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Miguel Antonio Barriola

“¡Oh feliz culpa, que nos mereció semejante y tan grande Redentor!”, cantamos en el Pregón Pascual de la Vigilia de Resurrección.

Nuestro Padre, Dios y su único Hijo Jesucristo son tan benévolos y comprensivos, que se valen hasta de la más abierta rebelión a su voluntad suprema, para seguir ofreciendo remedio y salud a sus criaturas alocadas por el pecado. Así como del mismo veneno nocivo de la serpiente la industria inteligente de la medicina, sabe extraer el antídoto contra la mordedura mortal.

Pero, si tenemos a mano la solución, sigue todavía el asedio del enemigo, las emboscadas en el camino, ya que seguimos siendo “viatores” (caminantes) y aún no hemos llegado al reposo perfecto de la Patria, dirigiéndonos a los tumbos hacia la meta.

Estos accidentes de ruta pueden desanimarnos, haciéndonos caer en la filosofía simplista del tango: “Si soy así, ¡qué voy a hacer!”

Lo que se “ha de hacer” y aprender es no caer en un desánimo fatalista, sino cultivar el arte de aprovechar nuestras propias faltas. Así como el estiércol sirve de abono para el crecimiento de las plantas. Para lo cual hay maestros insignes, que nos legaron señales útiles para el camino, tortuoso, pero posible.

Así, San Pablo vivió profunda y dramáticamente la comprobación del mal y la culpa en carne propia. En la 2 Corintios expone lo que podríamos llamar sus “Confesiones”. Se dirige a algunos, que ponían en duda su autoridad y vocación como apóstol, siendo su defensa llamativa, porque para nada saca a relucir títulos o méritos, que legitimen su enseñanza, sino que tiene la audacia de mostrar sus propios fracasos y de gloriarse de sus debilidades. En 2 Corintios 12, 1-10 se refiere a una “espina en mi carne,”[1] y si bien el hecho lo atormenta, no menos lo considera útil y provechoso, “para no engreírse.”[2] Se trataba, evidentemente de un límite, que lo redimensionaba frente a sí mismo y a los demás; una deficiencia humillante, que hacía de contrapeso a la grandeza de las revelaciones recibidas y tan dura de soportar, que Pablo la tiene por “un ángel de Satanás”, que lo hiere.[3] Con todo, el Apóstol reconoce a este lado negativo una función positiva: la de impedirle que se considere artífice de su propia santidad, o de ser un apóstol, que se anuncia a sí mismo, confiándose demasiado en sus habilidades, presumiendo de lo que ha recibido, como si fuera mérito suyo. Se encuentra, pues, transformando el veneno en remedio.

Interrumpimos la lectura, que venimos comentando, tratando de aterrizar a algunas aplicaciones. Me viene a la memoria, la historia del revolucionario mexicano Emiliano Zapata. [4] Había partido su rebelión desde su baja condición campesina, injustamente tratada por los gobernantes de entonces. Pero, una vez llegado al triunfo y adoptando las mismas poses de los tiranos, que había combatido, uno de sus camaradas le observó: “Emiliano, acuérdate de cuando estabas en el llano”.

Lo mismo puede suceder en todo aquel que, en la misma Iglesia de Cristo, se ve dotado de autoridad: obispos o curas que se creen papa y rey; dirigentes de movimientos reclamando privilegios o un trato especial. En fin, que, olvidando la vocación de servicio (“Siervo de los siervos de Dios” se suele calificar al Papa), se van deslizando a una autoestima exagerada, que no cabe en seguidores de Cristo.

Al contrario, quien se va templando, cuando le tocan estas noches oscuras interiores, aprende a ir a lo esencial de la vida cristiana y apostólica, buscando a Dios solamente, pidiéndole no sólo que lo libre del mal, sino, sobre todo del miedo a reconocerse débil y pecador. Nace así una criatura nueva, que aprende a convivir con sus dolencias, transfigurándolas y dejándose remodelar por ellas: en el fondo, participando en la cruz de Cristo, volviéndola: feliz culpa.

La respuesta que Pablo recibió de Dios a su plegaria de liberación, no satisfizo su pedido. Pero hizo algo mucho más maravilloso, revelándole algo absolutamente inimaginable: “Más bien me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo. Por eso me complazco en mis debilidades…porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.”[5]

La desproporción entre la poca cosa que somos todos, hace palpar más patentemente la plenitud del poder de Dios. Nosotros querríamos ser hombres fuertes, misioneros capaces, ascetas virtuosos. Y creemos que Dios también está de acuerdo con estos “santos propósitos” nuestros, considerándolo casi como obligado con su omnipotencia y, naturalmente para su gloria, a concedernos el poder de realizarlos. Surge así cierta concepción de Dios, sobre la cual proyectamos nuestros sueños frustrados de dominio, que deberían satisfacer los propios pequeños anhelos de éxito y de reconocimiento. Un Dios de nuestras fantasías, siempre triunfante y aplaudido, pero tan escandalosamente distinto y alejado del Dios misteriosamente débil en la Cruz.

