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Horacio Bojorge

Primer dia

Os invito a contemplar juntos durante este triduo el emblema del Corazón de María y a meditar en lo que significa.

Un emblema es un conjunto de símbolos. En nuestro caso, el emblema del Corazón de María – tal como lo vemos en nuestra imagen parroquial de Nuestra Señora de la Paciencia o como podemos contemplarlo en otras imágenes de la Dolorosa – consta de estos símbolos: 1) el corazón, 2) las espinas, a veces florecidas de rosas, 3) las llamas de fuego y 4) la espada o las siete espadas.

Las Dolorosas son imágenes del Corazón de María. Aunque haya también imágenes del Corazón de María que no la representen durante la Pasión, como Dolorosa.

Esto es lógico, porque en el Corazón de María están guardados todos los misterios de la Vida de Cristo. No sólo los dolorosos sino también los gozosos y los gloriosos. «María guardaba todas estas cosas en su corazón».

Pero sea una Dolorosa o no, en ninguna imagen del Corazón da María faltan – no deberían faltar – los símbolos que componen este emblema y que hemos enumerado arriba.

En este primer día de nuestro triduo, contemplaremos y meditaremos sobre lo que significa el símbolo del Corazón, a la luz de las Sagradas Escrituras.

El Corazón

El Corazón de María es el primero de aquellos corazones nuevos que pedía el salmista y que prometía el profeta.

«Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» gemía David reconociendo y doliéndose de su pecado y de las inclinaciones torcidas de su corazón pecador (Salmo 50,12). Sabemos que David no hablaba sólo a título personal, sino que, como rey de Israel, hablaba en nombre de su pueblo, en nombre de todo el pueblo elegido. David pedía un corazón nuevo para sí y para su pueblo. Más aún, el Mesías destinado a gobernar las naciones debía tener un corazón capaz de gobernar los corazones humanos y cambiarlos. Por eso, la oración de David pide un corazón nuevo para sí, para su pueblo y para toda la humanidad. O, si se quiere, el David que reza el salmo no es sólo el Rey, sino el David colectivo, el pueblo mesiánico de la Antigua Alianza.

Pero ya sea que se trate de uno o de otro, o de los dos, el suyo es el gemido del pecador que pide a Dios que lo salve de sí mismo, de las inclinaciones torcidas de su corazón. David se hace así el heraldo de un grito universal de todo hombre, de un grito de la Humanidad, que pide a Dios la conversión.

Jesús, el verdadero David, va a enseñar que es precisamente del Corazón del hombre de donde brota lo que lo hace impuro (Marcos 7,6.15.19.21-23). Por eso Jesús, Hijo de David, David verdadero, proclama bienaventurados a los puros de corazón (Mateo 5,8) y se pone a sí mismo como modelo del nuevo corazón: «aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mateo 11,29). El Corazón de Jesús, es el corazón que pedía David para sí y para su pueblo, el corazón nuevo que pide el Hombre. Y la Iglesia, que es ahora el verdadero Israel y el pueblo mesiánico, que es el nuevo pueblo davídico, al orar el Salmo 50, pide un corazón como el de su Maestro y Señor.

En respuesta al pedido de David, Dios había prometido a través de los profetas que renovaría el corazón del pueblo:

«Les daré un corazón para conocerme, pues yo soy el Señor y ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios…volverán a mí con todo su corazón» (Jeremías 24,7).

«Pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo será su Dios y ellos serán mi pueblo…todos ellos me conocerán, del más chico al más grande…cuando perdone su culpa y no vuelva a recordar su pecado» (Jeremías 31,33-34).

«Yo les daré otro corazón y otro camino para que me respeten todos los días…les pactaré una alianza eterna» (Jeremías 32,39-40).

«Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras manchas y de todos vuestros ídolos os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas…vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ezequiel 36,24-28).

Estas promesas, que estaban destinadas a cumplirse en la Iglesia, comenzaron a cumplirse por el Corazón de María. Ese es como el adelantado de aquellos corazones nuevos, pedidos, prometidos y, por fin, concedidos y realizados. El Corazón de María, que existe históricamente – ya que no teológicamente – antes que el de Jesús, es la primicia de estos corazones nuevos con los que Dios quiere pactar su alianza nueva y que son obra de la infusión humanizadora del Espíritu.

Em el Corazón de María, como en su modelo, se conoce cómo son esos corazones. Son corazones que acatan y obedecen, custodian y cumplen la voluntad de Dios. Corazones que dicen SI a Dios. Y que lo hacen, no por sometimiento a una Ley, que aún santísima y dada por mano de Angeles, estaba con todo escrita en tablas de piedra; sino por una adhesión amorosa,por una sintonía espiritual, como la de María cuando responde el Fiat mihi ( hágase en mí) al anuncio del Angel Gabriel.

El anuncio de esta nueva Ley, de este nuevo decreto, de esta nueva alianza, que trae el Angel Gabriel, ya no se graba en piedra, sino en un corazón nuevo, un corazón de carne: el Corazón de María.

Es que el Arcángel Gabriel ha encontrado en María, como antes en Zacarías y en el Profeta Daniel, almas llenas del deseo del Mesías, corazones bien dispuestos, donde estaba inscrito en forma de deseo el designio salvador de Dios.

Estas cosas las comprendió y nos las enseña el evangelista San Lucas. El es el evangelista del Corazón de María, y bien vale la pena ponernos en su escuela para aprender acerca del emblema del Corazón.

Según una antigua tradición, San Lucas habría conocido a María y hasta habría pintado un retrato de ella. En todo caso, nos dejó en su Evangelio un retrato espiritual de María y comprendió que el Corazón de María era la primicia de los corazones nuevos.

