Teresita de Lisieux
Fragmento de la “Historia de un Alma”, de Santa Teresita del Niño Jesús y la Santa Faz
La Santa acaba de narrar cómo se encontraba sumida en una gran desolación y oscuridad espiritual, hasta que en un sueño tuvo la visión de una de las fundadoras de la Reforma del Carmelo, la Venerable Ana de Jesús, que fue consejera de Santa Teresa de Avila, dirigida espiritualmente por San Juan de la Cruz, y que introdujo la Reforma carmelitana en Francia. Ella le dice en la visión a Teresita que Dios esta muy contento con ella. Transcribimos la continuación del texto.
¡Oh Jesús!, mandasteis a los vientos y al mar y sobrevino una gran bonanza.[1]
Al despertar, creía, sentía, que hay un cielo, y que este cielo esta poblado de almas que me aman y miran como hija. Esta impresión quedo grabada en mi alma, y fue para mí tanto mas dulce cuanto la Venerable Madre Ana de Jesús me había sido hasta entonces, casi me atrevo a decirlo, indiferente; nunca la habla invocado, ni me acordaba de ella, sino cuando la oía mencionar, lo cual no era a menudo.
Ahora sé que yo no le era indiferente, y esta idea acrecienta mi amor, no sólo a ella, sino a todos los bienaventurados habitantes de la patria celestial. ¡Oh amado Bien mío! Esta gracia no era más que el preludio de las muchas y grandísimas que me habíais de conceder mas tarde; consentid que os la recuerde hoy, y perdonadme si desvarío al intentar exponer una vez más mis casi infinitos deseos y esperanzas… Perdonadme y sanad mi alma, Médico divino, dándole lo que espera.
Debería contentarme, Jesús mío, con ser vuestra esposa, con ser, por mi unión con Vos, la Madre de las almas; todo esto debería bastarme. Sin embargo de ello, siento en mí otras vocaciones: siento vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir… Quisiera ejercitar las obras más heroicas, me siento con el valor de un cruzado, quisiera morir en un campo de batalla por la defensa de la Iglesia.
¡La vocación de sacerdote! Oh, Dios mío, con qué amor os llevaría en mis manos, cuando a mi voz descendierais a ellas desde el cielo! ¡Con qué amor os daría a las almas! Pero, aunque deseando ser sacerdote, admiro y envidio la humildad de San Francisco de Asís y me siento capaz de imitarle, rehusando la sublime dignidad del sacerdocio. ¿Cómo, pues, juntar estos contrastes?
Quisiera iluminar a las almas como los profetas y los doctores. Quisiera recorrer la tierra predicando vuestro Nombre y plantar, Amado mío, en tierra infiel vuestra gloriosa cruz. Mas no me bastaría una sola misión, pues desearla poder anunciar a un tiempo vuestro Evangelio en todas las partes del mundo, hasta en las más lejanas islas. Quisiera ser misionera, no sólo durante algunos años, sino haberlo sido desde la creación del mundo y continuar siéndolo hasta la consumación de los siglos.
Mas ¡ay! sobre todo quisiera el martirio. ¡El martirio! Este ha sido el sueño de mi juventud; sueño que ha crecido conmigo en la celdita del Carmen. Pero esta es otra de mis locuras; no deseo un solo género de suplicio: para satisfacer mis anhelos, necesitaría padecerlos todos…
Como Vos, adorado Esposo de mi alma, quisiera ser azotada, crucificada… Quisiera morir despellejada como San Bartolomé; como San Juan, desearía que me sumergieran en aceite hirviendo; ser pulverizada por los dientes de las fieras, como San Ignacio de Antioquía, a fin de llegar a ser pan digno de Dios. Con Santa Inés y Santa Cecilia, quisiera ofrecer mi cuello a la cuchilla del verdugo, y como Juana de Arco, pronunciar el nombre de Jesús en una vivísima hoguera.
Si pienso en los tormentos atroces que padecerán los cristianos en tiempo del Anticristo, se estremece mi corazón; quisiera que se reservaran para mí aquellos tormentos. ¡Abrid, Jesús mío, el libro de la Vida, donde están consignadas todas las acciones de vuestros Santos: todas ellas quisiera haberlas yo llevado a cabo por vuestro amor!
