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Gilbert Keith Chesterton

Se dice a menudo que Santo Tomás, a diferencia de San Francisco, no hizo lugar en su obra al indescriptible elemento de la poesía. Por ejemplo, que hay pocas referencias a algún placer en las flores y frutos de las cosas naturales, y sí cualquier cantidad de interés en las ocultas raíces de la naturaleza. Y sin embargo, confieso que al leer su filosofía, tengo una impresión muy fuerte y peculiar análoga a la poesía. De forma bastante curiosa, es de algún modo más análoga a la pintura, y me recuerda mucho los efectos producidos por los mejores entre los pintores modernos, cuando arrojan una extraña y casi cruda luz sobre objetos severos y rectangulares, o parecen estar tanteando más que aferrando los mismos pilares de la mente subconsciente. Esto es probablemente porque hay en su trabajo una cualidad que es Primitiva, en el mejor sentido de una palabra malamente mal utilizada; pero de cualquier manera, el placer es definitivamente no sólo de la razón, sino también de la imaginación.

Tal vez la impresión está conectada con el hecho de que los pintores tratan con cosas sin palabras. Un artista dibuja gravemente las grandes curvas de un cerdo; porque no está pensando en la palabra «cerdo». No hay un pensador que está pensando tan inequívocamente acerca de cosas, y no siendo desviado por la influencia indirecta de las palabras, como Santo Tomás de Aquino. Es verdad, en ese sentido, que no tiene la ventaja de las palabras más de lo que tiene la desventaja de las palabras. Aquí difiere abruptamente, por ejemplo, de San Agustín, que fue, entre otras cosas, un ingenio. Fue también una especie de poeta de la prosa, con un poder sobre las palabras en su aspecto atmosférico y emocional, y así sus libros abundan en hermosos pasajes que se elevan en la memoria como trozos de música; el illi in vos saeviant, o el inolvidable grito, «Tarde te he amado, Oh Antigua Belleza!» Es cierto que hay poco o nada de esto en Santo Tomás, pero si careció de los más elevados usos de la mera magia de las palabras, también estuvo libre de su abuso por meros sentimentalistas o artistas egocéntricos, que pueden volverse meramente mórbidos, y una magia muy negra, ciertamente. Y en verdad, es por una comparación así con el intelectual puramente introspectivo, que podemos hallar un atisbo acerca de la verdadera naturaleza de la cosa que describo, o más bien, fallo en describir; quiero decir la poesía elemental y primitiva que brilla a través de todos sus pensamientos, y especialmente a través del pensamiento con el cual comienza todo su pensar. Es la intensa exactitud de su sentido de la relación entre la mente y la cosa real fuera de la mente.

Esa extrañeza de las cosas, que es la luz de toda poesía, y ciertamente, de todo arte, está realmente conectada con su alteridad, o lo que se llama su objetividad. Lo que es subjetivo debe ser rancio; es exactamente lo objetivo lo que es en su manera imaginativa, extraño. En esto el gran contemplativo es el total contrario de aquel falso contemplativo, el místico que mira solamente dentro de su propia alma, el artista egoísta que se desentiende del mundo y vive sólo en su propia mente. Según Santo Tomás, la mente actúa libremente por sí misma, pero su libertad consiste exactamente en encontrar un camino hacia la libertad y la luz del día; hacia la realidad y la tierra de los vivos. En el subjetivista, la presión del mundo fuerza a la imaginación hacia dentro. En el Tomista, la energía de la mente fuerza a la imaginación hacia afuera, pero porque las imágenes que busca son cosas reales. Todo su romance y su «glamour», por así decir, se debe al hecho de que son cosas reales, cosas que no se pueden hallar mirando hacia dentro de la mente. La flor es una visión porque no es solamente una visión. O, si se quiere, es una visión porque no es un sueño. Ésta es para el poeta la extrañeza de las piedras y los árboles y las cosas sólidas; son extrañas porque son sólidas. Lo expreso primero en la forma poética, y ciertamente requiere mucha más sutileza técnica expresarlo de modo filosófico. Según Santo Tomás, el objeto se vuelve parte de la mente, más aún, según Santo Tomás, la mente de hecho se convierte en el objeto. Pero, como nota agudamente un comentador, sólo se vuelve el objeto y no crea el objeto. En otras palabras, el objeto es un objeto; puede existir, y existe, fuera de la mente, o en la ausencia de la mente. Y por tanto amplía la mente de la cual se vuelve una parte. La mente conquista una nueva provincia como un emperador, pero solamente porque ha contestado la campanilla como una sirvienta. La mente ha abierto las puertas y las ventanas, porque es la actividad natural de lo que está dentro de la casa averiguar lo que hay afuera de la casa. Si la mente es suficiente para sí misma, es insuficiente por sí misma. Porque este alimentarse de hechos es ella misma, como órgano, tiene por objeto lo que es objetivo, comer el extraño y fuerte alimento de la realidad.

