es-satanás-un-ser-personal-e-individual.png

Néstor Martínez Valls

Breve análisis del siguiente artículo de Xavier León-Dufour, S.J.: «El Diablo», artículo traducido y condensado por Ana Rubio para «Selecciones de Teología», XLI, (2002), 164, pp. 347 – 354. El original es «Que Diable!,» Études, 396 (2002), pp. 349-363. Hemos tenido acceso solamente a la versión condensada española.

Este autor es bastante conocido en ambientes eclesiales aún laicales, entre otras obras, por su «Vocabulario de Teología Bíblica». En este artículo se lanza a una desafortunada «desmitologización» del tema del diablo, que analizaremos brevemente.

Agradecemos al Pbro. Dr. Miguel Antonio Barriola sus valiosas observaciones que hemos integrado al texto.

León-Dufour comienza constatando cierta renovada actualidad del tema del diablo, y dice entre otras cosas:

«Las peticiones de exorcismo han aumentado considerablemente en Francia desde hace unos decenios. Al mismo tiempo que se le hace un guiño a la credulidad, se aprovecha uno de la situación».

Deja bastante perplejo esto que parece ser un juicio interpretativo y valorativo de la actuación pastoral de la Iglesia ante el tema de las solicitudes de exorcismos.

Luego, constata que:

«La Iglesia ha mantenido constantemente la existencia de un Adversario del designio de Dios sin pronunciarse, no obstante, sobre su naturaleza. Tales especulaciones no son objeto de definiciones conciliares.»

¿Es verdad que la Iglesia, al profesar la existencia del diablo, no se ha pronunciado sobre su naturaleza? De entrada, notemos que ello sería lógicamente imposible, pues no se puede afirmar la existencia de algo sin decir al menos lo suficiente sobre su «naturaleza» para que no se piense que estamos afirmando la existencia de otra cosa distinta. Decir: «X existe», no es afirmar la existencia de nada. Pero el autor continúa:

«El concilio de Letrán (1215) se pronunció contra los cátaros para recordar que los ángeles son seres creados por Dios, sin precisar su naturaleza.

El IV Concilio de Letrán, ecuménico, del año 1215, en su profesión de fe, dice:

«Firmemente creemos y simplemente confesamos, que uno solo es el verdadero Dios, eterno, inmenso, e inconmutable (…) Creador de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles, espirituales y corporales; que por su omnipotente virtud a la vez desde el principio del tiempo creó de la nada a una y otra criatura, la espiritual y la corporal, es decir, la angélica y la mundana, y después la humana, como común, compuesta de espíritu y de cuerpo. Porque el diablo y los demás demonios, por Dios ciertamente fueron creados buenos por naturaleza, mas ellos, por sí mismos, se hicieron malos. El hombre, empero, pecó por sugerencia del diablo.» (Denzinger 428).

Aquí se nos dice algo, ciertamente, sobre la «naturaleza» del diablo: es una creatura invisible, espiritual, angélica, creada buena por Dios, (buena por «naturaleza», justamente) y que hizo mala a sí misma. Obviamente que ello supone una naturaleza y unos actos espirituales y libres que exigen la naturaleza personal.

Pero agrega León-Dufour:

La encíclica «Humani Generis» (1950) declara que el diablo es una criatura personal, sin precisar el concepto de persona.

Esto parece un juego en el que cada casillero remitiese a otro. Ahora resulta que el Magisterio ha dicho que sí es un ser personal (lo cual ya es decir algo de la «naturaleza» del diablo) pero no se ha precisado el concepto de «persona». Es evidente que a cualquier explicación que diese el Magisterio se podría aplicar el mismo tratamiento, como pasa cuando se pide a alguien que defina todos los términos que emplea (cosa obviamente imposible).

Con todo, ¿se lo podrá «precisar» tanto que al final resulte que no es una criatura personal?

Luego dice:

Para evitar el error gnóstico, Pablo VI situó la cuestión del diablo como «la interpretación cristiana del mal».

No viene la cita de Pablo VI. Con todo, así como está, se puede entender de dos formas muy diferentes eso de «la interpretación cristiana del mal»:

1) Lo que existe es el mal, y el «diablo» es una metáfora cristiana para hablar de eso

2) La fe cristiana nos muestra la verdadera clave de la realidad del mal, que es la existencia personal del diablo.

Es claro que ha sido el segundo el sentido de las palabras del Papa, a tenor con toda la tradición de la Iglesia.