¿Qué responderéis a todas mis locuras? ¿Existe en la tierra un alma más pequeña é impotente que la mía? Con todo, esta misma debilidad os ha movido a realizar mis pequeños deseos infantiles, y os hace colmar hoy otros deseos más grandes que el universo…
Constituyendo estas aspiraciones un verdadero martirio, abrí un día las Epístolas de San Pablo para buscar algún remedio a mi tormento. Ofreciéronseme a la vista los capítulos XII y XIII de la Epístola Primera a los Corintios. Leí que todos no pueden ser a un tiempo apóstoles, profetas y doctores, que la Iglesia esta compuesta de diferentes miembros y que el ojo no puede ser al mismo tiempo la mano.
La respuesta era muy clara, pero no colmaba la medida de mis deseos, no me infundía la paz. Descendiendo entonces a las profundidades de mi nada, me elevé tan alto, que pude lograr mi deseo.[2] Continuando mi lectura sin desanimarme, hallé este consejo que me consoló: Buscad con ardor los dones más perfectos; pero todavía os mostraré un camino más excelente.[3]
Explica el Apóstol cómo todos los dones, aun los mas perfectos, nada son sin el Amor; que la Caridad es el camino mas excelente para conducirnos directamente a Dios. ¡Por fin, había encontrado el descanso!
Considerando el cuerpo místico de la Santa Iglesia, no me había reconocido en ninguno de los miembros descritos por San Pablo, o por mejor decir, quería hallarme en todos. La Caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo compuesto de diferentes miembros, no podía faltarle el más necesario, el más noble de todos los órganos, el corazón, y que este corazón estaba abrasado de amor; comprendí que el amor únicamente es el que imprime movimiento a todos los miembros, que sin él no anunciarían los apóstoles el Evangelio, y rehusarían los mártires derramar su sangre. Comprendí que el amor encierra todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que comprende todos los tiempos y lugares, porque es eterno.
Y exclamé en un trasporte de alegría delirante: «¡Oh Jesús, Amor mío, al fin he hallado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor! Sí, hallé el lugar que me corresponde en el seno de la Iglesia, lugar ¡oh Dios mío! que me habéis señalado Vos mismo. En el corazón de la Iglesia, Madre mía, seré el amor. Así lo seré todo; se realizarán mis ensueños. Dije que me trasportaba una alegría delirante. No, esta expresión no es exacta, porque desde aquel momento, se posesionó de mi ser una paz profundísima, paz tranquila y serena semejante a la del navegante que divisa el faro indicador del puerto. ¡Oh faro luminoso del amor, tengo los medios de llegar hasta ti y apropiarme tus rayos!
No soy más que una niña débil é impotente; mas esta misma debilidad me comunica la audacia de ofrecerme como víctima de vuestro amor, Jesús mío. Antes, sólo las hostias puras y sin mancha eran aceptas al Dios fuerte y poderoso: eran víctimas perfectas, necesarias para satisfacer a la justicia divina; pero a la ley del temor ha sucedido la del amor, y el amor me ha escogido por holocausto, ¡a mí, débil e imperfecta criatura! Esta elección ¿no es por ventura digna del amor? Sí, porque el amor necesita rebajarse hasta la nada y transformar en fuego esta nada, para quedar plenamente satisfecho.
Sé, Dios mío, que el amor sólo con amor se paga[4] por eso he buscado y he hallado el modo de aliviar mi corazón devolviéndoos amor por amor.
Emplead las riquezas que pueden tornaros injustos en granjearos amigos que os reciban en las moradas eternas.[5] Este es, Señor, el consejo que dais a vuestros discípulos después de haberles dicho que los hijos de las tinieblas son más hábiles en sus negocios que los hijos de la luz.[6]
Hija de la luz soy; he comprendido que mis deseos de abrazar todas las vocaciones y de serlo todo, eran riquezas que podrían muy bien tornarme injusta, por lo cual las he empleado en procurarme amigos. Recordando la oración de Eliseo al profeta Elías, cuando le pidió el don de su doble espíritu, me presenté ante los Angeles y la Asamblea de los Santos, y les dije: «Soy la más pequeña de las criaturas; reconozco mi miseria, pero sé también hasta qué punto desean hacer el bien los corazones nobles y generosos; os suplico, pues, bienaventurados habitantes de la Ciudad celestial, que me adoptéis como hija: sobre vosotros solos recaerá la gloria que me hagáis adquirir; dignaos atender mi oración, os suplico que me alcancéis vuestro doble amor.