Cuando la Iglesia reza el Santo Rosario, medita los misterios, Gozosos, Dolorosos y Gloriosos de la Vida de Cristo. ¿De dónde aprendió la Iglesia esta devoción en la que medita y contempla a Cristo mirándolo con los ojos y el corazón de su Madre? La aprendió de las Sagradas Escrituras y en particular del evangelio según san Lucas. El Rosario es, pues, una devoción bíblica y lucana.

Lo es por varios motivos. Primero, por las oraciones que emplea, tomadas todas ellas de la Escritura: El Padre Nuestro, oración que Jesús nos enseñó (Mateo 6,9-13; Lucas 11,2-4); el Ave María, oración compuesta con el saludo del Angel (Lucas 1,28) y el saludo de Santa Isabel (Lucas 2,42-43); el Gloria, que es un resumen de fórmulas – llamadas doxologías – de las que está sembrado el Nuevo Testamento, especialmente las cartas de Pablo y los demás Apóstoles.

De modo que todas las oraciones vocales que rezamos en el Rosario, son bíblicas y por lo tanto inspiradas por el Espíritu Santo. No hay nada en ellas de invención puramente humana. El Padre Nuestro y el Gloria, se dirigen directamente a Dios. El Ave María, saluda e invoca la intercesión de la Virgen y la bendice, cumpliendo así la profecía, también bíblica e inspirada: «Bienaventurada me llamarán todas las generaciones» (Lucas 1,48).

Pero además, y sobre todo, el Rosario es bíblico , porque el Corazón de María es el maestro del verdadero conocimiento de su divino Hijo. Así lo vió – decíamos – el evangelista San Lucas, que bien merece el título de Evangelista del Corazón de María.

En efecto, es en el evangelio según San Lucas donde aparece el Corazón de María en tres escenas del Evangelio de la Infancia: 1) En la escena del Nacimiento de Jesús; 2) en la Presentación de Jesús en el Templo y 3) en el Misterio de Jesús perdido y hallado en el Templo.

Hay que notar que aunque estos tres misterios los meditemos entre los misterios gozosos, sin embargo, es fácil ver que cada uno de ellos corresponde a uno de los tres grupos de Misterios:

1) El Misterio del Nacimiento, corresponde a los misterios gozosos. Y al narrarlo, Lucas, el único evangelista que lo narra, nos dice que «María, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lucas 2,19).

2) El Misterio del Niño presentado en el Templo, corresponde a los misterios dolorosos. En primer lugar porque el Templo era el lugar donde se ofrecían sacrificios a Dios y tenían lugar las ceremonias de purificación y expiación. En segundo lugar, porque allí, Jesús, como primogénito, debía ser rescatado a precio de sangre. Por él, en efecto, sus padres ofrecieron un par de pichones de paloma. Pero además, en tercer lugar, porque fue en esa ocasión, en la que, como nos cuenta también San Lucas y sólo él, el anciano Simeón le dijo a la Virgen aquellas palabras proféticas, anunciadoras de la Pasión: «Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para señal de contradicción – y a ti misma, una espada te atravesará el alma! – a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lucas 2,35).

Todos los misterios dolorosos de la Pasión están, pues, adelantados y como representados en este misterio gozoso, de la Presentación de Jesús en el Templo.

Notemos de paso, que aquí, Lucas no habla del corazón de María, sino del alma de María. Según la Sagrada Escritura, la tristeza no tiene su asiento en el corazón sino en el alma. Recuérdese por ejemplo cómo el salmista, entristecido, se dirige a su alma y le pregunta: «¿Por qué estás triste alma mía y por qué me conturbas?» (Salmo 41,6.12; 42,5). Y Jesús mismo, para expresar su tristeza en la agonía del Huerto, les dice a sus discípulos: «Mi alma está triste hasta la muerte» (Mateo 26,38).

En lenguaje bíblico, el alma es como el asiento de las pasiones del hombre necesitado, débil, dependiente. En hebreo, alma se dice néfesh. Pero néfesh, significa propiamente garganta, o sea el lugar físico donde repercuten las emociones, tales como la angustia, que proverbialmente «anuda la garganta». Es el órgano del ahogo y del sollozo. Es también el lugar o parte del cuerpo por donde pasan el aire, los alimentos, el agua y las bebidas. Por la garganta se degüella, se estrangula o se ahoga al hombre.

Si nos preguntamos ahora cuál es, en la visión bíblica, la diferencia que hay entre el alma y el corazón, podríamos decir, simplificando: el alma siente, el corazón decide.

Conviene tener en cuenta estas cosas para entender mejor el alcance de las palabras de Simeón: «Una espada de dolor traspasará tu alma» es decir «tu garganta». Sólo que en María, puesto que tiene un corazón nuevo, los sentimientos, su garganta diríamos, está subordinada al corazón. Sus decisiones no provienen de sus emociones. No como sucede con los pecadores, cuyo ser está dividido, de modo que el corazón va por un lado y el alma por otro, el querer está sometido a los sentimientos, el corazón sometido al alma.

3) El Misterio de Jesús perdido y hallado en el Templo, es también uno de esos misterios de la vida de Jesús, del que nos dice San Lucas: «Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (Lucas 2,51).

La correspondencia de este Misterio de la Infancia con los Misterios gloriosos de la Resurrección, la sugieren algunos detalles que San Lucas insinúa en su redacción.

En primer lugar, el Templo – al que Jesús amaba, y por el cual lo consumía el celo de Dios – está íntimamente asociado al cuerpo mismo de Jesús. Cuando en medio de una discusión, Jesús afirmó «destruid este Templo y en tres días lo reedificaré», el evangelista anota que Jesús «hablaba del Templo de su cuerpo» (Juan 2,19-21). Y en el momento más solemne de la vida de Jesús, cuando da testimonio de sí mismo delante del Sanedrín, lo acusan de haber dicho «Yo puedo destruir el santuario de Dios y volver a levantarlo en tres días».

