Horacio Bojorge
Introducción
Quiero comenzar haciendo algunas precisiones iniciales, pero que sin embargo, son de tal naturaleza, que forman ya parte de la exposición.
La primera sobre el título de esta conferencia, segunda sobre el enfoque que exige, tercera sobre el tono o estilo que parece más adecuado a dicho enfoque, cuarta sobre el itinerario de esta exposición y, por fin, los límites del discurso frente a una realidad que excede nuestras posibilidades de expresión.
Primera precisión: El título
El título de mi exposición de esta noche lo determina la conjunción de dos circunstancias: por un lado el lema de esta duodécima Exposición del Libro Católico “Abrid las puertas a Cristo Redentor del Hombre” que quiere subrayar su adhesión al año jubilar, en el que destaca el símbolo ritual de la Puerta Santa.
Coincidentemente inspira el asunto y el título de esta exposición la fiesta litúrgica de la Exaltación de la Santa Cruz, en cuya víspera nos encontramos. Estos son pues los motivos para hablarles esta noche de: “La Santa Cruz como la puerta estrecha que lleva a la luz”.
La precisión que quiero hacer, acerca del título, consiste en despejar de entrada un posible equívoco, que, en todo discurso teológico es un escollo peligroso, pero que, tratándose de la Cruz, sería fatal. Lo que quiero precisar de entrada y tener en cuenta a lo largo de toda esta exposición, es que si el título de esta exposición nos exige hablar de la Cruz, no nos impone de ninguna manera, tratar a la Cruz como si fuera un tema.
Un grito de amor y que pide amor
Porque la Santa Cruz no es un tema, sino un grito de amor de Dios, y a la vez una llamada de Dios a que lo amemos. En la Cruz muere Jesús proclamando su sed de que lo amemos. Allí. Él nos revela que Dios es Amor eterno e infinito. Como todo amor, por ser amor, desea ser correspondido y sólo en ser correspondido encuentra la felicidad. Pero me atrevo a decir que el Amor de Dios, por ser de Dios, lo desea aún más.
Dios es, sí, amor eterno e infinito. Pero, por eso mismo, es también deseo eterno de ser correspondido. Deseo de ser amado por nosotros, anhelo eterno de que le correspondamos su amor con amor. Él, que nos ama, desea nuestro bien y nuestro bien está en amarlo, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas.
Ese misterio del Dios deseoso del amor de sus creaturas, se manifiesta en el grito con que muere en la Cruz, ¡Tengo sed! pidiéndonos que saciemos su sed de amor, de nuestro amor, ya que muere dándonos el suyo: “E inclinando la cabeza entregó su Espíritu”.
La Cruz es pues un grito de amor divino que reclama nuestro amor.
He escrito esta conferencia tratando de evitar a cada momento y temiendo que se convirtiera en un tema mío que se sustituyera y sofocara Su grito, su llamada apremiante al amor.
La he escrito temiendo y rogando, no fuera que al hablar acerca de la Cruz, la dejara muda. Que la amordazara, aunque fuese con un con un panegírico. Que celebrando el misterio de la Cruz lo vaciara.
Que sustituyera su palabra por las mías. Su grito desgarrador, por una domesticación académica de la pasión divina. Que produjera un discurso humano acerca de ella, en lugar de dejarla gritar su llamamiento apasionado al amor y la declaración de amor de un Dios que se muere por nosotros. En lugar de trasmitir su grito. En lugar de limitarme a presentarla a los ojos de aquellos por los cuales él murió.
San Pablo lamenta que les haya pasado algo así a los Gálatas: “Oh insensatos Gálatas! ¿Quién os fascinó a vosotros, ante cuyos ojos fue presentado Jesucristo como muerto en la Cruz? (Gálatas 3,1). Los creyentes de todos los tiempos estamos expuestos también a la fascinación de discursos, aún de apariencia religiosa, piadosa, teológica, pero que de hecho nos distraen y nos hacen apartar los ojos de la fe de Jesús Crucificado.
Es un vicio desgraciado y muy extendido en nuestra cultura religiosa, que reduzcamos a términos razonables la locura divina. La divina pasión que—como dice la carta a los Hebreos—Jesús expresó en la Cruz: “con poderoso clamor y lágrimas.” (Hebreos, 5,7)
A veces miramos la Cruz sin verla o hablamos de ella como si fuera algo natural. Casi como si nos fuera debida y no tuviéramos que asombrarnos de que un Dios haya querido morir por mí en ella.
Entre broma y de veras he volcado en una estrofa de un pequeño opúsculo titulado La Parábola del Perro, el asombro que a veces me ha sobrecogido —y cada tanto vuelve a sobrecogerme— ante mi propia tendencia a volverme insensible ante la cruz:
El perro de Jesús – si es que lo tuvo –
viéndolo muerto en cruz: ¿qué es lo que haría?
¿Verdad que allí, a sus pies, se tiraría
a morirse de pena? ¡No lo dudo!
¿Y yo?…Cuando contemplo el crucifijo…
¿siento en mí más dolor? ¿siento más pena?
¿es tanta la aflicción con que me aflijo?
¿O estoy ante la Cruz como una hiena:
sin piedad, sin dolor, sin compromiso…?
Si su muerte – ¡por mí! – me deja frío,
¡el proceder del perro me condena!
¿Alguien podrá alegar que ama a Jesús
si lo mata él también – ¡a indiferencia! –
[…] ¿De un hombre así? ¡Los perros se avergüenzan![1]
Hemos de confesar que nos habituamos a mirar la Cruz sin. No sólo porque dejamos de estremecernos de horror ante la tortura del Dios inocente en ella, sino porque dejamos de asombramos ante ella, dejamos de sentirnos abrumados, apabullados, aplastados por el peso de tanta gloria derramada sobre tanta indignidad.