Nótese cómo esta perspectiva evita ambas trampas, los abismos alternativos de la impotencia. La mente no es meramente receptiva, en el sentido de que absorba sensaciones como papel secante; en esa especie de blandura se ha basado todo ese cobarde materialismo, que concibe al hombre como totalmente servil en relación con su medio. Por otro lado, la mente no es puramente creativa en el sentido de que pinte cuadros en la ventana y luego los confunda con un paisaje exterior. Pero la mente es activa, y su actividad consiste en seguir, tanto como la voluntad elige hacerlo, la luz de afuera que brilla realmente sobre paisajes reales. Esto es lo que da la cualidad indefiniblemente viril y aventurera a su visión de la vida, comparada con aquella que sostiene que inferencias materiales se vuelcan sobre una mente totalmente indefensa, o la que sostiene que las influencias psicológicas se vuelcan hacia fuera y crean una fantasmagoría totalmente infundada. En otras palabras, la esencia del sentido común Tomista es que dos agentes están a la obra: la realidad y el reconocimiento de la realidad; y su encuentro es una especie de matrimonio. Ciertamente, es muy verdaderamente un matrimonio, porque es fructífero, la única filosofía actualmente en el mundo que es realmente fructífera. Produce resultados prácticos, precisamente porque es la combinación de una mente aventurera y un hecho extraño.

El Sr. Maritain ha usado una admirable metáfora, en su libro Theonas, cuando dice que el hecho externo fertiliza la inteligencia interna, como la abeja fertiliza la flor. Como sea, sobre ese matrimonio, o como se lo llame, se basa todo el sistema de Santo Tomás; Dios hizo al Hombre para que fuese capaz de entrar en contacto con la realidad; y aquellos que Dios ha unido, que no los separe el hombre.

Ahora bien, vale la pena subrayar que ésta es la única filosofía práctica. De casi todas las otras filosofías es estrictamente verdadero que sus seguidores actúan a pesar de ellas, o no actúan, simplemente. Ningún escéptico actúa escépticamente, ningún fatalista actúa fatalísticamente; todos sin excepción actúan sobre el principio de que es posible asumir lo que no es posible creer. Ningún materialista que piensa que su pensamiento le fue hecho por el barro y la sangre y la herencia, tiene duda alguna en ordenar sus ideas. Ningún escéptico que cree que la verdad es subjetiva tiene duda alguna en tratarla como objetiva.

Así, la obra de Santo Tomás tiene una cualidad constructiva ausente de casi todos los sistemas cósmicos posteriores a él. Porque él ya está construyendo una casa, mientras los más recientes pensadores están aún en la etapa de probar los tramos de una escalera, demostrando la desesperanzadora blandura de los ladrillos sin cocer, analizando químicamente el intelecto en el nivel, y en general peleando acerca de si pueden siquiera hacer las herramientas que harán la casa. Aquino está eones intelectuales por delante de ellos, por encima del sentido cronológico común de decir que un hombre está adelantado a su tiempo; él está eras adelantado respecto de nuestro tiempo. Porque él ha tirado un puente a través del abismo de la primer duda, y ha encontrado la realidad del otro lado, y ha comenzado a construir sobre ella. La mayoría de las filosofías modernas no son filosofía sino duda filosófica, es decir, duda acerca de si puede haber alguna filosofía. Si aceptamos el acto o argumento fundamental de Santo Tomás en la aceptación de la realidad, las siguientes deducciones a partir de ello serán igualmente reales, serán cosas y no palabras. A diferencia de Kant y la mayoría de los hegelianos, él tiene una fe que no es meramente una duda acerca de la duda. No es meramente lo que comúnmente se llama una fe acerca de la fe; es una fe acerca de un hecho. A partir de este punto puede ir adelante, y deducir y desarrollar y decidir, como un hombre planeando una ciudad y sentado en un sillón de juez. Pero nunca, desde entonces, ningún hombre pensante de esa eminencia pensó que hay alguna evidencia real a favor de algo, ni siquiera la evidencia de sus sentidos, que fuese lo suficientemente fuerte como para soportar el peso de una deducción definida.