Pues bien, también el Niño Jesús estuvo perdido por tres días y al tercer día lo encuentran sus padres en el Templo. Es un claro paralelismo que sugiere el evangelista con la permanencia de Jesús en el sepulcro y con su resurrección al tercer día.

Resumiendo: La división de las tres coronas del Rosario, en Miterios Gozosos, Dolorosos y Gloriosos, es evangélica y la Iglesia la aprendió del evangelio según San Lucas. Igualmente aprendió de este evangelista que, para conocer a Jesús, lo mejor es ponerse en la escuela del Corazón de María, la cual guardó, meditó y amó a su hijo con y en su corazón inmaculado, lleno de Espíritu Santo.

Por ser este Corazón de María inmaculado, puro, por eso mismo ve y conoce mejor a Jesús. El saludo del Angel: «llena de gracia», quiere decir: santa, sin mancha, sin pecado alguno. Aquí ha visto la Iglesia la referencia escriturística al misterio de la Inmacualada Concepción. No hay nada en María que no esté en gracia. Desde el primer momento de su existencia. Ella fue el Arca de la Alianza y el Templo de Dios, pura en su presencia. Ella recibió – decíamos – el primer corazón nuevo, renovado por el Espíritu, que se había prometido a los profetas. Su corazón sin mancha de pecado original, está en las mejores condiciones de conocer a Jesús: «Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios» (Mateo 5,8). Cuando Jesús pronuncia las bienaventuranzas se pone a sí mismo como modelo de sus discípulos, pero podía tener en cuenta a María, que es la primera discípula.

Corazón de María, escuela del conocimiento de Jesucristo. Sobre el Corazón de la llena de gracia descendió la sombra del Espíritu Santo en el momento de la concepción virginal (Lucas 1,35).

Y el latido de ese corazón fue lo primero que escuchó el Hombre-Dios en el seno de su Madre. El Corazón de María es por lo tanto el testigo privilegiado de la vida de Jesús, en la cual se nos revela Dios. Ella es testigo desde su concepción, hasta el lanzazo del centurión.

No hay conocimiento verdadero de Cristo sino a través de María. Eso es lo que nos dice el Corazón de la Madre en todas las imágenes en que se nos muestra. Aquí, en nuestra parroquia, el corazón de Nuestra Señora de la Paciencia, se muestra atravesado por siete espadas, las espadas de los siete dolores que la placa de mármol, junto a ella, le recuerda al fiel atribulado, que viene a buscar paciencia, fuerza y consuelo a los pies de su madre.

Este templo sería muy frío si no estuviera habitado por estos dos corazones: el de Jesús en el Sagrario, representado por la imagen que Monseñor Ricardo Isasa hizo traer de España. El corazón de María, cuya presencia consoladora allí donde esté el de su hijo, nos recuerda esta imagen, ante la cual llegaron a orar aquellos santos pastores nuestros a quienes perteneció: Monseñor Vera primero y Monseñor Isasa después.

San Ignacio, nuestro patrono, llevaba siempre consigo, entre sus ropas y sobre su pecho, una imagen de la Virgen Dolorosa. Otro título más, para la presencia del compasivo Corazón de María en este templo que patrocina San Ignacio.

En la otra placa de mármol que hay junto a la imagen de Nuestra Señora, están grabados los escudos de los obispos Vera e Isasa, y la fórmula de nuestra entrega filial a María, en un 25 de marzo, fecha en que se le entragara nuestro Patrono. Ojalá que en este triduo, queridos hermanos, nos conceda el Señor la gracia a todos nosotros de grabar indeleble, imborrablemente, la memoria de esa Alianza nuestra con la Madre de nuestro Salvador, para que sea más imborrable aún en nuestros corazones que en ese mármol.

Mañana, con la gracia de Dios, seguiremos meditando sobre los demás símbolos del emblema: el corazón en llamas, coronado de espinas y traspasado por la lanza.

Triduo de la Dolorosa. Segundo Día
Queridos hermanos: Ayer comenzamos nuestra contemplación y meditación del emblema del Corazón de María, centrando nuestra atención en el Corazón mismo.

A la luz de la Sagrada Escritura, veíamos en el Corazón de María la primicia de los corazones nuevos, anhelado por los justos y que Dios prometiera por medio de los profetas. Veíamos en María, la madre y maestra de una nueva humanidad. Corazones nuevos: Hombres nuevos.

Decíamos también que María nos enseña a conocer a Jesús, los misterios de cuya vida ella guardaba y meditaba en su corazón, desde el principio al fin, según nos enseña San Lucas.

Hoy, con la gracia de Dios, vamos a meditar sobre las espinas, el fuego y la espada, que son también símbolos que integran el emblema del corazón de María y que nos dicen algo acerca de la condición de este corazón nuevo, que es el suyo y al que el nuestro se debe parecer.

Para tratar de penetrar en el sentido de estos símbolos, pediremos ayuda a la Sagrada Escritura.

Las espinas

Comencemos por las espinas.

Una asociación inmediata y la más obvia, se establece con la corona de espinas de Jesús. Ciertamente, convenía encontrar la misma corona de espinas que corona al Mesías sufriente, en el Corazón de la Madre del Mesías. Cómo no iba a guardar la Madre esa corona en su corazón. Ambos corazones coronados de espinas, nos hablan de la comunión en el amor y en los padecimientos.

Pero si consultamos las Sagradas Escrituras, vemos aparecer las espinas en varias oportunidades que nos revelan el sentido teológico de las espinas.