Ante ella no deberíamos de llamarnos siempre, una y otra vez al asombro y a la meditación y podríamos decir, glosando al poeta:
¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue Jesús mío
que hasta la Cruz te lleva esa locura
de amor por mí: hombre distante y frío?
“¡Oh cuánto fueron mis entrañas duras
qué insensible a tu amor hasta hoy he sido!
¡Qué ciego fui a tu luz y cuán a oscuras
cuán sordo a tus llamados he vivido!
¡No me conmueve verte traspasado!
Mi corazón mira tu cruz y es ciego,
insensible a tu sed y a tu llamado
apartado de ti, sordo a tu ruego.
¡Ardiente Amor! ¡Mi Dios crucificado!:
¡Dame a tu fuego responder con fuego!
Esta noche no quisiera hacer otra cosa que a contemplar junto a ustedes y prepararnos para contemplar mejor aún mañana, a Jesucristo en la Cruz. Hermanos, miremos al que traspasamos.
Ante semejante misterio somos a menudo nosotros los mortales una puerta estrecha. La hinchazón de la humana soberbia es lo que impide ver lo que en la Cruz se nos muestra. Por eso resulta ella, para muchos, demasiado anchos, puerta estrecha, puerta infranqueable del amor divino.
La humana autosuficiencia, pasa delante de esa puerta como si fuera una de tantas.
La incredulidad o la fe débil, o perezosa, impide entrar por ella. Entran, en cambio, por ella los humildes, los pequeños a la medida de su pequeñez. No es otra su medida que la humildad del manso y humilde de corazón, del que se humilló hasta la muerte y muerte de Cruz, para que pudiéramos entrar por ella- y ser arrebatados por el Dios misterioso que nos espera detrás de esa puerta. Para encontrarnos en ella con Dios cara a cara, de Tú a tú y de Amor a amor.
Esta era la principal precisión, que me parecía esencial, para distinguir título y tema.
El enfoque que exige un intento así ha de ser, pues, espiritual, porque como dice San Pablo: “Cuando explicamos verdades espirituales a hombres espirituales, no las exponemos en el lenguaje que enseña el saber humano, sino en el que enseña el Espíritu, expresando realidades espirituales en términos espirituales. El hombre puramente natural no capta lo que es propio del Espíritu de Dios, le parecen locura y no puede entenderlas, porque de eso sólo se puede juzgar con el criterio del Espíritu” (1 Corintios 2,13-15). Y entre todos los temas espirituales posibles, parece que en ninguno se exige tanto el discurso espiritual y el oído espiritual, como para hablar del misterio de la Cruz, que es: “escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero poder de Dios y sabiduría de Dios para los llamados” (1 Corintios 1,23-24).
Y cuando digo un enfoque espiritual, lo distingo de algunos enfoques académicos, que convierten en tema al Dios en quien creemos. Tema del que se habla, anulando su presencia de persona con la que se habla. Ese Dios hecho tema deja de ser Tú a fuerza de ser tratado como Él.
Surge así una pseudoteología que en vez de nutrir la oración la erradica.
En mi reciente libro sobre la acedia, –el segundo dedicado a la denuncia de ese hecho– titulado: “Mujer ¿por qué lloras? Gozo y tristezas del creyente en la civilización de la acedia”, he citado aquellas terribles palabras del pastor protestante y racionalista alemán David Friedrich Strauss:
“Ésta es la clave de la Cristología: que como sujeto de los predicados que la Iglesia atribuye a Cristo, se coloque una idea en lugar de un individuo” […] “¿Qué puede todavía tener de especial un individuo? Nuestro tiempo quiere una Cristología que lo lleve del hecho a la idea, desde el individuo a la especie. Una dogmática que se quede en Cristo como individuo, no es una dogmática sino una prédica.”[2]
Las palabras de Strauss bien pueden llamarse “Manifiesto modernista”, porque, en su brevedad expresa bien lo que ha sido después el rumbo del modernismo y el secularismo. La sustitución de Dios por una idea. Un cristianismo sin caridad. En el fondo, un humanismo que se bautiza de cristiano, pero sin virtudes teologales, y por lo tanto, un cristianismo rebautizado en el nombre del Hombre. Y una teología que menosprecia la predicación, o sea que se desentiende de su ministerio al servicio de la comunión salvífica.
¿Cómo podría ser una idea objeto de caridad? Lo que Strauss propone es ese cristianismo sin Caridad hoy tan común. Es evidente que en un cristianismo así la comunión de amor ha desaparecido. Si Jesús es una idea, la cruz es una idea. Nadie ha muerto por amor ni hay a quien amar. La fría indiferencia hacia el individuo que murió en la Cruz sería inexplicable en un verdadero creyente. No podría jamás cambiar ni desear que le cambiaran a su Señor por una idea.
De esta gnosis le he hecho decir al Cura Cayetano en su homilía de la Parábola del Perro:
“Por eso tomo al perro como un test,
de si tomo a Jesús por quien Él es.
O de si oro, puesto de rodillas
ante una idea de Dios, de pacotilla,
mero producto de mi insensatez
Pues si me inflara un dios como inflo un globo
Y ante mi idea de dios, orara a solas,
Me marearía como el perro bobo
Que gira persiguiéndose la cola.”
La Cruz real se ha demostrado una puerta estrecha para los que sustituyen la fe por la gnosis, los misterios cristianos por ideas cristianas. No importa que lo hagan consciente o inconscientemente.