De todo esto podemos inferir fácilmente que este filósofo no toca meramente de pasada las cosas sociales, o aún las encuentra en su paso hacia las espirituales, aunque ésa es siempre su dirección. Él toma posesión de ellas, no tiene solamente una captación de las mismas, sino un apretón. Como lo prueban todas sus controversias, era tal vez un ejemplo perfecto de la mano de hierro en el guante de terciopelo. Era un hombre que siempre volvía toda su atención a cualquier cosa, y parece fijar aún las cosas pasajeras mientras pasan. Para él aún lo que era momentáneo era importante. El lector siente que cada pequeño punto de hábito económico o accidente humano está siendo casi chamuscado bajo los rayos convergentes de un lente magnificador. Es imposible poner en estas páginas una milésima parte de las decisiones sobre detalles de la vida que pueden hallarse en su obra, sería como imprimir los reportes legales de un siglo increíble de jueces justos y magistrados sensatos. Sólo podemos tocar uno o dos obvios tópicos de esta clase.

He notado la necesidad de usar términos modernos atmosféricos para algunas cosas atmosféricas antiguas, como al decir que Santo Tomás era lo que la mayoría de los modernos quieren vagamente significar por un Optimista. Del mismo modo, era en buena medida lo que quieren vagamente significar por un Liberal. No quiero decir que cualquiera de sus mil sugestiones políticas encajaría en cualquier credo político determinado de esos, si hay hoy día credos políticos determinados. Quiero decir, en el mismo sentido, que tiene una especie de aire de creer en la amplitud, el equilibrio y el debate. Puede que no sea un Liberal según las extremas exigencias de los modernos, porque siempre parecemos significar por «los modernos» los hombres del siglo pasado, más que los de éste. Él fue bastante Liberal comparado con los más modernos de los modernos, porque todos ellos se están volviendo Fascistas y Hitlerianos. Pero el punto es que obviamente prefería la clase de decisiones que se alcanzan por deliberación más que la acción despótica, y mientras que, como todos sus contemporáneos y correligionarios, no tiene duda de que la verdadera autoridad debe ser autoritativa, es más bien contrario a la idea de que sea arbitraria. Es mucho menos imperalista que Dante, y aún su papismo no es muy imperial. Le gustan mucho frases como «un pueblo de hombres libres», como el material esencial de una ciudad, y es enfático sobre el hecho de que la ley, cuando deja de ser justa, deja aún de ser ley.

Si este trabajo fuese de controversia, se podrían dedicar capítulos enteros a la economía así como a la ética del sistema Tomista. Sería fácil mostrar que en esta materia fue un profeta tanto como un filósofo. Previó desde el comienzo el peligro de la mera confianza en el comercio y el intercambio, que comenzaba en su tiempo, y que ha culminado en el universal colapso comercial en el nuestro. No solamente afirmó que la usura es antinatural, aunque al decirlo sólo seguía a Aristóteles y al obvio sentido común, que nunca fue contradicho por nadie hasta el tiempo de los comercialistas, que nos han llevado al colapso. El mundo moderno comenzó con Bentham escribiendo la Defensa de la Usura, y ha terminado después de cien años, en que aún la opinión del periódico vulgar encuentra las Finanzas indefendibles. Pero Santo Tomás golpeó mucho más hondo aún. Llegó a mencionar la verdad, ignorada durante la larga idolatría del comercio, de que las cosas que los hombres producen sólo para vender son probablemente peores en calidad que las que producen para consumir. Algo de nuestra dificultad con los finos matices del latín aparecerá cuando lleguemos a su afirmación de que hay siempre alguna «inhonestas» en el comercio. Porque «inhonestas» no significa exactamente deshonestidad. Significa aproximadamente «algo indigno», o más cerca tal vez, «algo no del todo elegante». Y tenía razón, porque el comercio, en el sentido moderno, significa vender algo por un poco más de lo que vale, y no lo hubieran negado los economistas del siglo diecinueve. Sólo habrían dicho que él no era práctico, y esto parecía sensato mientras su perspectiva llevaba a la prosperidad práctica. Las cosas son un poco diferentes ahora que ha llevado a la bancarrota universal.