Las espinas aparecen por primera vez en la Sagrada Escritura en el relato de la caída de nuestros primeros padres. A consecuencia del pecado, les sobrevienen a Adán y Eva muchas calamidades, que el Señor les anuncia con pesadumbre, ya que su voluntad respecto del hombre y de su vida sobre la tierra había sido muy distinta.

Entre esas calamidades, Dios les anuncia que la tierra producirá espinas: «Por tu causa quedará maldita la tierra…espinas y abrojos te producirá y comerás la hierba del campo; con el sudor del rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra de la que fuiste tomado, porque polvo eres y al polvo volerás» (Génesis 3,18).

La tierra, de la que el hombre ha sido tomado, es alcanzada por las consecuencias del pecado de la creatura que salió de ella. La tierra es alcanzada por la maldición y desde entonces comienza a producir espinas.

En el lenguaje de la Escritura las espinas son, por lo tanto – ahora lo comprendemos – consecuencia del pecado original. Son manifestación del estado de irreconciliación en que quedaron la tierra y el hombre. Esa irreconciliación, que no le permite al hombre vivir fácilmente sobre la tierra, es especialmene evidente en los desiertos, donde éste no puede vivir a causa de la infertilidad del suelo, sobre el cual sólo logran sobrevivir las plantas espinosas, los abrojos, zarzas y espinillos.

La corona de espinas, ya sea la de Cristo en la Pasión, ya sea la que ciñe el Corazón de su Madre, nos habla por lo tanto, del pecado original. Ese drama terrible, al que Jesús vino a poner remedio. Así como Jesús carga sobre sí los pecados del mundo, porta sobre su cabeza, en forma de corona de espinas, la maldición de la tierra, el signo de la irreconcililación entre el hombre pecador, hijo de Adán y Eva, y la tierra de la que fueron tomados. «El era herido por nuestras rebeldías…» (Isaías 53,4).

Las espinas, sin embargo, están trenzadas en forma de corona. Y esto también quiere decirnos algo. Quiere decir que por su pasión, Jesús ha transformado la maldición y el castigo, en un triunfo y en una victoria.

La espada de fuego

Si avanzamos un poco más en la lectura del relato del castigo del pecado en el libro del Génesis, nos encontramos también con una espada de fuego. O, si traducimos a la letra, con «un fuego como espada».

¿Qué relación hay entre esa espada y la que traspasa el alma de la Madre de Jesús?

El relato de los castigos que Dios anuncia, termina con la expulsión del Paraíso, a cuya entrada quedan apostados ángeles con espadas de fuego (o fuego como espada), encargados de impedir el acceso al árbol de la vida. Recordemos el texto: «Y le expulsó el Señor Dios del jardín de Edén para que sirviese al suelo de donde había sido tomado. Y habiendo expulsado al hombre, puso delante del jardín de Edén a los querubines y la llama refulgente de la espada para impedir el acceso al árbol de la vida» (Génesis 3,23-24).

Los querubines, en la Sagrada Escritura, son ángeles. Su nombre significa «bendecidores», pues bendicen a Dios en su presencia. Ellos no sólo están en la Presencia de Dios, sino que son ángeles de la Presencia. Ese es no sólo su privilegio y su lugar, sino también su ministerio, su misión: señalar y visibilizar la Presencia, comunicarla a los hombres. Se los representaba sobre el Arca de la Alianza con las alas desplegadas. Sobre ellos, como sobre un trono, se sentaba el Dios invisible para hacerse presente a su pueblo. Es a estos seres angélicos a los que el Señor les encarga que impidan el acceso al árbol de la vida al arbitrio y la insolencia de los hombres desacatados.

La espada refulgente, o el fuego como espada, es el rayo.

Las espinas, la espada y el fuego, aparecen pues, en este relato del castigo por el pecado original, asociados en un mismo contexto y expresando distintos aspectos del castigo, o de los efectos desastrosos del pecado. El hombre se convierte ahora en un siervo de la tierra, en un esclavo que ha de servirla, ha de labrarla fatigosamente y entre espinas, para cobrar de ella un salario de pan. Pero el árbol de la vida, queda en el Paraíso perdido, inaccesible ahora. Los ángeles de la Presencia, armados del rayo, le vedan al hombre el acceso a la perdida intimidad y convivencia paradisíaca.

Siendo hoy la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, no podemos dejar de abrir un paréntesis, ya que estamos comentando este pasaje de la Sagrada Escritura, para señalar que en la tradición católica, se celebra a la Cruz como Arbol de la Vida. Los textos de la liturgia de la fiesta de hoy lo celebran así, en términos que nos evocan algunos cantos del Viernes Santo. Uno de esos himnos canta:

«Arbol lleno de luz, árbol hermoso,
árbol ornado con la regia púrpura»

Y otro:

«¡Oh Cruz fiel, árbol único en nobleza!
jamás el bosque dio mejor tributo
en hoja, en flor, en fruto…
Dulce árbol, donde la vida empieza
con un peso tan dulce en su corteza.
Tú solo entre los árboles, crecido
para tender a Cristo en tu regazo;
Tú el Arca que nos salva, tú el abrazo
de Dios con los verdugos del Ungido»

A medida que avanzamos en este correlacionamiento de símbolos bíblicos, creo que puede irse advirtiendo que el corazón, el fuego, la espada y las espinas, nos remiten por un lado al castigo del pecado original, pero por otro, al remedio que puso Dios a aquellos males en la Pasión de su Hijo.

Al hacerse hombre, Dios tomó sobre sí las espinas y fue herido por la espada y el fuego. Y es de ese remedio que nos hablan esos símbolos desde el Corazón de nuestra Madre, donde ellos se han convertido, en efecto, de castigo en remedio y de maldición en bendición.