Señor, no me veo con ánimos de profundizar mi petición por temor de verme agobiada con el peso de mis audaces deseos. Mi única excusa es mi título de hijita; los niños no reflexionan el alcance de sus palabras. Sin embargo de esto, si su padre o su madre ocupan un trono y poseen inmensos tesoros, no vacilan en colmar los deseos de esos seres débiles e inocentes, a los cuales aman más que a sí mismos . Por contentarlos cometen todo género de locuras, llegan hasta a hacerse débiles.
Pues bien, yo soy hija de la Santa Iglesia. La Iglesia es reina, puesto que es vuestra esposa, ¡oh divino Rey de los reyes! No son riquezas ni gloria—ni siquiera la gloria del cielo—lo que anhela mi corazón. La gloria pertenece por derecho propio a mis hermanos, los ángeles y los santos. Mi gloria será el reflejo que emanará de la frente de mi Madre. Lo que yo pido es amor. ¡Sólo una cosa ansío, Jesús mío, amaros! Las obras ostentosas me están vedadas, no puedo predicar el Evangelio ni derramar mi sangre. ¡Qué importa! Ya mis hermanos trabajan por mí, y yo, pobre niñita, permanezco junto al trono real; amo por los que combaten.
Pero ¿cómo demostraré mi amor, ya que el amor se prueba con obras? Pues bien, la niñita cubrirá de flores el trono divino, embalsamándolo con su fragancia, y con voz argentina entonará el cántico de amor.
Si, dulce Bien mío, de esta manera se consumirá mi efímera vida en vuestra presencia. No tengo otro medio para demostraros mi amor que cubriros de flores; es decir, no escatimar ningún sacrificio, por pequeño que sea, ninguna palabra, ninguna mirada, aprovechar las menores acciones y ejecutarlas todas por amor. Quiero sufrir y gozar por amor; así cubriré de flores mi camino; cuantas encuentre a mi paso, las deshojaré en vuestro obsequio… Además, cantaré, cantaré constantemente, aunque tenga que sacar mis rosas de entre las espinas; cuanto más largas y punzantes sean éstas, más melodioso será mi canto.
Pero ¿de qué os servirán mis flores y mis cantos, Jesús mío? ¡ Ah, sé muy bien que esta fragante lluvia, estos frágiles pétalos que carecen de valor, estos cantos de amor que entona este corazón tan pequeño, os embelesarán, a pesar de todo! Sí, estas nonadas os agradarán; harán sonreír a la Iglesia triunfante, la cual recogerá las rosas deshojadas, y después de hacerlas pasar por vuestras manos para comunicarles un valor infinito, las esparcirá sobre la Iglesia militante para darle la victoria.
¡Oh Jesús mío, os amo! Amo también a mi Madre la santa Iglesia; tengo presente que el mas pequeño impulso de puro amor le es mas útil que todas las otras obras juntas.[7]
Pero ¿ama mi corazón con amor puro? ¿No son mis inmensos deseos un sueño, una locura? ¡Ah, si así fuera, hacédmelo ver! Vos sabéis, Señor, que busco la verdad. Si mis deseos son temerarios, aniquiladlos, pues constituyen para mí el mayor de los martirios. Mas confieso que si no alcanzo un día las elevadas regiones hacia las cuales aspira mi alma, habré disfrutado de más dulzura en mi martirio, en mi locura, que en el seno de las alegrías eternas, a menos que, por un milagro, me quitareis el recuerdo de mis esperanzas terrenales. ¡Jesús, Jesús, si es tan delicioso el deseo del amor, qué no será poseerlo y gozar de él para siempre!
¿Cómo puede aspirar a la plenitud del amor un alma tan imperfecta como la mía? ¿Qué misterio es éste? ¡Oh único amigo mío! ¿Por qué no reservais estas inmensas aspiraciones para las almas grandes, para las águilas que moran en las alturas? Desgraciadamente, soy un pobre pajarillo cubierto solamente de ligero plumón; no soy un águila, pero poseo sus ojos y su corazón… ¡Sí, a pesar de mi extrema pequeñez, me atrevo a mirar fijamente al sol divino del amor, y ardo en deseos de elevarme hasta él! Quisiera imitar a las águilas, pero sólo sé agitar mis alitas; ¡no puedo volar!
