supongamos que una madre queda encerrada con su hijo de tres años en un lugar herméticamente sellado, con oxígeno para una hora, nada más, de lo cual ella es consciente, y que sabe, además, que la ayuda más rápida sólo podrá llegar en una hora y media. El hijo, con su presencia, por el solo hecho de respirar, está condenando a muerte a sí mismo y a su madre.
O bien pensemos en la madre que luego de sufrir un accidente, quedara colgada de una rama al borde de un precipicio, y con su hijo colgando de su otra mano.
Según la definición de Azpitarte, «desde el momento en que con su presencia pone en peligro la vida de alguien, «incluso en el caso de que no fuese moralmente responsable por falta del uso de razón» (n. 55), la persona inocente deja de serlo, aunque nadie pueda condenarla por haber cometido una transgresión culpable.»
¿Podemos concluir entonces que la madre tiene derecho a matar a su hijo para salvar su propia vida? ¿Que el niño ya no está comprendido en la prohibición de matar al inocente, porque ha dejado de ser inocente?
b) El otro argumento de Azpitarte es que al exponer algunas razones que suelen alegarse para el aborto, y que sin embargo, jamás pueden justificar la eliminación del ser humano inocente, el Papa enumera «la propia salud o un nivel de vida digno para los demás miembros de la familia», y no menciona la vida de la mujer, mientras que la fórmula tradicional para referirse al «aborto terapéutico» era «la de poner en peligro la vida o la salud de la mujer». El autor deduce que «aunque no hable explícitamente de su licitud, no se da tampoco una condena expresa, como se hacía en otros documentos anteriores» (p. 310).
Por tanto, al no colocar el riesgo de vida de la madre entre las razones inválidas, el Papa dejaría aquí abierta la puerta, según Azpitarte, para que pudiese ser considerada una razón válida para el aborto.
Pero la ilicitud del «aborto terapéutico» ha sido declarada en términos equivalentes, y en un tono solemne que recuerda, al menos, al de las definiciones dogmáticas, en el pasaje ya citado:
«Por tanto, con la autoridad que Cristo confió a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con todos los Obispos – que en varias ocasiones han condenado el aborto y que en la consulta citada anteriormente, aunque dispersos por el mundo, han concordado unánimemente sobre la doctrina – declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente» (Evangelium Vitae, 62).
Recordemos que el «aborto terapéutico», tal como lo propone aquí Azpitarte, es «aborto directo», pues es querido como medio, para salvar la vida de la madre. Luego, está comprendido en la condena que aquí expresa el Papa.
También hay algunos pasajes durísimos de la Encíclica que hacen referencia al aborto que no dejan lugar a dudas sobre la postura del Papa:
«Entre todos los delitos que el hombre puede cometer contra la vida, el aborto procurado presenta características que lo hacen particularmente grave e ignominioso. El Concilio Vaticano II lo define, junto con el infanticidio, como «crímenes nefandos» (n. 58).
Veamos el texto a que hace referencia Azpitarte:
«Es cierto que en muchas ocasiones la opción del aborto tiene para la madre un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse del fruto de la concepción no se toma por razones puramente egoístas o de conveniencia, sino porque se quisieran preservar algunos bienes importantes, como la propia salud o un nivel de vida digno para los demás miembros de la familia. A veces se temen para el que ha de nacer tales condiciones de existencia que hacen pensar que para él lo mejor sería no nacer. Sin embargo, estas y otras razones semejantes, aun siendo graves y dramáticas, jamás pueden justificar la eliminación deliberada de un ser humano inocente.» (n. 58).
El Papa está hablando en este numeral, como se ve, de las razones que llevan a la madre a recurrir al aborto. Al hacerlo, es lógico que no incluya el riesgo de vida, pues ésta es más bien una decisión que toma el médico, en el trance del parto, que una razón que lleve a la mujer a un consultorio para solicitar un aborto.
Por eso continúa el Papa en el numeral siguiente:
«En la decisión sobre la muerte del niño aún no nacido, además de la madre, intervienen con frecuencia otras personas. Ante todo, puede ser culpable el padre del niño, no sólo cuando induce expresamente a la mujer al aborto, sino también cuando favorece de modo indirecto esta decisión suya al dejarla sola ante los problemas del embarazo:(55) de esta forma se hiere mortalmente a la familia y se profana su naturaleza de comunidad de amor y su vocación de ser « santuario de la vida ». No se pueden olvidar las presiones que a veces provienen de un contexto más amplio de familiares y amigos. No raramente la mujer está sometida a presiones tan fuertes que se siente psicológicamente obligada a ceder al aborto: no hay duda de que en este caso la responsabilidad moral afecta particularmente a quienes directa o indirectamente la han forzado a abortar. También son responsables los médicos y el personal sanitario cuando ponen al servicio de la muerte la competencia adquirida para promover la vida.» (n. 59).
La última frase encierra, obviamente, el caso en que el médico decide matar al hijo para salvar a la madre, es decir, el «aborto terapéutico», al menos si se la lee en coherencia con todo el resto del documento y especialmente los pasajes antes citados.
Luego, es claro que no es posible sacar del pasaje citado por Azpitarte un argumento a favor del aborto directo.
Concluimos que es absolutamente descaminado el intento de Azpitarte de encontrar una justificación en la «Evangelium Vitae» para el aborto directo en ciertos casos. Nos parece que la teología moral, y la teología católica en general, tiene muchísimas y mejores y mucho más urgentes cosas que hacer que plantear una estéril y vana oposición al Magisterio de la Iglesia, que sólo podrá ser recordada por las generaciones futuras como signo de la tremenda decadencia de nuestros tiempos.