Ya no hay Querubines a las puertas del Paraíso para impedirnos el acceso al Arbol de la Vida, sino que, en la Cruz, Arbol de Vida, se ofrece a nosotros Jesús mismo, como fruto de la ciencia del bien y del mal que da la sabiduría a sus discípulos, y que lejos de celarse se nos da en alimento para hacernos iguales a Dios.

Y junto al Arbol de la Cruz, para tomarnos como hijos y darnos la vida, está María, la nueva Eva que nos da a comer el fruto eucarístico, en vez del fruto de Muerte que la primera Eva le sirvió a Adán.

Los mismos símbolos nos hablan en el Génesis de una cosa y en el Evangelio de la contraria. Allá nos pintan las consecuencias del pecado. Aquí nos hablan de la sobreabundancia de la gracia y de la salvación.

Al mismo tiempo, podemos ir advirtiendo cómo en la Sagrada Escritura, los símbolos están regidos por leyes propias de combinación y de asociación entre sí. Esas leyes pertenecen al modo y al lenguaje en el que el Espíritu Santo quiere hablarnos en las Escrituras.

Cada lengua permite asociaciones y juegos de palabras que no se pueden traducir en otras. Por ejemplo, ya que toca a nuestro asunto, en hebreo hay una relación verbal – y de ahí deriva una vinculación símbólica y semántica -entre la llama y la espada. En muchas culturas se ha notado la semejanza de las llamas de fuego con la hoja de una espada, o también con la lengua del hombre. Es que el fuego destruye y mata, o también devora como decimos en castellano, donde son frases hechas decir «lenguas de fuego» o «lengua afilada».

En hebreo se habla de la lengua de la espada; y se dice que devora, para aludir metafóricamenta a su acción de matar. Y al igual que en castellano, se habla en hebreo de lenguas de fuego. De modo que en hebreo, la palabra lengua se enlaza con la espada y con el fuego y puede asociar a ambos entre sí, por un efecto de triangulación simbólica. Se dice en hebreo que devora el fuego con su lengua o su espada. Se dice también que la espada devora con su lengua, como hace el fuego.

Para hacernos sensibles a ese universo simbólico del texto inspirado podemos recurrir a algunos ejemplos de la Escritura:

Los profetas, inspirándose en textos como los del Génesis, han podido expresar sus amenazas de castigo en estos términos:

«Sobre el solar de mi pueblo
zarza y espino crecerá
y también sobre todas las casas de placer
de la ciudad divertida» (Isaías 32,13).

«La Tierra está en duelo, languidece,
el Líbano está ajado y mustio…
concebiréis forraje, pariréis paja
y mi soplo como fuego os devorará»
(Isaías 33,9.11; ver Lucas 28,31).

«Los pueblos serán calcinados
como espinos cortados
que devorará el fuego» (Isaías 33,12).

El Salmista ve a sus enemigos que lo rodean como un incendio de zarzas: «Me rodeaban como avispas, llameaban como fuego de zarzas, pero yo los corté en el Nombre del Señor» (Salmo 118,12).

David dice que los malvados son como «espinas del desierto» que no son recogidas con la manos sino que se los maneja con el hierro «para quemarlos» (2 Samuel 23,6).

Ezequiel sueña con la paz de los últimos tiempos en estos términos:

«Ya no habrá más, para la Casa de Israel,
espina que punce ni zarza que lastime,
entre los pueblos vecinos que la desprecian»
(Ezequiel 28,24).

Con estos textos quiero señalar a la atención de ustedes, cómo y por qué van asociados el fuego y las espinas en las Sagradas Escrituras.

Los príncipes y los reyes vecinos de Israel, son como fuegos peligrosos por su vecindad. De los pueblos, leemos a menudo en las Escrituras que sale fuego que calcina a otros pueblos vecinos:

«De Jeshbón saldrá fuego
y una llama de la ciudad de Sijón» (Números 21,28).

El profeta Ezequiel entona un canto fúnebre, una elegía por los príncipes de Israel, en estos términos que ya les irán resultando conocidos:

«Tu madre era una vid
plantada a orillas de las aguas.
Era fecunda, exuberante,
por la abundancia de agua.
Un ramo robusto le salió
que llegó a ser cetro de soberano;
su talla se elevó
hasta las mismas nubes.
Era imponente por su altura
y su riqueza de ramaje.
Pero ha sido arrancada con furor,
en tierra ha quedado tendida;
el viento del este ha agostado sus frutos;
ha sido rota,
su ramo robusto se ha secado,
lo ha devorado el fuego.
Y ahora está plantada en el desierto,
en tierra de sequía y de sed.
Ha salido fuego de su ramo,
ha devorado sus sarmientos y su fruto.
No volverá a tener su ramo fuerte,
su cetro real». (Ezequiel 19,10-14).

Como se ve: las espinas, el fuego que devora, el hierro que corta los espinos para arrojarlas al fuego, son en el lenguaje bíblico del Espíritu Santo, los emblemas del castigo. ¿Qué hacen pues en el Corazón de María y de Jesús?

Hay un texto de Isaías que quizás nos permita comprenderlo. Hablándonos del servidor de Dios sufriente, nos dice:

«Creció como un retoño delante de nosotros,
como raíz de tierra árida,
no tenía apariencia ni belleza
ni aspecto que pudiésemos estimar.
Despreciable y desecho de hombres,
varón de dolores y sabedor de dolencias,
como uno ante quien se oculta el rostro,
despreciable, y no lo tuvimos en cuenta.
Y, sin embargo, eran nuestras dolencias
las que él llevaba sobre sí
y nuestros dolores los que soportaba!
Nosotros lo tuvimos por azotado,
herido por Dios y humillado.
El soportó el castigo que nos trae la paz,
y con sus cardenales fuimos curados…
Por sus desdichas justificará mi Siervo a muchos
y las culpas de ellos soportará él.
Por eso le daré su parte entre los grandes…
ya que indefenso se entregó a la muerte
y con los rebeldes fue contado,
cuando él llevó el pecado de muchos
e intercedió por los rebeldes» (Isaías 53).