Mi enfoque , por eso apunta a mostrar la Cruz. A lograr su ostensión. No perderse en ideas, sino volver a presentar ante los ojos a Jesucristo y a éste crucificado. Para que ante él pueda estarse con el realismo creyente que expresan los versos de Francisco Luis Bernárdez (La Cruz 1954):
Hombre que ya tienes alma
y en el alma gratitud:
si te alejas de ti mismo
y te acercas a Jesús,
comprenderás que no hay nadie
más indicado que tú
para consolar, llorando,
al Señor que está en la Cruz.
De ahí deriva el tono o estilo que parece más adecuado a una ostensión de la Cruz y su misterio. Ha de ser más bien bíblico, intuitivo, contemplativo y meditativo, que lógico, discursivo o especulativo. Mostrar la Cruz a los ojos y al espíritu.
El itinerario o desarrollo de esta exposición consistirá en aproximarnos, primero en forma global, al misterio de la Santa Cruz. En clave de teología bíblico-simbólica en el estilo de la contemplación de la Cruz como un ícono.
En ese ícono quedará evidenciado que la Pasión de Jesús sucedió según las Escrituras (1 Corintios 15,3). Jesús decía:, “escudriñad las Escrituras, ellas hablan de mí.” (Juan 5,39) Por lo tanto ellas hablan de la Cruz.
Alrededor del misterio de la Cruz se constelan todos los misterios revelados en ambos testamentos, todos los momentos de la historia de la Salvación. Todos ellos reciben luz de la Cruz de Cristo que los ilumina. Y la Cruz de Cristo recibe de ellos un testimonio que la glorifica.
Con ese ícono de la Cruz de fondo, añadiremos algunas consideraciones sobre el ver y el entrar en la teología bíblica, luego sobre la puerta estrecha, y por fin nos dejaremos conducir por Pablo en su presentación del misterio de la Cruz a comunidades en diferentes grados de capacidad de mirarla.
Los límites de un discurso sobre la Cruz vienen de que la realidad que enuncia el lema es un acto de fe, antes de formularse en forma de doctrina. Si podemos decir que la Cruz es santa y que es una puerta estrecha, pero que tiene fuerza para introducir en la luz, es porque nos estamos refiriendo a una experiencia nuestra y de todos los creyentes que hayan sido introducidos en la luz del amor a Dios, por la presentación y la aceptación del kerygma del Cristo Crucificado y por la consideración creyente de la Pasión de Cristo.
Pero ese acto de fe, como toda experiencia mística, siempre es inefable y sólo comunicable a otros creyentes. Ellos saben de lo que se habla, aunque lo mismo que se dice sea pura indicación, señalación hacia la fe común.
Quizás le extrañe a alguien que haya dicho que la fe es una experiencia mística. Es que, en un primer sentido amplio pueden llamarse místicos todos aquellos fenómenos o experiencias religiosas, atribuibles a la fe y a la gracia, y que el alma puede reconocer como obra de Dios en ella.
Según el Nuevo Testamento, la participación en el Misterio de Dios comienza con la fe. Por lo tanto, todo creyente, merecería el nombre de místico cuando vive según su fe y cuando rinde culto a Dios y ora, aún en ausencia de otro tipo de visiones y manifestaciones carismáticas extraordinarias. La fe es, al fin y al cabo, una percepción espiritual y un don de Dios.
Mirada de conjunto al ícono de la Cruz como puerta a la luz
Buscando la manera de presentar la Cruz y no ocultarla detrás de mi discurso, se me ocurrió presentarla en forma de ícono que se ofrece a la contemplación. Demos pues una mirada de conjunto, que nos permita apreciar globalmente ese imaginario ícono de la Santa Cruz que la representa como puerta estrecha que lleva a la luz. Tal como lo imagino y voy a proponerlo a la contemplación, en esta víspera de la fiesta y tal como puede acompañarnos en espíritu todo el día de mañana.
Miremos este ícono. En su centro aparece Jesús en la Cruz como una puerta por la que el Amor Trinitario entra en el mundo derramándose a través del pecho abierto del salvador. Gracias a esa herida en el pecho del crucificado se convierte en puerta toda la Cruz. El instrumento de tortura y muerte, que hasta ahora era puerta abierta al reino del horror; fauces y garganta de los abismos y del reino de la muerte, se abre en dirección inversa y se convierte en puerta a la bienaventuranza. En entrada a la Caridad que es la vida eterna.
El instrumento de suplicio se convierte en altar y mesa de comunión, donde Jesús se inmola y da su cuerpo como pan de vida. Se dice de la puerta de la Cruz que es estrecha por muchos motivos, pero uno de ellos es porque es duro este lenguaje, y siguiendo siendo difícil para muchos admitir y creer en la presencia real. Pero para los que creen ¡vida eterna! Presencia del amado. El que ama a Dios ya está en la vida eterna desde esta vida.
Jesús derrama en la Cruz, desde ella, por la fuente abierta en su pecho, un agua y sangre vivificadoras. La puerta abierta en el costado de Jesús se hace fuente. ¿Qué otra cosa son las fuentes en la naturaleza, sino puertas en la roca por donde sale el agua? Así también, la lanzada del costado, es fuente y puerta, puerta y fuente.
Pero ese pecho abierto de donde manan los torrentes que dan vida a la tierra, es la realidad que prefiguraba la fuente del paraíso de la que surgían las cuatro corrientes de agua para limpiar, purificar y dar vida a la tierra entera.