Aquí, sin embargo, chocamos con una colosal paradoja histórica. La teología y filosofía tomista, comparada imparcialmente con otras filosofías como la Budista o la Monista, con otras teologías como la Calvinista o la de la Ciencia Cristiana, es obviamente un sistema práctico y aún batallador, lleno de sentido común y de confianza constructiva, y por tanto, normalmente lleno de esperanza y promesas. Tampoco es vana esta esperanza, ni la promesa incumplida. En este momento moderno no muy esperanzador, no hay hombres tan esperanzados como los que hoy día ven a SantoTomás como guía en cien candentes cuestiones de tecnología y propiedad y ética económica. Hay sin duda un esperanzador y creativo Tomismo en nuestro tiempo. Pero no por ello dejamos de intrigarnos por el hecho de que eso no se dió inmediatamente en el tiempo de Santo Tomás. Es cierto que hubo una gran corriente de progreso en el siglo trece, y en algunas cosas, como la situación del campesino, las cosas habían mejorado grandemente hacia el fin de la Edad Media. Pero nadie puede decir honestamente que el Escolasticismo habría mejorado grandemente hacia el fin de la Edad Media. Nadie puede decir hasta qué punto el espíritu popular de los Frailes había ayudado a los últimos movimientos populares medievales, o hasta qué punto este gran Fraile, con sus reglas luminosas de justicia y su permanente simpatía para con el pobre, puede haber contribuido indirectamente al mejoramiento que ciertamente ocurrió. Pero los que siguieron su método, en tanto distinto de su espíritu ético, degeneraron con extraña rapidez, y no fue ciertamente en los Escolásticos que ocurrió la mejora. De algunos de los Escolásticos sólo podemos decir que tomaron todo lo que era peor en el Escolasticismo y lo hicieron peor aún. Continuaron contando los pasos de lógica, pero cada paso de lógica los llevó más lejos del sentido común. Olvidaron cómo Santo Tomás había comenzado casi como un agnóstico, y parecieron resueltos a no dejar nada en el cielo o en el infierno sobre lo que alguien pudiese ser agnóstico. Fueron una especie de racionalistas rabiosos, que no hubieran dejado ningún misterio en la Fe. En el Escolasticismo antiguo hay algo que impresiona a un moderno como imaginativo y pedante; pero, propiamente entendido, tiene un bello espíritu en su fantasía. Es el espíritu de la libertad, y especialmente, el espíritu del libre albedrío. Nada parece más rebuscado, por ejemplo, que las especulaciones acerca de lo que habría pasado con cada vegetal o animal o ángel, si Eva hubiese elegido no comer el fruto del árbol. Pero esto estaba originalmente lleno de la emoción de la opción, y del sentimiento de que ella podría haber elegido diversamente. Lo que se siguió fue este detallado método detectivesco, sin la emoción de la historia original. El mundo se llenó de incontables volúmenes en los que se probaba por lógica mil cosas que sólo Dios puede conocer. Desarrollaron todo lo que era estéril en el Escolasticismo, y nos dejaron todo lo que es fructífero en el Tomismo.

