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Equipo de Dirección

En la Iglesia, como en toda comunidad, existe una tensión entre la unidad y la pluralidad. Esta tensión se ha manifestado de muchas formas a lo largo de la historia de la Iglesia. La siguiente frase, erróneamente atribuida a San Agustín, expresa de manera sintética y genial los principios aptos para resolver el problema de la tensión entre unidad y pluralidad en las comunidades cristianas: “Unidad en lo necesario, libertad en lo opinable, caridad en todo.”

Unidad en lo necesario. Si falta la unidad en lo necesario, se rompe la comunión eclesial. Es el caso, por ejemplo, de los cismas y herejías que han dañado el cuerpo de la Iglesia. Pero, ¿qué es “lo necesario”, aquello en lo que todos los cristianos debemos coincidir para permanecer en la unidad de la Iglesia? Ésta es la respuesta de San Pablo: “Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos” (Efesios 4:4‑6). Destacamos la importancia de la unidad en “una sola fe.” Últimamente se ha difundido una especie de catolicismo “a la carta”: del menú de los dogmas y las doctrinas cristianas uno elige lo que le gusta y descarta lo restante. Incluso llega a ocurrir a veces que los sacerdotes y catequistas no enseñan la doctrina de la Iglesia, sino sus propias opiniones, erróneas o cuestionables. En 1992 el Papa San Juan Pablo II aprobó y ordenó la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, al cual presentó “como un instrumento válido y autorizado al servicio de la comunión eclesial y como norma segura para la enseñanza de la fe” (Constitución apostólica Fidei depositum, n. 4). Dicho Catecismo nos es muy útil para conservar el depósito de la fe que el Señor confió a su Iglesia. Todos los católicos deberíamos leerlo, estudiarlo y usarlo.

Libertad en lo opinable. La unidad no es uniformidad. Una vez asegurada la unidad en lo esencial, la libertad de los hijos de Dios se despliega abarcando el ancho campo de lo cambiante y contingente. Uno puede perfectamente ser cristiano y dedicarse a la teología, al cuidado de los enfermos, a la contemplación o a la ingeniería; se puede ser un buen cristiano en el matrimonio o en el celibato; militando en uno u otro partido político (mientras su programa sea compatible con el cristianismo;) formando parte de una “comunidad eclesial de base” o siendo un simple “fiel de Misa”; celebrando la Divina Liturgia en el rito latino (en su forma ordinaria o en su forma extraordinaria) o en el rito bizantino, o en cualquier otro de los ritos aprobados por la Iglesia; estando integrado a una parroquia o a un movimiento; etc. Comprendemos mejor qué es la libertad cristiana contemplando el numeroso conjunto de los santos canonizados por la Iglesia. Animados por un mismo Espíritu, Benito de Nursia, Bernardo de Claraval, Francisco de Asís, Tomás de Aquino, Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila, etc. llevaron vidas exteriormente muy diferentes. No sólo inculturaron el Evangelio, expresándolo con un lenguaje apropiado para su época, pueblo y situación, sino que también dieron una respuesta personal al llamado de Dios. Hay tantas formas de seguir a Jesucristo como fieles cristianos.

Caridad en todo. “Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor” (1 Juan 4:8). Nos lo recordó el Papa Benedicto XVI en su hermosa encíclica Deus caritas est: Dios es amor. Tanto en lo necesario y sustancial, como en lo contingente y accidental, debe prevalecer siempre la caridad, el amor cristiano. La caridad, según nos enseña San Pablo, es la mayor de las virtudes cristianas, la única que no pasará jamás. Permanecer unidos en el amor del Padre es la forma más eficaz de realizar y testimoniar la unidad cristiana. Cuando ven a los cristianos tratarse como hermanos, los no cristianos se preguntan por la raíz de ese amor. Ésa fue una de las causas principales de la eficacia misionera de las primeras generaciones cristianas. Unidos en la fe y el amor, también los cristianos contemporáneos debemos responder con libre y creativa generosidad a la vocación universal a la santidad.

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Nuestro Señor Jesucristo, hablando de otro tema, subrayó implícitamente la gran importancia de la unidad en la comunidad de sus discípulos, la Iglesia: “Un reino donde hay luchas internas no puede subsistir, y una familia dividida tampoco puede subsistir” (Marcos 3:24-25).

Los pecados contra la fe causan divisiones graves en la Iglesia. El primer mandamiento del Decálogo nos exige rechazar todo lo que se opone a la fe, en particular la duda (voluntaria o involuntaria), la incredulidad, la herejía, la apostasía y el cisma (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2088-2089).

“Se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma; apostasía es el rechazo total de la fe cristiana; cisma, el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos” (Código de Derecho Canónico, canon 751).

La herejía, al herir y arruinar la fe, en la que se fundamenta toda la vida cristiana de la Iglesia y de cada uno de los fieles, lleva consigo una excomunión automática (cf. Código de Derecho Canónico, canon 1364).

Además, la ley de la Iglesia manda a los Obispos que castiguen con una pena justa a quienes difunden doctrinas condenadas por la Iglesia (cf. Código de Derecho Canónico, canon 1371).

Que en los últimos decenios se han difundido mucho dentro de la Iglesia Católica innumerables herejías es un hecho cierto, denunciado por los Papas con bastante frecuencia. Y estas graves falsificaciones doctrinales no han disminuido en nuestros días.