Por eso, a la derecha de Jesús en la Cruz, del mismo lado que la lanzada, se figura el Paraíso, como jardín cercado donde Adán y Eva conviven en intimidad y cercanía con Dios. La puerta del Paraíso que se había cerrado tras la primera caída y estaba cerrada y custodiada por los ángeles con espadas de fuego, se ha reabierto en el pecho del Hijo muerto en Cruz. Por esa puerta, los que perdimos el Paraíso, tenemos ahora, de nuevo, acceso al amor del Padre y reingreso a nuestra gozosa condición de Hijos.
En el ángulo inferior derecho de nuestro ícono vemos el pozo de Jacob. Que es también imagen de la fuente del costado. Junto al pozo lo vemos a Jesús, sudoroso y fatigado del camino y a la Samaritana. La Samaritana nos representa a todos los que no sabemos amar, y a los que nunca podríamos hacerlo si Jesús no viniese a nuestro encuentro. A la Samaritana, es decir, a nosotros, acude un Dios sediento a pedirnos amor. Y como sabe que no tenemos lo que Él nos pide, en la persona de la Samaritana, Jesús le ofrece a toda la humanidad un agua espiritual de caridad perfecta, el agua del Espíritu Santo: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: ‘dame de beber’, tú le habrías pedido a él y él te habría dado agua viva […] el que beba del agua que yo le daré no volverá a tener sed, sino que el agua que yo le dé, se convertirá en fuente de agua que brota para vida eterna” (Juan 4,10.13-14). Por eso en nuestro ícono, vemos cómo el torrente que brota del costado abierto, baja y corre por la piedra del calvario y se abre en dos brazos: uno que corre hasta derramarse dentro del pozo de Jacob y otro que baja hasta Jericó, el Mar Muerto y al desierto de Judea, que vemos en nuestro ícono colocados en la parte inferior al centro.
De la misma manera que en la visión de Ezequiel el agua que brotaba del costado del templo, bajaba y corría para fecundar el desierto y sanear las aguas del Mar Muerto, así el agua que brota del costado de Jesús llena de agua de vida el pozo de Jacob, sanea el Mar Muerto y convierte el desierto en oasis y Jericó, la ciudad caída, es salvada.
Pero este ícono de la Cruz como puerta de salida por la que se derrama en el mundo la Caridad divina y el don de la Vida, nos muestra también a la Cruz como puerta de entrada por la que el hombre puede entrar en el seno y en la intimidad de la Santísima Trinidad. Por ella el hombre tiene acceso a la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, siendo introducido en la casa del Padre, a través de la herida del costado del Hijo, quien al morir nos entrega el Espíritu: “cuando Jesús tomó el vinagre, dijo: ‘todo está cumplido’ inclinó la cabeza y entregó el Espíritu” (Juan 19,30).
En efecto: Jesús “hablaba del templo de su cuerpo” (Juan 2,21). En el que, como afirma San Pablo: “habita la plenitud de la divinidad corporalmente” (Colosenses 2,9); “porque Dios tuvo a bien hacer residir en él toda su Plenitud” (Colosenses 1,19). La herida en su costado es pues, como una puerta que se abre por amor, es también una puerta que se abre al amor. Una puerta desde donde da voces la Sabiduría: “A vosotros hombres os llamo, a todos los seres humanos “ […] “Venid y comed de mi pan, bebed del vino que he mezclado” (Proverbios 8, 9,5)
Nuestro ícono, por lo tanto, muestra la Cruz de Jesús como puerta que comunica en ambas direcciones, es decir, a Dios con el hombre y al hombre con Dios, por eso vemos representado en la parte superior al centro al patriarca Jacob, apoyada su cabeza sobre la piedra, soñando con la escala por la que suben y bajan los ángeles, comunicando el cielo con la tierra: “¡Qué terrible es este lugar! Aquí está la morada de Dios y la puerta del cielo! (Génesis 28,12-19)
Pero nuestro ícono quiere mostrarnos la Cruz de Jesús, no sólo como puerta, sino como abolición de los muros, porque ella, efectivamente, derriba los muros y las separaciones: entre Dios y el hombre y de los hombres entre sí. Los muros se alzan para defensa, pero donde se instala una paz universal –como la que trae la Pasión de Jesús, venciendo a todos los enemigos, el último de los cuales es la muerte– los baluartes y los muros se hacen innecesarios. La Cruz de Cristo, en efecto, ha derribado todos los muros de la enemistad: “el Padre […] tuvo a bien reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos” (Colosenses 1,19-20)
Por eso, en nuestro ícono vemos, en el ángulo inferior izquierdo, a Josué de pie frente a la ciudad de Jericó, en el momento en que caen sus murallas, levantando nubes de polvo, conmovidas por las trompetas y los gritos de guerra de los Israelitas, como por un violento terremoto. Y por esa misma razón, vemos que desde el costado abierto de Jesús, baja un hilo de sangre hasta Jericó, recordando el hilo de grana escarlata que protegió a la familia de Rahab del exterminio.
La cruz iluminadora, por fin, introduce al hombre en una luz que viene de Dios para iluminar a los hombres y mediante la cual los hombres pueden ingresar en el conocimiento sanador y salvífico de Dios. Por eso es que el fondo de nuestro ícono es dorado para expresar la luz que irradia la Cruz sobre todos los misterios del Antiguo y Nuevo Testamento. Y por eso también, vemos en el ángulo superior izquierdo de nuestro ícono el Monte Tabor y su cima iluminada por el resplandor de la Transfiguración que envuelve a Jesús, Moisés y Elías, Pedro, Santiago y Juan y se cierne como una nube luminosa, como la Shekhináh, la gloria divina, sobre ambos testamentos y muestran que todos ellos hablaban de y con Jesús.