No menos se levanta la imagen de nosotros mismos, como campeones, que tienen que vencer por su propia capacidad, considerándonos tácitamente como “siervos útiles” para el Reino, siendo así que el Señor nos recordó, que nos viéramos cual “siervos inútiles.”[6] Caemos, en realidad, en la ambición de ser más amos que servidores, más preocupados de la propia fama, poder y aprecio, que de la gloria de Dios.

El poder de Dios, en realidad, pasa por la vulnerabilidad del Hijo y desde entonces continúa obrando la salvación, usando las limitaciones de quien—no por ser humilde, sino simplemente sincero—reconoce plenamente su fragilidad e impotencia, quien se sabe culpable y ha experimentado el perdón de quien lo ha creado y constantemente lo recrea; quien sabe que jamás será perfecto y tampoco desea serlo, si esto significara no saber gozar ni apreciar la misericordia del Padre.

El Apóstol, en particular, es uno que ha vivido a fondo esta experiencia y sufre como ningún otro el ser débil e inadecuado, pero goza, porque se redescubre cada día como un pecador, en el que obra la gracia. Cuanto mayor conciencia tiene de su indignidad, tanto más eficaz resulta en él la acción divina.

Otro gran santo, que nos puede guiar, para no desesperarnos frente a nuestras deficiencias, es San Francisco de Sales, que tuvo siempre una gran compasión por la flaqueza humana. Todas sus enseñanzas muestran, que la gran santidad, a la que había llegado, lo ponía en condiciones de penetrar con una mirada muy profunda, el abismo de la miseria y endeblez, cavado en nosotros por el pecado original y los propios. Por eso advertía: “Uds. se quejan de que en sus vidas se entremezclan muchas imperfecciones y defectos, contrariando el deseo que tienen de la perfección y de la pureza del amor de nuestro Dios. Les respondo que no es posible desasirnos completamente de nosotros mismos. Mientras estemos aquí abajo, es necesario que nos soportemos siempre a nosotros mismos, hasta que Dios nos lleve al cielo. Mientras carguemos con nosotros mismos, no llevaremos cosa de gran valor.”[7]

Otra reflexión, cargada de buen sentido: “Nuestra imperfección nos acompañará hasta la tumba. No podemos caminar sin caer en tierra. No es necesario caer y embarrarse; pero tampoco es necesario pensar en volar, porque somos pichones y todavía no tenemos alas”[8].”El alma que asciende del pecado a la devoción, es comparable al alba; cuando surge no hace desaparecer la oscuridad de golpe, sino poco a poco. Un aforismo dice que la curación que se hace lentamente es la más segura. Las enfermedades del alma vienen a caballo y corriendo, pero se van muy lerdas, como bueyes de carreta”[9].

Llegará a usar la ironía fina, para martillar más aún esta verdad. “Me preguntas, cómo podrías hacer para afirmar tu espíritu en Dios, de tal manera que nada pueda alejarlo de Él. Dos cosas son necesarias para eso: morir y salvarse. Porque después de esto ya no habrá más separación y tu espíritu estará indisolublemente adherido y unido a Dios”[10]. Con lo cual, prácticamente está enseñando, que mientras peregrinamos por este mundo, nuestra adhesión a Dios estará amenazada de retrocesos. Por lo cual, jamás estará permitido “dormirse en los laureles”.

Y continúa insistiendo: “Los más santos no son los que cometen menos errores, sino los que tienen más coraje, más generosidad, más amor; los que se esfuerzan más por superarse y no temen tanto algún tropiezo e incluso una caída o mancharse un poco, con tal de avanzar”[11].

Se puede reflexionar, de paso, sobre cuánta comprensión tendríamos con nuestros hermanos, si meditásemos esto. Cómo buscaríamos identificarnos con la inefable paciencia de Aquel que, enseguida de investir a sus enviados con el poder de perdonar los pecados,[12] les recordó que se ha de perdonar no siete veces, sino setenta veces siete.[13]

Claro que esa comprensión, aplicada tanto a nosotros como a los demás, no significa que miremos nuestras fallas como si fueran menudencias. Porque una cosa es no extrañarnos de nuestras caídas, tomando conciencia de que no somos supersantos, y otra muy distinta es no detestarlas, buscando cómo repararlas. La solución no está en el consejo de Lutero a Melanchton: “Pecca fortiter et crede fortius” (trad. “peca fuertemente, pero cree más fuertemente”), porque el mismo Pablo excluyó semejantes conclusiones laxistas con visible indignación, haciéndolo por tres veces: “Si con mi mentira, la verdad de Dios sale ganando, para gloria suya, ¿por qué todavía voy a ser condenado como pecador? ¿O debemos hacer el mal para que resulte el bien, como algunos calumniadores nos hacen decir? ¡Estos sí merecen ser condenados!”[14] “¿Qué diremos, entonces? ¿Qué debemos seguir pecando, para que abunde la gracia? ¡Ni pensarlo!”[15] “¿Entonces qué? ¿Vamos a pecar porque no estamos sometidos a la ley, sino a la gracia? ¡De ninguna manera!”[16]

Admitir con lucidez y serenidad que nuestro hombre viejo siempre levantará cabeza, no significa pactar con nuestras enfermedades. Así como, por lo común, en invierno solemos contraer algún resfrío o gripe, pero no por eso dejamos de abrigarnos, acudir a alguna aspirina o antigripal. En una palabra: no podemos abusar de la misericordia de Dios.