Quizás podamos comprender mejor ahora, a la luz de este texto, por qué los mismos símbolos nos hablan en el Génesis de una cosa y en el Evangelio de la contraria. Allá de castigo por el pecado, y aquí de salvación del pecado.

Jesús, Siervo Sufriente, tomó sobre sí las espinas, el fuego y la espada. Y María se guardó todo esto en el Corazón.

Cierta vez Jesús dijo: «fuego he venido a traer a la tierra y qué quiero sino que arda» (Lucas 12,49). Pero a sus discípulos que querían pedir fuego del cielo para que destruyera una ciudad inamistosa, Jesús los reprendió: «No sabéis de qué espíritu sois» (Lucas 9,54s). No era el fuego destructor el que Jesús quería y venía a traer. No era con ese fuego con el que deseaba incendiar la tierra, sino con ese otro fuego que vemos consumir los sagrados Corazones.

Del cetro de este Mesías no sale fuego destructor de los enemigos, sino un fuego de amor divino, más fuerte que la muerte y que ni un océano puede extinguir (Cantar 8,6-7).

Con la gracia de Dios, mañana continuaremos nuestra contemplación de estos símbolos a la luz de las Sagradas Escrituras.

Triduo de la Dolorosa. Tercer Día

Queridos hermanos: Venimos meditando y contemplando el emblema del Corazón de María en este triduo preparatorio a la fiesta de Nuestra Señora de los Dolores. Contemplábamos el Corazón, las espinas, el fuego y la espada o las espadas.

Decíamos el primer día, que el Corazón de María es la primicia de los Corazones nuevos, deseados por los justos y prometidos por Dios, por boca de sus profetas, para el tiempo de la Nueva Alianza. Decíamos también, cómo Lucas, el evangelista de la Virgen y del Corazón de María, así lo comprendió y enseñó a la Iglesia. Decíamos que la Iglesia, inspirada por Lucas, aprendió de su evangelio a rezar el Santo Rosario, contemplando los misterios de la vida de Cristo desde el Corazón de la Madre, donde están guardados.

Vimos ayer, cómo las zarzas, espinas, abrojos y espinillos, son símbolos del castigo por el pecado; vimos cómo la espada de fuego impedía el regreso de insolentes o temerarios, al Paraíso perdido, a la Presencia de Dios y al Arbol de la Vida; vimos asimismo cómo Jesús cargó esas maldiciones y castigos sobre sí, para librar de ellos a la Humanidad; vimos cómo los mismos símbolos se convertían así de castigo en remedio, y de maldición en bendición. De modo que los mismos símbolos que nos hablaban en el Génesis de una cosa, nos hablan en el Evangelio de la contraria. Allá nos hablaban de las consecuencias del pecado, aquí nos pintan la sobreabundanciade la gracia y de la salvación.

Jesús y María tienen en sus corazones el fuego, las espinas, la herida de la lanza o las espadas. Decíamos por fin ayer que Jesús como Siervo Sufriente, tomó sobre sí el castigo que merecíamos por los culpables, siendo así que era el único cordero inocente; y que María se guardó todo ese sufrimiento redentor del Hijo en su Corazón Inmaculado.

En ambos corazones brilla el perdón de Dios. Porque ni en el Corazón del Hijo ni en el de la Madre hay lugar a la más mínima sombra de rencor. En ellos arde, puro y sin escoria, el fuego del perdón divino; que quiere consumir al pecado pero no al pecador.

En realidad, a la luz de este fuego y de esta espada, a la luz de esta corona de espinas, nos es posible comprender mejor cómo en los castigos por el pecado original que anunciaba el Génesis no había una reacción de «bronca» divina, sino una profunda pena y la preparación del remedio y de la salvación que vendría con Jesús.

Las zarzas y el fuego

Hoy quiero referirme a dos escenas bíblicas más, en las cuales aparecen las espinas, el fuego y la espada. Son ellas:

1 · La fábula de los árboles que eligieron por rey a la zarza, narrada en el libro de los Jueces, capítulo noveno.

2 · El encuentro de Moisés con Dios en la zarza ardiente del Sinaí, en el libro del Exodo, capítulo tercero.

En el primer texto, la zarza contagia su incendio y devora con su fuego a los árboles de su alrededor. En el otro caso, el fuego que arde en el corazón de la zarza, no la consume. Y es en ese fuego no-destructor donde Dios se muestra a Moisés, expresándose a sí mismo como fuego de amor misericordioso y no como pasión de ira destructora y devoradora. Allí mismo, Dios le manifiesta a Moisés su Nombre: Yo soy el que soy, o quizás mejor: Yo soy el que estaré (con vosotros, o sea el Emmanuel), es decir, el Dios de la Presencia recuperada.

Me da devoción considerar que la zarza ardiente que vio Moisés prefiguraba el misterio de los Corazones de Jesús y de María. Y para tratar de explicárselo o mostrárselo los invito a que comencemos recordando los dos pasajes bíblicos.

1 · Un Rey perverso se entredestruye con un pueblo perverso

En el libro de los Jueces leemos la historia de un hombre ambicioso y malvado, llamado Abimélek, que tras matar a todos sus hermanos porque eran sus rivales para alcanzar un trono, se hace elegir rey de Siquem y de todo Bet-Miló (Jueces 9,1-6). Su hermano menor, llamado Jotám, que había escapado a la matanza, cuando se enteró de la coronación del asesino, subió a la cumbre del Monte Garizim, y desde allí le gritó a la ciudad una fábula. Era en realidad una profecía. Y concluye con una maldición. La fábula le pronostica a la ciudad que el que se han elegido como rey será la causa de su perdición. Oigamos esa fábula. Dice así:

«Los árboles se pusieron en camino para buscarse un rey a quien ungir.