La mirada de fe, efectivamente, es una luz espiritual interior que permite ver para amar a Dios y vivir la vida divina, que es amor: “Todo el que haya sido mordido y mire con fe a la serpiente de bronce vivirá […] si una serpiente mordía a un hombre, éste miraba a la serpiente de Bronce, y quedaba con vida” (Números 20,8-9). Sabemos que esta serpiente de bronce prefiguraba a Jesús: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto así tiene que ser levantado el hijo del hombre, para que todo el que crea (en él) tenga por él vida eterna” (Juan 3,14-15). “Mirarán al que traspasaron” (Juan 19,37, notando el cumplimiento de la profecía de Zacarías 12,10).
Para expresar este misterio, en el ángulo superior derecho de nuestro ícono, aparece Moisés, enarbolando en su bastón la serpiente de bronce para que pudieran verla los que habían sido víctimas de una mordedura mortal.
Hasta aquí la descripción del ícono que plasma visiblemente nuestro tema. Conviene que lo mantengamos imaginariamente visible en nuestro espíritu.
La puerta y la luz: entrar y ver
Pero antes de pasar a contemplar los detalles, conviene enunciar una ley espiritual que vincula a dos símbolos aparentemente carentes de relación como son la puerta y la luz.
El lenguaje de la Sagrada Escritura no es especulativo sino simbólico, figurado a la vez que concreto. Y allí los símbolos van asociados según leyes de asociación propias. Un caso particular de esa asociación tenemos en el caso de la puerta y la luz, del entrar y del ver.
En la Sagrada Escritura encontramos a menudo las acciones de entrar y ver. asociadas y usadas indistintamente como expresiones de lo mismo con dos figuras o acciones diversas,
Así, en el ciclo de la Tierra Prometida, se dirá indistintamente: entrar en la Tierra o ver la Tierra. No entrarán en mi descanso o no verán el bien.
Airado el Señor porque han murmurado contra la tierra prometida dice: “ninguno de los que han visto mi gloria y las señales que he realizado en Egipto y en el desierto […] verá la tierra que juré a sus padres que les daría. No la verá ninguno de los que me han despreciado” (Números 14,22-23). Ellos, sentencia el Señor, no la verán, en cambio “a mi siervo Caleb, ya que fue animado de otro espíritu y me obedeció puntualmente, yo lo haré entrar en la tierra donde estuvo y sus descendientes la poseerán” (Números 14,24).
Al oponer el no ver y el entrar, muestra el autor sagrado que las entiende como intercambiables y equivalentes.
Y un poco más adelante repite la misma idea en estos términos: “Por haber murmurado contra mí, en este desierto caerán vuestros cadáveres, los de todos los que fuisteis censados y contados, de veinte años para arriba. Os juro que no entraréis en la tierra en la que juré estableceros” (Números 14,28-29). En cambio “a vuestros hijos, a esos de los que dijísteis que caerían en cautiverio en la tierra, los haré entrar y conocerán la tierra que vosotros habéis despreciado” (Números 14,31).
El relato del libro de los Números, marca un contraste entre la Comunidad-generación de los padres que murmuraron “aunque había visto mis obras” y la generación de los hijos. El contraste se marca mediante los verbos ver/no-ver y entrar/no-entrar.
El mismo tema lo retoma el salmo 94 : “vuestros padres me probaron aunque habían visto mi obra… por eso he jurado en mi cólera: ‘no entrarán en mi descanso” (Salmo 94,9.11). El descanso de Dios es la menujáh y es el shabbat. Son los lugares y los tiempos donde el pueblo de la Alianza tiene acceso a la presencia y a la comunión con su Dios: la Tierra Prometida, el Templo y las fiestas entre las cuales descuella el Shabat.
La misma equivalencia entre las acciones de ver y entrar encontramos en el Nuevo Testamento, pero trasponiendo los temas de la entrada a la Tierra Prometida para aplicarlos al Reino de Dios. En el diálogo de Jesús con Nicodemo, Jesús dice: “En verdad, en verdad te digo, el que no nazca de nuevo (o de lo alto: ánothen) no puede ver el Reino de Dios” (Juan 3,3) y vuelve a repetir a continuación: : “En verdad, en verdad te digo, el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Juan 3,5).
En el Antiguo Testamento, lo que impidió a la generación del desierto entrar en el reposo de la Tierra, fue la rebeldía de Massá y Meribá, y la murmuración contra el Señor. Como dice San Pablo, “todo aquello les sucedía en figura, y fue escrito para aviso de los que hemos llegado a la plenitud de los tiempos” (1 Corintios 10,11) “Para que no codiciemos lo malo como ellos lo codiciaron. No os hagáis idólatras al igual que algunos de ellos […] ni forniquemos como algunos de ellos fornicaron y cayeron muertos veintitrés mil en un solo día. Ni tentemos al Señor como algunos de ellos lo tentaron y perecieron víctimas de las serpientes. Ni murmuréis como algunos de ellos murmuraron y perecieron bajo el Angel Exterminador” (1 Corintios 10,6-10).
En el Nuevo Testamento es Jesús mismo el que se presenta como el descanso al que puede entrar el discípulo que cree en él: “Venid a mí los que andáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo (e.d.: mi cruz) y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mateo 11,28-30)., Dicho en otras palabras, el discípulo que toma sobre sí la Cruz de Jesús, entra en su descanso. Resulta así que la Cruz es puerta para entrar al descanso.
Jesús propone a sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el evangelio, la salvará” (Marcos 8,34-35).