¿Qué va a ser, pues, de mí? ¿Moriré de dolor al verme tan impotente? ¡Oh! no, ni siquiera me afligiré. Con audaz confianza contemplaré fijamente a mi divino Sol, hasta la muerte. Nada podrá arredrarme, ni el viento, ni la lluvia. Y si espesos nubarrones ocultasen el Astro de Amor, si me pareciese que sólo existe la noche de esta vida, esta será la ocasión de extremar mi confianza hasta los últimos límites, guardándome de desertar de mi sitio, pues sé que tras estos tristes nubarrones, sigue brillando mi dulce Sol.
¡Oh Dios mío, hasta aquí comprendo el amor que me tenéis! Pero Vos sabéis que muy a menudo me distraigo de mi única ocupación, me alejo de Vos y mojo mis alitas, apenas formadas, en los miserables charcos de agua que encuentro en la tierra! Entonces gimo como la golondrina;[8] este gemido os lo descubre todo, y os acordáis ¡oh misericordia infinita! que no vinisteis a llamar a los justos, sino a los pecadores.[9]
No obstante esto, si os place permanecer sordo a los balbucientes quejidos de vuestra ruin criatura, y no mostraros a ella, consiento en quedarme mojada y transida de frío, gozándome en tan merecido sufrimiento. ¡Oh Astro amado! Sí, soy feliz, al verme pequeña y débil en vuestra presencia; mi corazón goza de dulce paz… Sé que todas las águilas de vuestra corte celestial me tienen lástima, me protegen y me defienden espantando a los buitres, imagen de los demonios, que quisieran devorarme. Mas no les temo, no estoy destinada a ser su presa, sino la del Águila divina.
¡Oh Verbo, Salvador mío! ¡Tú eres el Águila a quien amo, el Águila que sin cesar me atrae; tú eres el que, descendiendo a este destierro, quisiste sufrir y morir a fin de atraer todas las almas hasta el Centro de la Santa Trinidad, eterno hogar del amor! Tú eres el que, remontándote hacia la luz inaccesible, permaneces también oculto en nuestro valle de lágrimas bajo la apariencia de cándida hostia, con el solo objeto de alimentarme de tu propia sustancia. ¡Oh Jesús, déjame decirte que tu amor raya en locura!… Considerando esta locura, ¿cómo quieres tú que mi corazón no se lance con impetuoso impulso hacia ti? ¿Cómo ha de tener límites mi confianza?
Por ti hicieron también los santos muchas locuras y grandes cosas, pues eran águilas; yo soy demasiado pequeña para obrar grandes cosas; mi locura consiste en pretender que tu amor me acepte como víctima; mi locura es esperar que los angeles y los santos me presten auxilio para volar hasta ti con tus propias alas, ¡oh Águila adorada! Todo el tiempo que quieras permaneceré con los ojos fijos en ti; quiero que tu divina mirada me fascine, quiero ser presa de tu amor.
Tengo la esperanza de que un día te arrojarás sobre mí llevándome al foco del amor, sumergiéndome, por fin, en este abismo abrasador, para convertirme eternamente en dichosa víctima.
¡Oh. Jesús, si pudiera yo publicar tu inefable condescendencia a todas las almas pequeñitas! Creo que si, por un imposible, encontraras una más débil que la mía, te complacerías en colmarla de mayores gracias aún, con tal que confiara por entero en tu infinita misericordia.
Mas ¿por qué, Bien mío, deseo tanto comunicar los secretos de tu amor? ¿No fuiste tú solo quien me los enseñaste? ¿Y no puedes revelarlos a los demás? Ciertamente que sí; y puesto que lo sé, te conjuro que lo hagas; ¡te suplico que fijes tus divinos ojos en todas las almas pequeñitas, y te escojas en este mundo una legión de víctimas pequeñas dignas de tu amor!
[1] Mateo 8, 26.
[2] San Juan de la Cruz.
[3] 1 Corintios 12, 31.
[4] San Juan de la Cruz.
[5] Lucas 16, 9.
[6] Lucas 16, 8.
[7] San Juan de la Cruz.
[8] Isaías 38, 14.
[9] Mateo 9,12.