El campesino no se asombra de que las hierbas malas invadan su campo, pero no por eso es menos diligente en arrancarlas. Así, Francisco de Sales, después de haber aconsejado, acerca de los pecados, incluso mortales: “Cuando cometan alguna falta, no se asombren”[17], habiendo subrayado antes que, “si supiéramos bien lo que somos, en vez de sorprendernos porque caemos, nos sorprenderíamos de estar de pie.”[18] nos recomienda inmediatamente, que no permanezcamos “tirados y sucios”, cuando hayamos caído, añadiendo acto seguido: “si la fuerza de la tempestad, alguna vez nos provoca un malestar de estómago y nos marea un poco, no nos extrañemos, pero en cuanto podamos, recobremos el ánimo y esforcémonos por mejorar.”[19]

Hay que evitar los razonamientos de mucha gente: “Me tiro una cana al aire, total después me confieso”. Tal actitud no es la del enfermo, que conociendo y lamentando su fragilidad, busca sanarse, sino la del coqueteo: “le doy algo a mis gustos y otro poco a Dios”.

De ahí otra muy lúcida recomendación del santo obispo de Ginebra: ”Cuando caigas, eleva tu corazón suavemente, humillándote mucho en presencia de Dios, conociendo tu miseria, sin extrañarte de tu caída. Pues no es de admirar que la enfermedad sea enferma o la debilidad débil o miserable la miseria. Pero detesta con todas tus fuerzas la ofensa que has hecho a Dios y, con gran coraje y confianza en su misericordia, retoma el camino de la virtud que abandonaste.”[20]

Con Pablo, pues, hemos de estar muy atentos a que no se nos suban los humos a la cabeza. Él dio cuenta de las sublimes revelaciones, que confirmaban su misión,[21] pero reconocía que, justamente, para no ensoberbecerse con tales subidos dones, los seguían acompañando sus fragilidades.[22]

¡Ay de los sacerdotes que, para medrar, se valgan de su situación venerada por los buenos católicos! Olvidando que son vasos de barro y que si algo valen, es por los tesoros depositados en ellos.[23] ¡Ay de todo cristiano, que se figure superior a sus hermanos o a aquellos que no tienen fe! Olvidando, que “nada tienen que no hayan recibido” y que, por ende, no tienen motivo alguno “para gloriarse.” [24]

Con Francisco de Sales sepamos reconocer con llaneza y sin tragedia nuestros defectos. Que nos sirvan también para ser indulgentes con los pecadores. Pero que piedad y misericordia no equivalgan a “manga ancha”, permisivismo, rebajamiento de las exigencias, para aparecer como el cura abierto, moderno y tolerante, o el creyente al tanto del último grito de la moda y complaciente con el mundo.

La Cruz, por fin, antídoto eficaz al veneno del pecado, si llegara a estar ausente de nuestro horizonte, sería indicación de lo descaminados que andamos, porque “solum per crucem ad lucem”.


[1] 2 Corintios 12, 7.

[2] Ibid.

[3] Ibid.

[4] En el film: ¡Viva Zapata!, interpretado por Marlon Brando.

[5] Ibid., vv. 9-10.

[6] Lucas 17, 10.

[7] Obras completas, XIII, 19.

[8] Ibid., XII, 205.

[9] Introducción a la Vida Devota, I, V. Por supuesto que esta lentitud, no equivale a fomentar la pereza o el dejar para más tarde, lo que urge hacer ya, ahora. Advierte solamente de que no creamos, que los procesos de conversión y adelanto en la vida espiritual podrán obtenerse según los ritmos apresurados, con los que tantas veces ansiamos tener todo resuelto aquí y ahora.

[10] Plática IX, VI, 148.

[11] Manual de las almas interiores.

[12] Mateo 18, 18.

[13] Mateo 18, 21-22.

[14] Romanos 3, 7-8.

[15] Ibid., 6, 1-2.

[16] Ibid., 6, 15.

[17] El Amor de Dios, XIX, 301.

[18] Ibid., XIII, 29.

[19] Ibid., XIV, 374.

[20] Introducción a la Vida Devota, III,9.

[21] 2 Corintios 12, 1-4.

[22] Ibid., vv. 6-10.

[23] 2 Corintios 4, 7.

[24] 1 Corintios 4, 7.