Y la carta a los Hebreos advierte al discípulo del peligro de perder el reposo del sábado definitivo y pleno, en la liturgia del Cordero: “temamos pues, no sea que, permaneciendo aún vigente la promesa de entrar en su descanso, alguno de vosotros parezca llegar rezagado. También nosotros hemos recibido una buena nueva igual que ellos […] de hecho los que hemos creído, hemos entrado en su descanso […] esforcémonos pues, por entrar en ese descanso, para que nadie caiga imitando aquella desobediencia” (Hebreos 4,1.3.11)
La Cruz nos manifiesta el misterio del amor que Dios nos tuvo y nos alcanza la gracia para amarlo como él nos amó: Y de esta manera, es puerta por donde entramos en el reposo. Sólo en El amor se reposa. Como decía San Agustín: “nos creaste Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en ti.”
Al decir pues que la Cruz es puerta que lleva a la luz, podemos ahora entender mejor este enunciado a la luz de la teología bíblica del entrar y el ver.
Los invito, por lo tanto, a que nos introduzcamos en nuestro tema por la puerta estrecha.
La puerta es sin duda un símbolo cardinal en este jubileo. El año jubilar se ha inaugurado con la apertura de la Puerta Santa en la Basílica de San Pedro y tras ella se abrieron muchas otras en basílicas y catedrales del mundo católico. La invitación que se nos hace ahora es la misma con que comenzó su pontificado Juan Pablo II: “abrir las puertas a Cristo” y entrar por la “puerta que es Cristo”. Consideremos cómo se aplica a la Cruz el simbolismo de la puerta que, si bien estrecha, nos conduce a la luz: Per crucem ad lucem.
La puerta estrecha
La Cruz es una puerta, pero es una puerta estrecha. Los hombres de todas las épocas y todas las religiones han presentido que “el acceso a al vida espiritual comporta siempre la muerte a la condición profana” Pero esta verdad a la que se ciñen de hecho las religiones, encuentra en la fe católica una revelación suprema.
El acceso al amor a Dios comporta siempre la muerte al amor desordenado de sí mismo.
La Cruz es una puerta estrecha. Da acceso y abre a la comunicación, pero a través de la angustia. Lleva a la vida pero a través de la muerte. Por eso, desde Pedro en adelante, la Cruz ha sido motivo de escándalo y de rechazo. Al mismo Jesús, aceptar pasar por ella, le costó la agonía del Huerto.
La fuerza, la gloria, el poder del amor se manifiesta precisamente venciendo a la muerte. El Cantar de los cantares lo dice así:
“Grábame como un sello en tu brazo,
como un sello en tu corazón,
porque es fuerte el amor como la Muerte
y cruel la pasión como el Abismo,
es centella de fuego, llamarada divina:
las aguas torrenciales no podrían apagar el amor
ni anegarlo los ríos.
Si alguien quisiera comprar el amor con todas las riquezas de su casa se haría despreciable. (Cantar de los Cantares 8,6-7)
Jesús lo ha dicho: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Juan 15,13). He ahí la razón de la estrechez de la puerta. La puerta estrecha es la puerta del amor, porque a ella sólo se ingresa por el sacrificio de sí mismo. Y la estrechez es equivalente a la del criterio que quiere salvarse a sí mismo tirando por la borda los impedimentos y entre ellos el amor. Sobre este juicio necio, ha dicho Jesús: “El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí y el evangelio, la salvará.” (Marcos 8,35). Es como si nos dijera: “muere por mí y vivirás, como yo morí por amor al Padre y el Padre me hace vivir”.
La ley de la Cruz nos enseña que es necesario morir a sí mismo para que los demás vivan. Pero eso sólo es posible cuando se ama a los demás. Porque entonces, la caridad, que es la única que permanece vence a la muerte por el amor. Con lo que se cumple la palabra del Cantar.
San Pablo lo ha dicho a su modo, en otras palabras: “La carne tiene deseos contrarios al Espíritu y el Espíritu contrarios a las de la carne” (Gálatas 5,16). El amor propio tiene deseos contrarios al amor generoso a los demás. El egoísmo es contrario a la Caridad. Por eso, la cruz es puerta estrecha para el egoísmo, para el amor propio.
En capítulo séptimo de En mi sed me dieron vinagre muestro cómo en esta lucha de los apetitos opuestos de la carne y del Espíritu, está la causa y la raíz fundamental de la acedia, o sea de la ceguera para el bien, de la incapacidad cordial para amar a otro más que a sí mismo.
En su carta sobre el Sufrimiento salvífico, nos ha enseñado Juan Pablo II que “El sufrimiento está presente en el mundo para suscitar amor, para hacer nacer las obras del amor al prójimo” (Salvifici Doloris 30).
No hay otra sabiduría divina, ni otro camino que los que nos enseña Jesús por su Cruz: “Entrad por la puerta angosta! Cuán ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición! Y son muchos los que entran por ella! ¡Cuán angosta es la puerta y estrecha la senda que lleva a la vida! Y son pocos los que la encuentran! (Mateo 7,13-14).[3]
No hay que extrañarse que los que no son discípulos no entiendan esta sabiduría oculta. Pero el discípulo que, como Pedro, se niega a recibir el testimonio de Jesús acerca del misterio de la Cruz, se hace acreedor del nombre de Satanás, y en vez de piedra fundamental se convierte en piedra de escándalo (Mateo 16,18), no sólo para los más pequeños (Marcos 9,42), sino para Jesús mismo (Mateo 16,23).