Hay muchas explicaciones históricas. Está la Muerte Negra, que rompió el dorso de la Edad Media; el consiguiente descenso de la cultura clerical, que hizo tanto para provocar la Reforma. Pero sospecho que hubo también otra causa: que sólo puede expresarse diciendo que los fanáticos contemporáneos que discutieron con Santo Tomás dejaron su propia escuela tras ellos, y en un sentido, esa escuela triunfó después de todo. Los Agustinianos realmente estrechos, los hombres que veían la vida cristiana sólo como la vía angosta, los hombres que no podían siquiera comprender la exultación del gran Dominico en la llama del Ser, o la gloria de Dios en todas sus creaturas, los hombres que continuaron insisitendo febrilmente en cada texto, o aún, en cada verdad, que parecía pesimista o paralizante, estos sombríos cristianos no podían ser extirpados de la Cristiandad, y permanecieron aguardando su oportunidad. Los Agustinianos estrechos, los hombres que no querían ciencia ni razón ni uso racional de las cosas profanas, podrían haber sido derrotados en la controversia, pero tenían una acumulada pasión de convicción. Había un monasterio agustino en el Norte en el que estaba a punto de explotar.

Tomás de Aquino había pegado su golpe, pero no había aquietado definitivamente a los Maniqueos. No es fácil aquietar a los Maniqueos, en el sentido de aquietarlos para siempre. Él había asegurado que el principal esbozo de la Cristiandad que ha llegado a nosotros fuese sobrenatural pero no antinatural; y no fuese nunca oscurecido con una falsa espiritualidad para olvido del Creador y del Cristo que se hizo Hombre. Pero al entrar su tradición en hábitos de pensamiento menos liberales o creativos, y al caer y decaer su sociedad medieval por otras causas, la cosa contra la cual había guerreado se arrastró nuevamente dentro de la Cristiandad. Un cierto espíritu o elemento en la religión cristiana, necesario y a veces noble, pero siempre necesitado de balance por los elementos más suaves y generosos de la fe, comenzó a fortalecerse una vez más, al endurecerse o quebrarse el marco del Escolasticismo. El Temor del Señor, es el comienzo de la sabiduría, y por tanto, pertenece a los comienzos, y se lo siente en las primeras horas frías antes del alba de las civilizaciones; el poder que viene del desierto y cabalga el torbellino y rompe los dioses de piedra; el poder ante el cual las naciones orientales están postradas como pavimento; el poder ante el cual los primitivos profetas corren desnudos y gritando, a la vez proclamando a su dios y escapando de él; el temor que está correctamente enraizado en los comienzos de cualquier religión, verdadera o falsa: el temor del Señor, es el comienzo de la sabiduría, pero no la culminación.

A menudo se señala como muestra de la irónica indiferencia de los gobernantes a las revoluciones, y especialmente, de la frivolidad de los que han sido llamados los Papas Paganos del Renacimiento, en su actitud ante la Reforma, que cuando el Papa oyó por primera vez acerca de los primeros movimientos del Protestantismo, que había comenzado en Alemania, sólo dijo de modo desenvuelto que era «alguna pelea de monjes». Todo Papa estaba por supuesto acostumbrado a peleas entre las órdenes monásticas, pero siempre ha sido notado como una extraña y casi misteriosa negligencia que él no pudiera ver más que esto en los comienzos del gran cisma del siglo XVI. Y sin embargo, en un sentido de algún modo más recóndito, se puede defender lo que se le acusa de haber dicho. En un sentido, los cismáticos tenían una especie de linaje espiritual aún en tiempos medievales.