“El Reino de los Cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero mientras todos dormían vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo y se fue. Cuando creció el trigo y aparecieron las espigas, también apareció la cizaña. Los peones fueron a ver entonces al propietario y le dijeron: “Señor, ¿no habías sembrado buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que ahora hay cizaña en él?”. Él les respondió: “Esto lo ha hecho algún enemigo.” (Mateo 13:24-28)

Ese Enemigo es el Diablo, actuando por medio de hombres e instituciones más o menos sujetos a su influjo. El mundo anticristiano alienta el crecimiento de las herejías y lo entiende como un desarrollo positivo.

Paradójicamente, hoy se dan dos hechos contrapuestos: nunca la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo hacia la verdad completa, ha tenido un cuerpo doctrinal y disciplinar tan amplio y espléndido como el actual. Sin embargo, la falsificación de la doctrina católica es hoy especialmente fácil y frecuente. ¿Cómo ha podido suceder esto? La única respuesta convincente es ésta: nunca la autoridad apostólica ha tolerado en la Iglesia tantos errores doctrinales y tantos abusos disciplinares y litúrgicos.

Herejías, cismas y sacrilegios se han dado y se darán siempre en la Iglesia, pero solamente perduran y se multiplican en la medida en que son promovidos o tolerados por los Pastores sagrados, es decir, en la medida en que quedan impunes. Por eso, si durante el último medio siglo se han esparcido ampliamente verdaderas herejías, esto se debe en gran parte a un ejercicio insuficiente de la autoridad apostólica. (cf. Mateo 13:25 – “mientras todos dormían.”)

Echamos en falta una decisión suficientemente enérgica para combatir la difusión de herejías dentro de la misma Iglesia. Es preciso superar una “cultura de tolerancia a las herejías” que, en un grado u otro, lleva ya vigente medio siglo, al menos en las naciones de antigua tradición cristiana. Siempre que surge la herejía, debe ser afrontada con prontitud y horror. Ésta es la tradición unánime en la historia de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente: tolerancia-cero ante las herejías. Es totalmente incompatible con la Tradición y con la misma Ley canónica de la Iglesia una cierta tolerancia ante los errores contra la fe, una transigencia hecha de reticencias, falsas prudencias, pasividades, ineficacias combativas, reprobaciones largamente demoradas, consentimientos tácitos o explícitos, medidas claramente insuficientes, o hasta sospechosas de una oculta complicidad con la falsificación de la fe.

El combate librado por los Apóstoles contra las herejías fue muy potente. Los escritos apostólicos denuncian una y otra vez el peligro de los maestros del error. Los documentos más antiguos de la Iglesia (Padres apostólicos, Santos Padres, Sínodos, etc.) expresan siempre un vivo horror a la herejía. Y esta adhesión a la ortodoxia doctrinal ha sido una nota permanente en la historia de la Iglesia. No han faltado en ella tiempos difíciles, pero siempre la fuerza de las herejías ha sido vencida, con la asistencia del Espíritu Santo, por una afirmación más fuerte todavía de la verdad católica.

Hace medio siglo que en la Iglesia no se guarda una tolerancia-cero contra las herejías. Los procedimientos canónicos y pastorales para eliminarlas son en gran medida ineficaces, sobre todo porque en muchos casos ni siquiera se aplican. Por eso se han difundido tanto en la Iglesia ideas contrastantes con la verdad revelada y enseñada desde siempre. Comprobando sus malos frutos, debemos juzgar como pésimo el árbol de la “cultura de tolerancia” hacia las herejías.

Es indudable que hoy Dios quiere revitalizar la fe del pueblo cristiano en el amor fiel a la verdad de Cristo y de la Iglesia, y en el horror a la herejía; ese horror que tanto se ha relajado durante los últimos decenios, especialmente en aquellas Iglesias locales que hoy han perdido en la apostasía a gran parte de sus hijos. Todos los cristianos –desde los Obispos hasta el último de los fieles– debemos propugnar en la Iglesia con la mayor energía una tolerancia-cero contra las herejías, reafirmando en todos sus puntos las verdades de la fe católica. La evangelización no puede ser solamente afirmativa, porque no puede afirmarse la verdad de la fe si al mismo tiempo no se rechazan los errores que la niegan. Ese celo apostólico por la verdad de la fe y ese horror extremo por la herejía deben mover a todos a orar y obrar con el mayor empeño para denunciar con prontitud y eficacia tantas herejías, y para recuperar así en la Iglesia el esplendor único de la verdad católica. La “cultura de tolerancia” hacia las herejías, que valora más la libertad de pensamiento y de expresión que la ortodoxia de la fe, es en sí misma un gravísimo error, que abre una puerta ancha a todos los demás errores, y debe ser eliminada cuanto antes.

La ortodoxia católica debe ser defendida con el mismo empeño, por ejemplo, con el que, gracias a Dios, desde hace unos cuantos años la Iglesia está combatiendo el horror de la pederastia: con un empeño total. Así como, por la gracia de Dios y estimuladas por la Santa Sede, las Iglesias locales están librando una lucha sin cuartel contra la pederastia, ellas deben, con el mismo empeño, “combatir los buenos combates de la fe.” (1 Timoteo 6:12)

Pedimos, pues, a Dios que, por su gracia, todos los Obispos descarten la falsa tolerancia que ha permitido, por acción u omisión, que las herejías arruinen la fe del pueblo que el Señor les ha confiado.[1]


[1] NOTA DE FE Y RAZON: La segunda parte de este editorial se basa principalmente en el artículo del Pbro. Dr. José María Iraburu Año de la fe. Tolerancia cero para las herejías, publicado en el N° 84 de Fe y Razón.