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Daniel Iglesias Grèzes

Nos enfrentamos hoy a un nuevo intento de legalización del aborto en el Uruguay. El proyecto de ley denominado eufemísticamente «de Defensa de la Salud Reproductiva», que está siendo estudiado actualmente por el Parlamento, establecería una completa libertad de abortar dentro de las primeras doce semanas de embarazo, prácticamente por la sola voluntad de la madre. Dejando de lado por esta vez otros aspectos importantes y nefastos de este proyecto de ley (como por ejemplo la absoluta desestimación del rol del padre y la profunda falta de respeto a la objeción de conciencia individual e institucional), nos concentraremos en el núcleo del asunto, refutando cuatro de los argumentos favoritos de los partidarios de la legalización del aborto (en adelante, «proabortistas»).

I. Presentación de las objeciones

1. Presentación de la objeción basada en la libertad de elección 

Todo ser humano tiene derecho a disponer con absoluta libertad de su propio cuerpo.
El embrión y el feto hasta las doce semanas de embarazo son parte del cuerpo de la mujer embarazada.
La mujer embarazada tiene derecho a disponer con absoluta libertad del embrión y del feto hasta las doce semanas de embarazo.

2. Presentación de la objeción basada en el riesgo sanitario 

La ley debe minimizar a toda costa los riesgos sanitarios que correrán las mujeres que decidan someterse a abortos.
La ilegalidad del aborto impulsa a las mujeres a someterse a abortos clandestinos en condiciones de riesgo, lo cual provoca muchas muertes entre ellas.
Se debe legalizar el aborto para evitar las muertes de mujeres que se someten a abortos clandestinos.

3. Presentación de la objeción basada en la aceptación generalizada 

No se debe considerar ilegal ninguna práctica generalizada y aceptada por la sociedad.
El aborto es una práctica generalizada y aceptada por la sociedad.
Se debe legalizar el aborto.

4. Presentación de la objeción basada en la laicidad del Estado

En un estado laico no debe haber leyes fundadas en dogmas religiosos.
La ley que prohibe y penaliza el aborto está fundada en los dogmas de la fe católica.
En un estado laico se debe despenalizar y legalizar el aborto.

II. Refutación de las objeciones

1. Refutación de la objeción basada en la libertad de elección 

Las dos premisas de este silogismo son falsas, por lo cual el razonamiento carece de validez.

El ser humano no siempre tiene derecho a disponer libremente de su propio cuerpo. Por ejemplo: Tiene derecho a hacerse extirpar el apéndice en caso de apendicitis, pero no tiene derecho a amputarse una oreja por puro capricho. La premisa mayor en cuestión procede de una ideología individualista radical, que aplica al propio cuerpo la falsa noción de un derecho absoluto a la propiedad privada, no sujeto a ninguna obligación moral interpersonal.
Es una verdad científicamente demostrada que el embrión (o el feto) no es nunca una parte del cuerpo de la mujer embarazada, sino que desde el mismo momento de su concepción es un ser humano distinto del padre y de la madre. El embrión no es un ser humano en potencia sino un ser humano en acto (embrionario en acto y adulto en potencia). Si alguien todavía dudase de esta evidente verdad biológica, le recomendamos que piense en la (inmoral pero real) fecundación in vitro: Si el embrión concebido naturalmente es parte del cuerpo de la madre, el embrión concebido in vitro, ¿de quién es parte? ¿De la probeta o del freezer? Y si el embrión (luego feto) es un ser humano, necesariamente es también una persona humana y tiene toda la dignidad y los derechos que le corresponden a cualquier persona humana.

2. Refutación de la objeción basada en el riesgo sanitario

Las dos premisas de este silogismo son falsas, por lo cual el razonamiento carece de validez.