Se lo puede hallar más arriba en este libro, y fue una pelea de monjes. Hemos visto cómo el gran nombre de Agustín, un nombre nunca mencionado por Aquino sin respeto, pero muchas veces mencionado sin acuerdo, cubría una escuela Agustiniana de pensamiento naturalmente vinculada a la Orden Agustina. La diferencia, como toda diferencia entre católicos, era sólo una diferencia de énfasis. Los Agustinianos acentuaban la idea de la impotencia del hombre frente a Dios, la omnisciencia de Dios acerca del destino del hombre, la necesidad de sagrado temor y la humillación del orgullo intelectual, más que las verdades opuestas correspondientes del libre albedrío o la dignidad humana o las buenas obras. En esto continuaban, en un sentido, la nota distintiva de Agustín, que aún hoy es visto como, relativamente, el doctor «determinista» de la Iglesia. Pero hay énfasis y énfasis, y llegaba un tiempo en que enfatizar un aspecto iba a significar lisa y llanamente contradecir el otro. Tal vez, después de todo, sí comenzó con una pelea de monjes, pero el Papa debía aún aprender cuán peleador puede ser un monje. Porque había un monje en particular, en aquel monasterio Agustino en las selvas germánicas, que se puede decir que tenía un sólo y especial talento para el énfasis, para el énfasis y nada excepto el énfasis, para el énfasis con la calidad del terremoto. Era el hijo de un minero, un hombre con una gran voz y un cierto volumen de personalidad, meditativo, sincero y decididamente mórbido, y su nombre era Martín Lutero. Ni Agustín ni los Agustinianos hubieran querido ver el día de semejante vindicación de la tradición agustiniana, pero en un sentido, tal vez, la tradición agustiniana fue vengada después de todo.

Salió nuevamente de su celda, en el día de la tormenta y de la ruina, y gritó con una nueva y poderosa voz por una religión elemental y emocional, y por la destrucción de todas las filosofías. Tenía un peculiar horror y aborrecimiento por las grandes filosofías griegas, y por el Escolasticismo que se había fundado en esas filosofías. Tenía una teoría que era la destrucción de todas las teorías, de hecho, tenía su propia teología que era ella misma la muerte de la teología. El hombre no podía decir nada a Dios, nada de parte de Dios, nada acerca de Dios, excepto un grito casi inarticulado pidiendo misericordia y la ayuda sobrenatural de Cristo, en un mundo en el que todas las cosas naturales eran inútiles. La razón era inútil. La voluntad era inútil. El hombre no podía moverse a sí mismo una pulgada más que una piedra. El hombre no podía confiar en lo que había en su cerebro más que en un nabo. Nada quedaba en el cielo y en la tierra, sino el nombre de Cristo alzado en esa solitaria imprecación, horrible como el grito de una bestia que sufre.

Debemos ser justos con esas inmensas figuras humanas que son de hecho las bisagras de la historia. Por más fuerte y correctamente fuerte que sea nuestra convicción polémica, nunca debe llevarnos a pensar que algo trivial ha transformado el mundo. Así ocurre con aquel gran monje Agustino, que vengó a toda la tradición ascética de los Agustinianos de la Edad Media, y cuya ancha y corpulenta figura ha sido suficientemente grande como para ocultar por cuatro siglos la distante montaña humana de Aquino. No es, como les encanta decir a los modernos, una cuestión de teología. La teología Protestante de Martín Lutero era una cosa con la que ningún protestante moderno sería visto muerto en un campo; o si la frase es demasiado impertinente, estaría muy ansioso de tocar con un remo. Ese Protestantismo era pesimismo, no era sino mera insistencia en lo desesperado de toda humana virtud, como intento de escapar del infierno. Ese Luteranismo es hoy día completamente irreal, la mayoría de las etapas modernas del Luteranismo son bastante irreales, pero Lutero no era irreal. Era uno de esos grandes bárbaros elementales a los que se ha dado el cambiar el mundo. Comparar, en algún sentido filosófico, a esas dos figuras tan prominentes en la historia, sería por supuesto fútil y aún injusto. Sobre un gran mapa como la mente de Aquino, la mente de Lutero sería casi invisible. Pero no es del todo falso decir, como han dicho muchos periodistas sin preocuparse de si es verdad o no, que Lutero abrió una época, e inició el mundo moderno.