-Dijeron al olivo: ‘Sé tú nuestro rey’.

-Les respondió el olivo: ‘¿Voy a renunciar al aceite con el que gracias a mí son honrados los dioses y los hombres, para ir a vagar por encima de los árboles?

-Los árboles dijeron a la higuera: ‘Ven tú a reinar sobre nosotros’.

-Les respondió la higuera: ‘¿Voy a renunciar a mi dulzura y a mi sabroso fruto, para ir a vagar por encima de los árboles?’

-Los árboles dijeron a la vid: ‘Ven tú a reinar sobre nosotros’.

-Les respondió la vid: ‘¿Voy a renunciar a mi mosto, el que alegra a los dioses y a los hombres, para ir a vagar por encima de los árboles?’

-Todos los árboles dijeron a la zarza: ‘Ven tú a reinar sobre nosotros’.

-La zarza respondió a los árboles: ‘Si con sinceridad venís a ungirme a mí para reinar sobre vosotros, llegad y cobijaos a mi sombra. Y si así no fuera, brote de la zarza fuego que devore a los cedros del Líbano».

Y ahora, decidme, – continuó gritando Jotam – ¿habéis obrado con sinceridad y lealtad al elegir rey a Abimélek? ¿Habéis sido leales con mi padre Yerubbaal que combatió en favor de vosotros? Abimélek, habiendo matado a los hijos de vuestro bienhechor, ha sido coronado rey por vosotros. Pues bien, si habéis obrado bien, que Abimélek sea vuestra alegría y vosotros la suya. Pero si habéis obrado mal – maldijo Jotam – que salga fuego de Abimélek y devore a los vecinos de Siquem y de Bet-Miló. Y que salga fuego de los vecinos de Siquem y de Bet-Miló y devore a Abimélek (Jueces 9,16-20).

La lógica de Jotam es clara. Si el reinado de Abimélek está fundado en la justicia, será feliz. Pero si tiene sus pies hundidos en sangre y violencia, como es el caso, esa misma violencia los entredestruirá.

Los iracundos, en efecto, se entredevoran en su ira. El fuego que sale de la zarza es el mismo que devora a la vez a la zarza y a sus árboles vecinos, a los que se propaga el incendio de las espinas. Abimélek, razona Jotam, es un violento y su violencia os devorará a vosotros. Y de su violencia tendréis que defenderos con violencia.

Al apólogo de Jotam, subyace una enseñanza acerca de los pueblos y de los gobiernos que ellos se eligen, que vendría bien meditar en tiempos de elecciones. Pero no podemos detenernos aquí con ese aspecto, que no interesa a nuestro fin. Lo que nos interesa sobre todo recalcar es cómo las zarzas y los espinos son alimento proverbial de las llamas. Sea porque en ellos se ceba fácilmente el incendio espontáneo, sea porque el hombre se ve obligado a cortarlos y quemarlos.

Leamos ahora el otro texto de la zarza ardiente en el Sinaí.

2 · El Señor se revela en un fuego que no devora las espinas

«Moisés era pastor del rebaño de Jetró, su suegro, sacerdote de Madián. Una vez llevó las ovejas más allá del desierto; y llegó hasta Horeb, la montaña de Dios. El Angel del Señor se le apareció en forma de llama de fuego, en medio de una zarza. Vio que la zarza estaba ardiendo, pero no se consumía. Dijo, pues, Moisés: ‘Voy a contemplar este extraño caso: por qué no se consume la zarza». Cuando vio el Señor que Moisés se acercaba para mirar, lo llamó de en medio de la zarza, diciendo: ‘¡Moisés! ¡Moisés!’. El respondió: ‘Heme aquí’. Le dijo: ‘No te acerques aquí; quítate las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada’. Y añadió: ‘Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob’. Moisés se cubrió el rostro, porque temía ver a Dios» (Exodo 3,1-6).

Razón tenía Moisés en asombrarse y considerar extraño el hecho de que este fuego no devorara la zarza, manjar apetecido por el fuego y los incendios, elemento proverbialmente combustible. El recorrido por textos de la Escritura que hemos hecho ayer y hoy, nos permite también a nosotros compartir su asombro y extrañeza; pero también entender mejor lo excepcional que hay en los sentimientos del amor divino. Dios se muestra a sí mismo en forma de fuego que no devora. Y el fuego que vio Moisés prefiguraba de los Sagrados Corazones. Yo tengo para mí, en efecto, que lo que vio Moisés en el Sinaí, fue el Misterio de los corazones ardiendo en las espinas: el Misterio de la Pasión salvadora, los corazones de Jesús y de María.

La escena de la zarza ardiendo en el libro del Exodo, está a media distancia entre las espinas y las espadas de fuego de los querubines, en el relato del Génesis, y los Corazones ardiendo en las espinas de la Pasión.

Si leemos el texto bíblico en su lengua original, que es el hebreo, el texto se abre a posibilidades de significación múltiples que no siempre es fácil reflejar en las traducciones. Los comentaristas del texto tienen mayores posibilidades que los traductores, de explicar los múltiples sentidos posibles que el autor humano y el Autor divino pueden haber querido darle a un determinado texto. A veces, el autor sagrado intenta positivamente usar expresiones ambivalentes o polivalentes. Y eso es imposible expresarlo en la traducción. Los traductores se ven forzados a simplificar y elegir uno de los sentidos posibles, porque no pueden entrar en explicaciones.