El fin supremo perseguido por la ley es el establecimiento de un orden social justo, no la minimización a cualquier precio de los riesgos que correrán las personas que decidan llevar a cabo actos homicidas, aun con peligro de su propia vida. Si bien el aborto clandestino puede ser un poco peligroso para la madre, el aborto legal es más que peligroso para su hijo. Recordemos siempre que éste es inocente y que no cabe tratarlo como un injusto agresor. Aplicando análogamente la premisa mayor en cuestión a otros delitos llegaríamos a conclusiones absurdas, como por ejemplo el reconocimiento de una supuesta obligación de legalizar los robos para evitar los riesgos a los que se exponen los ladrones en sus esporádicos enfrentamientos con los policías.
Por otra parte, es evidente que la legalización del aborto implicaría un aumento importante de la cantidad de abortos y por lo tanto de la cantidad de homicidios. Además aumentaría mucho la cantidad de mujeres víctimas de la depresión post-aborto, lo cual implicaría un aumento del número de suicidios. Es muy probable que este aumento de los suicidios superase a la posible disminución de las muertes por complicaciones sobrevinientes a abortos clandestinos.

Lo que determina a algunas mujeres a someterse al riesgo de los abortos clandestinos no es la ley que prohibe el aborto sino su libre decisión de matar a los hijos que llevan en su seno. Por lo demás, aunque la muerte de mujeres como consecuencia de abortos clandestinos es una realidad muy lamentable, la incidencia de esta causa de muerte es sumamente baja en términos cuantitativos (la cantidad total varía entre 0 y 10 muertes por año en el Uruguay), lo cual lleva a pensar que la mayoría de los abortos clandestinos no se realiza en condiciones de riesgo.
Por otra parte no es seguro que la legalización del aborto produzca una disminución del número de abortos clandestinos. Hay muchas clases de mujeres que seguirían recurriendo a abortos clandestinos: Extranjeras, menores que no logren la aprobación de sus padres, mujeres que no quieran dejar un registro de su aborto, mujeres con más de doce semanas de embarazo, etc. La aplicación coherente de este argumento proabortista debería conducir a eliminar también estas últimas restricciones legales, permitiendo el «turismo con fines abortivos», la realización de abortos a menores sin consentimiento de sus padres, la eliminación de los registros de abortos legales, la legalización del aborto hasta el último día del embarazo, etc. El absurdo de estas consecuencias demuestra el absurdo de la premisa de la cual ellas derivan.

3. Refutación de la objeción basada en la aceptación generalizada

Las dos premisas de este silogismo son falsas, por lo cual el razonamiento carece de validez.

El hecho de que una práctica delictiva esté muy extendida en una sociedad o incluso de que sea aceptada por la mayoría de la población no implica necesariamente que el Estado deba despenalizarla ni mucho menos que deba dejar de considerarla un delito. Piénsese por ejemplo en el contrabando en pequeña escala, en los sobornos en determinados ámbitos o en los robos de pequeña magnitud; si en estos casos no se puede aplicar la premisa mayor de este argumento, menos aún es posible hacerlo en el caso del aborto, que es un delito mucho más grave, puesto que atenta contra el primero de los derechos humanos, el derecho a la vida. En una sociedad democrática los derechos humanos no nacen ni mueren por el voto de la mayoría sino que son inherentes a la naturaleza humana. La tarea del Estado democrático no es crearlos sino simplemente reconocerlos, defenderlos y promoverlos. Una ley positiva que violara estos derechos sería inconstitucional e inválida.
El aborto no es en el Uruguay una práctica socialmente generalizada y aceptada. Dado que a veces los antiabortistas han caído en el error de aceptar acríticamente la validez de las estadísticas «prefabricadas» acerca del aborto, es necesario subrayar con fuerza que en todo el mundo los proabortistas manejan habitualmente estadísticas de abortos muy exageradas, fraguadas para crear la falsa impresión de que la gran mayoría de las mujeres recurre al aborto en algún momento de sus vidas y de que la legalización del aborto no aumentaría la ya altísima cantidad de abortos. Los proabortistas suelen afirmar, sin ningún fundamento serio, que hay 50.000 o hasta 100.000 abortos anuales en el Uruguay; estas cantidades son sencillamente absurdas, dado que Uruguay es un país de 3,3 millones de habitantes con una población bastante envejecida.
Otra estrategia habitual de los proabortistas en todo el mundo es recurrir a estadísticas sesgadas que pretenden hacer creer que la gran mayoría de la población está de acuerdo con una legalización total del aborto, cuando en realidad la mayoría se opone totalmente al aborto o bien lo acepta sólo en determinados casos relativamente poco frecuentes (riesgo de muerte de la madre, malformación del feto, violación). Recordemos que una ley vigente en Uruguay desde hace más de 60 años ya permite (desgraciadamente) la realización de abortos legales en esos tres casos concretos.