Pedro estaba ciego, en gran parte a causa de su ambición, de la búsqueda de grandeza y gloria propia que lo llevaba a litigar con otros apóstoles acerca del primer lugar. Una vez curado de su mal de acedia, el mismo Apóstol, “confirmará a sus hermanos” (Lucas 22,31-32) y enseñará la bienaventuranza de la Cruz: “Si sufrierais a causa de la justicia, dichosos vosotros (…) Ya que Cristo padeció en la carne, armaos también vosotros de este mismo pensamiento: quien padece en la carne, ha roto con el pecado (…) No os extrañéis del fuego que ha prendido en medio de vosotros para probaros, como si os sucediera algo extraño, sino alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria. Dichosos vosotros si sois injuriados por el nombre de Cristo (…) si alguno tiene que sufrir por ser cristiano, que no se avergüence, que glorifique a Dios por llevar este nombre .” (1 Pedro 3,13; 4,1.12-14.16)
San Pablo
San Pablo, maestro de los gentiles, tenía una dificultad para presentarle el misterio de la Cruz a sus fieles. Aunque les decía claramente que la vida muerte y resurrección de Jesús, había sucedido según las escrituras, los gentiles recién conversos no conocían las escrituras.
En la última parte de esta ostensión de la Cruz, quisiera recoger resumidamente su doctrina acerca de la Cruz. Y para ello voy a echar mano a dos cartas. La primera a los Corintios y la carta a los Filipenses. En Corinto y en Éfeso, de la cual Filipos es dependiente, Pablo estuvo largo tiempo enseñando. Pero en Éfeso más.
La primera carta a los Corintios muestra cómo se aproxima pastoralmente San Pablo a una comunidad recién fundada y que, aunque ha creído en Cristo, está todavía en proceso de conversión y de cambio de vida. Está aprendiendo a vivir como cristiano su vida matrimonial, familiar, laboral, cultual, civil… Las cartas a los efesios, filipenses y colosenses, suponen comunidades más avanzadas en el conocimiento del misterio cristiano y en la capacidad de vivir de acuerdo a él.
A los Corintios, Pablo tendrá que decirles: “como a niños recién nacidos os he dado leche espiritual porque aéFAn no toleráis el alimento sólido […] sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo”. Y tendrá que decirle “en esto no os alabo” respecto de muchas cosas.
A los efesios, en cambio, les propone directamente a Cristo como modelo a imitar: “no viváis ya como viven los gentiles, según la vanidad o vaciedad de su mente, sumergido su pensamiento en las tinieblas y excluidos de la vida de Dios porque no lo conocen […] vosotros sed pues imitadores de Dios como hijos queridos” (Efesios 4, 17-18; 5,1);”Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad […] Tened en vosotros el mismo modo de sentir de Cristo” (Filipenses 2,3.5).
Pablo va a deducir de Cristo en Cruz toda la nueva cultura cristiana. Tenemos que caer en la cuenta que en sus primitivas comunidades, formadas por conversos del paganismo y del judaísmo, aunque los nuevos cristianos habían abrazado la fe, no habían cambiado automáticamente de cultura, es decir de manera de comportarse en el matrimonio, la familia, el trabajo, con los esclavos o los amos.
Pablo va a ser un fundador de cultura cristiana en un mundo en el que ésta no existía.
Y esa cultura la va a deducir de la Cruz, o sea del comportamiento de Cristo. Jesús, les recordará a los Filipenses, siendo Dios, no se aferró a las prerrogativas que le daba esta condición, sino que despojándose de sus privilegios divinos, se abrazó con la condición humana, y pasando por uno cualquiera, se humilló y tomó condición de esclavo, haciéndose obediente hasta la muerte, que no correspondía a su condición divina. Peor aún, se abrazó con la muerte más humillante e infamante que conocía la antigüedad, el equivalente de la silla eléctrica, tormento reservado a los peores criminales.
Jesús no buscó grandezas, se abrazó a la pequeñez. No buscó su gloria, buscó siempre la del Padre. Inaugura así un nuevo tipo de hombre que no vive para sí mismo, para buscar su gloria, sino que su comida es hacer la voluntad del Padre y vivir para que el Padre sea glorificado en él.
Esa es la enseñanza fundante de la cruz de Cristo. El mismo Jesús había advertido a sus discípulos que era necesario que superasen la justicia de gentiles y judíos: “Vosotros sois la luz del mundo […] Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos” (Mateo 5,14.16); “porque os digo que si vuestra justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos” (Mateo 5,20).
En un punto principalmente ha de superar la justicia de los discípulos de Jesús a la de los escribas y fariseos: en no buscar la grandeza sino la pequeñez. Y esto es lo que enseña el Maestro con su propia vida. Es el modo de pensar y actuar característico de Cristo, que San Pablo resume magistralmente en el himno de la carta a lo s Filipenses. La Cruz significa la máxima humillación. En ella Dios se abraza con la infamia. El Señor de la gloria se despoja de su gloria y abraza el insulto y la difamación. Se somete a ellos por amor.
Cuando Jesús inculca a sus discípulos la sabiduría de la pequeñez apela a su ejemplo y los remite a la Cruz, que es aún futura: “Ya sabéis que gozan de consideración como gobernantes de los gentiles, se enseñorean de ellos, y los grandes entre ellos, los oprimen con su poder. Pero no es así como debe suceder entre vosotros. Sino que si alguno quiere hacerse grande entre vosotros, hágase vuestro servidor; y si alguno aspira a ser el primero entre vosotros, que sea el esclavo de todos. Porque así también, el Hijo del Hombre no vino para hacerse servir sino a servir y a dar su vida como rescate de muchos” (Marcos 10, 42-45).
Se ha reconocido en este culto de la pequeñez y de abrazarse por amor a la abyección más grande, el núcleo central de la sabiduría de Jesús. Ese es el misterio del Reino donde entran como iniciados sus discípulos. Esa es la sabiduría que excede a la de los gentiles y a la de los judíos.