Fue el primer hombre que usó conscientemente su propia consciencia, o lo que más tarde se llamó su Personalidad. Tenía de hecho una personalidad bastante fuerte. Aquino tenía una personalidad más fuerte aún, tenía una presencia masiva y magnética, tenía un intelecto que podía actuar como un inmenso sistema de artillería extendido sobre todo el mundo; tenía ese aplomo instantáneo en la discusión que es el único que merece realmente el nombre de «ingenio». Pero nunca se le ocurrió usar nada excepto su ingenio, en defensa de una verdad que era distinta de él mismo. Nunca se le ocurrió a Aquino usar a Aquino como arma. No hay ni rastro de que haya alguna vez usado sus ventajas personales, de nacimiento, o cuerpo, o cerebro, o educación, en discusión con nadie. En suma, pertenecía a una edad de inconsciencia intelectual, que era muy intelectual. Pero Lutero comenzó el modo moderno de depender de cosas que no son meramente intelectuales. No es una cuestión de elogio o culpa; importa poco si decimos que era una fuerte personalidad, o que era un poco un gran matón. Cuando citaba un texto de la Escritura, insertando una palabra que no está en la Escritura, se contentaba con gritar a todos los importunadores: «¡Díganles que el Dr. Martín Lutero lo entiende así!». Eso es lo que ahora llamamos Personalidad. Un poco después fue llamado Publicidad o Arte de Vender. Pero no argumentamos ahora sobre ventajas o desventajas. Se debe decir en honor de este gran pesimista Agustiniano , no sólo que al final triunfó sobre el Ángel de las Escuelas, sino que en un sentido muy real, hizo el mundo moderno. Destruyó la Razón, y puso en su lugar la Sugestión.

Se dice que el gran Reformador quemó públicamente la Summa Theologica y otras obras de Aquino, y con la hoguera de tales libros, este libro puede muy bien terminar. Dicen que es muy difícil quemar un libro, y debe haber sido extremadamente difícil quemar tal montaña de libros como aquella con la que el Dominico había contribuido a las controversias de la Cristiandad. De todos modos, hay algo pavoroso y apocalíptico en la idea de tal destrucción, cuando pensamos en la compacta complejidad de toda aquella enciclopédica revisión de cosas sociales y morales y teoréticas. Todas aquellas concisas definiciones que excluían tantos errores y extremos, todos los amplios y equilibrados juicios sobre el conflicto de lealtades o la elección de males, todas las especulaciones liberales sobre los límites del gobierno o las condiciones apropiadas de la justicia, todas las distinciones sobre el uso y el abuso de la propiedad privada, todas las reglas y excepciones acerca del gran mal de la guerra, todas las concesiones para la debilidad humana y todas las provisiones para la humana salud; toda esta masa de humanismo medieval se arrugó y se volvió rizos de humo ante los ojos de su enemigo; y aquel grande y apasionado campesino se regocijó oscuramente, porque el día del Intelecto había terminado. Frase por frase se quemó, y silogismo por silogismo, y las máximas doradas se volvieron doradas llamas en aquella última gloria moribunda de todo lo que había sido una vez la gran sabiduría de los Griegos. La gran síntesis central de la historia, que debía unir al mundo antiguo con el mundo moderno, se fue en humo, y para medio mundo, fue olvidada como un vapor.

Durante un tiempo pareció que la destrucción era definitiva. Esto se expresa aún en el hecho asombroso de que, en el Norte, los modernos pueden aún escribir historias de la filosofía en las cuales la filosofía desaparece con los últimos pequeños sofistas de Grecia y Roma, y no se vuelve a oír de ella hasta la aparición de un filósofo de tercera categoría como Francis Bacon. Y sin embargo, este pequeño libro, que probablemente no hará nada más, o tendrá muy poco valor fuera de ello, será al menos un testimonio del hecho de que la marea ha cambiado una vez más. Hace ahora cuatrocientos años, y este libro, espero (y me alegra decir que creo) probablemente se perderá y será olvidado en el diluvio de nuevos y mejores libros acerca de Santo Tomás de Aquino, que en este momento se vierten de todas las prensas en Europa, y aún en Inglaterra y América. Comparado con tales libros es obviamente una producción muy ligera y chapucera; pero no es probable que sea quemado, y si lo fuera, no dejaría siquiera un hueco notable en la masa de nuevo y magnífico trabajo que hoy día se dedica diariamente a la «philosophia perennis», la Filosofía Eterna.

Traducción del capítulo VIII del libro «El buey mudo» de G. K. Chesterton, en el que traza un notable paralelismo entre Santo Tomás de Aquino y Martín Lutero.