A partir de estas falsas estadísticas y encuestas los proabortistas pretenden concluir que reprimir el aborto es una tarea imposible y una hipocresía, porque quienes lo condenan en público supuestamente lo practican en privado. Todo esto es radicalmente falso: Si se quiere, el aborto puede ser combatido eficazmente combinando la educación (sobre todo «del lado de la demanda») y la represión (sobre todo «del lado de la oferta»). Los padres y madres que consienten en provocar un aborto son culpables, aunque a veces tienen atenuantes (por ejemplo, la ignorancia sobre la naturaleza homicida del aborto); pero mucho más culpables que ellos son los médicos que lucran con un negocio infame, pervirtiendo su noble profesión. También tienen su parte de responsabilidad los poderes del Estado, que por omisión dejan actualmente impunes la mayoría de esos crímenes.

4. Refutación del argumento basado en la laicidad del Estado

La premisa mayor de este silogismo debe ser matizada y la premisa menor es falsa, por lo cual el razonamiento carece de validez.

Habría mucho para decir acerca de esta premisa mayor, pero aquí no podemos detenernos en ella. Bástenos decir que la Constitución de la República Oriental del Uruguay establece que el Estado no profesa religión alguna y comentar que no es lícito identificar la no confesionalidad del Estado (compatible con una alta valoración del fenómeno religioso en general y de las raíces católicas de nuestra Patria y de nuestra civilización en particular) con un laicismo militante y hostil a la religión, que procura suprimir su influencia en los asuntos públicos y reducirla a una esfera puramente privada. El dualismo esquizofrénico público-privado de un cierto liberalismo secularista proviene de una falsa antropología que no toma en serio la unidad radical del ser humano ni su índole social: El hombre es siempre inseparablemente individuo y miembro de la sociedad y se manifiesta ineludiblemente como lo que es.
Con esta importante salvedad y con un poco de buena voluntad para «salvar la proposición del prójimo» podemos dejar pasar provisionalmente esta premisa mayor y concentrarnos en la menor, lo cual será suficiente a los efectos de este artículo.

La ley que prohíbe y penaliza el aborto no está fundada en los dogmas de la fe católica, sino en el orden moral objetivo, que todo ser humano (cualquiera que sea su religión) puede conocer por medio de la recta razón.
Otra de las estrategias favoritas de los proabortistas es la de «confesionalizar» el debate sobre el aborto, catalogando a los antiabortistas como católicos intolerantes, que pretenden imponer sus creencias religiosas a todo el resto de la sociedad. Esto representa una profunda tergiversación del debate. La oposición católica a la legalización del aborto no brota únicamente de dogmas religiosos sino ante todo de dos verdades evidentes: una verdad científica (el embrión humano es un ser humano desde su concepción) y una verdad moral (no se debe matar a ningún ser humano inocente), ambas compartibles por personas no católicas o no cristianas y de hecho compartidas por muchas de ellas. Para reconocer la inmoralidad del aborto no es necesario profesar la fe cristiana, sino que basta reconocer la ley moral natural inscrita en la conciencia de cada hombre, uno de cuyos preceptos fundamentales es amar y respetar la vida humana.

Los católicos tienen tanto derecho y tanto deber como cualquier otro ciudadano de combatir la gravísima injusticia del aborto mediante argumentos puramente racionales. El hecho de que además su propia fe sobrenatural los impulse a reconocer a los niños no nacidos no sólo como animales racionales sino también como seres creados a imagen y semejanza de Dios y llamados a ser hijos de Dios, no suprime en modo alguno la racionalidad de sus demás argumentos antiabortistas sino que la complementa y perfecciona. Pensar lo contrario equivaldría a sostener que un católico, por el mismo hecho de ser católico, quedaría incapacitado para intervenir en los debates políticos acerca de cualquier asunto con profundas implicaciones éticas. Si alguno de los proabortistas tiene ese prejuicio anticatólico, sería bueno que se sincerara y se animara a expresarlo claramente.