Jesús se enfrentó con el culto de la grandeza que encontraba extendido también en el pueblo de Dios, que en este punto se dejaba enseñar por el culto a la gloria de los gentiles y paganos.
Jesús, que ha ido adelante con su ejemplo inaugurando en su vida el camino de la pequeñez, se complace en llamar pequeños a sus discípulos para contradecir las luchas por la grandeza y las rivalidades por los primeros puestos y precedencias que reprochaba a los escribas y a sus discípulos: “Jesús inauguró el secreto divino de la ‘pequeñez’ de manera consciente para contradecir la idea de grandeza representada por las culturas romana y griega y por el rabinismo, y llamó a sus discípulos: los ‘pequeños’ con esa intención.”[4]
Pero no se trata de abrazarse con la abyección por la abyección. Pablo advierte muy claro que la pequeñez es el camino de la caridad, o no es nada: “aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha” (1 Corintios 13,2). Nada de lo que se hace buscando su propia gloria aprovecha realmente. Ni siquiera los dones del Espíritu Santo como lenguas, profecía, ciencia y fe que traslada montañas. Los dones del Espíritu se desviarían de su fin y se anularían puestos al servicio de la autoafirmación, de la búsqueda de sí mismo. Equivaldría a una velada simonía. A poner a mi servicio lo que se me ha dado para servir por caridad a los demás.
La Caridad es pues el alma del misterio de la Cruz. Es en realidad, el Reino espacioso al cual se entra por esa puerta estrecha. Y para el hombre natural, herido por el pecado original, para la naturaleza humana apartada del camino del amor de Dios y que anda por los del amor propio, este es un camino estrecho y una puerta angosta.
Para el hombre es imposible, pero todo es posible para Dios. La Caridad es un don. Se ofrece, se desea y se recibe. San Pablo insiste en su primera carta a los corintios en esta condición de don de Dios que tiene nuestra fe en la Cristo crucificado y en la Cruz de Cristo. Lo hace porque la comunidad de Corinto está tentada por la búsqueda de la propia gloria. Se han hecho partidos que compiten por una gloria intraeclesial. Y los corintios miran de reojo el juicio del mundo pagano y del mundo judío. Todavía someten su propia vida cristiana al juicio de los no cristianos y les importa mucho la aprobación de los demás, especialmente del mundo.
Pablo les advierte que puesto que ellos creen en Cristo y un Cristo crucificado, que es locura, insensatez, necedad para unos y debilidad para otros, no podrán nunca soñar sensatamente en recibir la aprobación del mundo. Son ellos los que tienen que sostener ante el mundo la sabiduría y la fuerza de la Cruz. Y esto es una vocación, una misión de Dios. Para eso han sido preservados y elegidos.
No son ellos los que aceptan la Cruz y se internan en su misterio. Ellos son introducidos en ella por don del Padre.
Quiero terminar esta exposición de hoy con las palabras con que Pablo presenta el misterio de Cristo Crucificado a los fieles de Corinto. Es una ostensión perpetua e insuperable de la santa Cruz como camino estrecho que lleva a la luz.
Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo. Pues la predicación de la cruz es una locura para los que se pierden; mas para los que se salvan –para nosotros– es fuerza de Dios. Porque dice la Escritura: Destruiré la sabiduría de los sabios, e inutilizaré la inteligencia de los inteligentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el docto? ¿Dónde el intelectual de este mundo? ¿Acaso no entonteció Dios la sabiduría del mundo? De hecho, como el mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la locura de la predicación. Así, mientras los judíos piden signos y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la locura divina es más sabia que los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que los hombres. ¡Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza. Ha escogido Dios más bien a los locos del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios a los débiles del mundo, para confundir a los fuertes. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios. De él os viene que estéis en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de Dios, justicia, santificación y redención, a fin de que, como dice la Escritura: El que se gloríe, gloríese en el Señor. (1 Corintions 1, 17-31)
No hay posibilidad para el discípulo de Cristo que gloriarse en otra cosa que no sea la Cruz de su Maestro. Como decía Pablo: “En cuanto a mí ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí como un crucificado y yo soy como un crucificado para el mundo!” (Gálatas 6,14). Realmente, la santa Cruz nos ha liberado de la esclavitud de los criterios y opiniones mundanas. Y de juzgados, nos ha hecho jueces.
[1] Horacio Bojorge, La Parábola del Perro, Editorial Narnia, Mendoza 2000.
[2] Horacio Bojorge, ¿Mujer por qué lloras? Gozo y Tristezas del creyente en la Civilización de la Acedia, Editorial Lumen, Buenos Aires. 1999, págs.51-52. Las citas de D.F. Strauss en: Das Leben kritisch bearbeitet, Tübingen, 1836, p. 734.
[3] eisélthate dia tês stenês pulês, hoti platéia hê pulê kai eurujôros hê hodós hê apágousa eis tên apôleian, kai pollói eisin hoi eiserjómenoi di autês [ ] hoti stenê hê pulê kai tethlimménê hê hodós hê apágousa eis ten zôén, kai olígoi eisin hoi eurískontes autên (Mateo 7,13-14)
[4] Mircea Eliade, Lo Sagrado y lo Profano, Editorial Guadarrama, Madrid, 1967, pág. 195. || “Jesus hat mit Bewusstsein gegen diesen schon im Rabbinat vertretenen Gedanken das göttliche Geheimnis der ‘Kleinheit’ eingesetzt und seine Jünger in diesem Sinn die ‘kleinen’ genannt” Otto Michel, ‘Diese Kleinen’ – eine Jüngerbezeichnung Jesu, en: Theologische Studien und Kritiken 1937/1938, Neue Folge III, Heft 6, pp. 401-415; nuestra cita en p. 415.