Los rabinos judíos, que comentan directamente el texto hebreo con gran conocimiento de esa lengua y con métodos exegéticos propios, ofrecen luces para entender matices de significación propios que abren al lector diversos planos de interpretación en un mismo texto. Según un dicho rabínico: La Escritura tiene setenta caras. Vale decir: una plenitud de sentidos.

Naturalmente, por las interpretaciones de los rabinos no podemos guiarnos en cosas de fe. Pero sí son atendibles en asuntos filológicos tocantes a la lengua hebrea. San Jerónimo y otros grandes escrituristas y teólogos católicos no han dudado en consultarlos y aprender de ellos en estos campos. Podemos pues acudir a ellos sin temor y con provecho para nuestra fe.

En cuanto a entrar a investigar la lengua original y exponer a los fieles lo investigado, nos anima el dicho de Santa Teresita del Niño Jesús: «Si yo hubiera sido sacerdote, habría estudiado a fondo el hebreo y el griego, a fin de conocer el pensamiento divino, tal como Dios se dignó expresarlo en nuestro lenguaje humano».

3 · Algunas conjeturas interpretativas

En una colección de antiguos comentarios rabínicos sobre el libro del Exodo, llamado Midrásh Éxodo Rabbáh, encontramos un comentario a las palabras de nuestro texto: «Como una llama de fuego en medio de las espinas».

El comentario dice así:

«Otra opinión acerca de ‘a manera de llama de fuego’, dice que estaba (el fuego) a ambos lados de la zarza y encima de ella,igual que el corazón (en hebreo leb) está puesto entre ambas partes del cuerpo y en la parte de arriba».

Según este comentario, el fuego estaba dentro de la zarza como un corazón; era como el corazón ígneo de la zarza. O también, el fuego ardía en el corazón de la zarza. En todo caso, los rabinos son sensibles a relacionar en este texto los diversos símbolos del texto, los mismos de nuestro emblema.

El famoso comentarista medieval judío Rabbí Salomón Isaac, más conocido como el Rashí, comenta así nuestro pasaje:

«En una llama de fuego» (en hebreo: belabbat ‘esh): Es el corazón (leb) del fuego. Expresión al estilo de: ‘En el corazón del cielo’ (Deuteronomio 4,11), ‘el corazón de la encina’ (2 Samuel 18,14) que significa: en medio de.

Y no te extrañes de que diga labbat por leb, (con tau final), porque hay otro ejemplo de eso en Ezequiel 16,30: ‘¡Oh! ¡Qué frágil es tu corazón’ (libbatekha)»

Según este autorizadísimo rabino, en nuestro texto podemos leer que Moisés vio a Dios «en el corazón de la llama o del fuego» (belibbat ‘esh). O como vimos, según los otros rabinos antes aludidos, el pasaje puede interpretarse como «el fuego ardía en el corazón de la zarza».

Creo que siguiendo el consejo de Jesús, que recomendaba a todo escriba instruido en el Reino de los cielos sacar de su tesoro lo nuevo y lo viejo, me está no sólo permitido sino de alguna manera indicado, transitar este camino de la exégesis rabínica, adoptando su hermenéutica, aunque yendo más lejos que ellos, y en la dirección de mi fe. Por este camino, leo en el texto:

«Y se dejó ver el Angel de Dios a él en forma de corazones de fuego» (belibbót ‘esh).

Y también, ambivalentemente:
«En forma de lengua de fuego»
«En forma de espada de fuego»
«En forma de corazones de hombre» (belibbot ‘ish).

«De en medio de la zarza» (mitok hasenéh)

Y también, ambivalentemente:

«De en medio del odio» (mitok hasin’áh).

Es decir, en otras palabras, «corazones de fuego, que arden en medio del odio sin consumir a los que los odian».

Y así hemos llegado, queridos hermanos, al final de nuestra contemplación, en este último día de nuestro triduo.

Hemos contemplado el emblema del Corazón de María, coronado de espinas, ardiendo en medio de ellas y traspasado por la espada.

Para bucear en el sentido y el significado de los símbolos que componen ese emblema, hemos pedido ayuda a la Sagrada Escritura, orientados en esa consulta por los comentarios de los Santos Padres, sin deseñar el aporte de los comentarios rabínicos.

Los símbolos no lo dicen todo. Expresan algo y ocultan quizás otro tanto. Quedarían, por lo tanto, muchas otras cosas por buscar, por explicar y aclarar. Me doy por satisfecho si el recorrido por los textos de la Escritura ha sugerido algo a nuestro espíritu; si he logrado poner en común con ustedes algo de lo que me da vueltas dentro del corazón cuando vengo a ponerme delante de nuestra imagen parroquial de Nuestra Señora de la Paciencia.

Esta imagen tiene sobre mí el efecto que Dimas Antuña, nuestro teólogo laico uruguayo, mi querido maestro tan grande como desconocido, pedía que tuviese la imagen de San José que su amigo escultor intentaba tallar:

«Que la imagen tenga algo de grande, de simple; algo que detenga. Una imagen para ahuyentar las devociones interesadas. Que el devoto entre a la Iglesia para pedir (para sí) cosas temporales o egoístas» y en vez de pedir lo que venía a pedir, en este caso por sus propias aflicciones y pesares «sea detenido por la paz» de esta imagen y «pida oración, conocimiento del propio

pecado y de la misericordia divina, y desprecio del mundo. Una imagen que detenga el corazón blando, sucio y sentimental de nuestra época» (Carta a un Escultor).

Una imagen – diría yo – que nos remita con símbolos elocuentes a los misterios centrales de nuestra fe. Como es, felizmente, la imagen de Nuestra Señora de la Paciencia que se venera en este templo de San Ignacio de Loyola.

14 al 16 Setiembre 1994.