Pero ya que estamos con el Magisterio de la Iglesia, veamos lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica.

La existencia de los ángeles, una verdad de fe

328 La existencia de seres espirituales, no corporales, que la Sagrada Escritura llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe. E1 testimonio de la Escritura es tan claro como la unanimidad de la Tradición.

Aquí el Catecismo afirma claramente que la existencia de los ángeles, entendiendo con ello seres espirituales, no corporales, es una verdad de fe. Ello es evidente desde que la vemos formar parte de la profesión de fe de un Concilio Ecuménico como el Lateranense IV. Y ya aquí se dice algo de su «naturaleza»: son espirituales, no corporales.

Quiénes son los ángeles

329 S. Agustín dice respecto a ellos: «Angelus officii nomen est, non naturae. Quaeris numen huius naturae, spiritus est; quaeris officium, angelus est: ex eo quod est, spiritus est, ex eo quod agit, angelus» («El nombre de ángel indica su oficio, no su naturaleza. Si preguntas por su naturaleza, te diré que es un espíritu; si preguntas por lo que hace, te diré que es un ángel») (Salmo 103, 1, 15). Con todo su ser, los ángeles son servidores y mensajeros de Dios. Porque contemplan «constantemente el rostro de mi Padre que está en los cielos» (Mateo 18, 10), son «agentes de sus órdenes, atentos a la voz de su palabra» (Salmo 103, 20).

330 En tanto que criaturas puramente espirituales, tienen inteligencia y voluntad: son criaturas personales (cf Pío XII: Denzinger-Schönmetzer 3891) e inmortales (cf Lucas 20, 36). Superan en perfección a todas las criaturas visibles. El resplandor de su gloria da testimonio de ello (cf Deuteronomio 10, 9-12).

Se aclarara aquí en el Catecismo el sentido del término «espirituales»: tienen inteligencia y voluntad, y por tanto, son seres personales.

El pronunciamiento de Pio XII a que se refiere el Catecismo se encuentra en la Encíclica «Humani Generis» de 1950. El Papa está elencando los errores de la «Nueva Teología», y dice:

«Algunos plantean también la cuestión de si los ángeles son creaturas personales, y si la materia difiere del espíritu» (Denzinger 2318).

Continúa el Catecismo diciendo:

II La caída de los ángeles

391 Tras la elección desobediente de nuestros primeros padres se halla una voz seductora, opuesta a Dios (cf. Génesis 3,1-5) que, por envidia, los hace caer en la muerte (cf. Sabiduría 2,24). La Escritura y la Tradición de la Iglesia ven en este ser un ángel caído, llamado Satán o diablo (cf. Juan 8,44; Ap 12,9). La Iglesia enseña que primero fue un ángel bueno, creado por Dios. «Diabolus enim et alii daemones a Deo quidem natura creati sunt boni, sed ipsi per se facti sunt mali» («El diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con una naturaleza buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos») (Cc. de Letrán IV, año 1215: Denzinger-Schönmetzer 800).

Aquí el Catecismo enseña que el diablo es un ángel caído, de donde se sigue que es un ser espiritual y personal como arriba el mismo Catecismo ha enseñado acerca de los ángeles en general.

392 La Escritura habla de un pecado de estos ángeles (2 Pedro 2,4). Esta «caída» consiste en la elección libre de estos espíritus creados que rechazaron radical e irrevocablemente a Dios y su Reino. Encontramos un reflejo de esta rebelión en las palabras del tentador a nuestros primeros padres: «Seréis como dioses» (Génesis 3,5). El diablo es «pecador desde el principio» (1 Juan 3,8), «padre de la mentira» (Juan 8,44).

393 Es el carácter irrevocable de su elección, y no un defecto de la infinita misericordia divina lo que hace que el pecado de los ángeles no pueda ser perdonado. «No hay arrepentimiento para ellos después de la caída, como no hay arrepentimiento para los hombres después de la muerte» (S. Juan Damasceno, f.o. 2,4: PG 94, 877C).

394 La Escritura atestigua la influencia nefasta de aquel a quien Jesús llama «homicida desde el principio» (Juan 8,44) y que incluso intentó apartarlo de la misión recibida del Padre (cf. Mateo 4,1-11). «El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del diablo» (1 Juan 3,8). La más grave en consecuencias de estas obras ha sido la seducción mentirosa que ha inducido al hombre a desobedecer a Dios.

395 Sin embargo, el poder de Satán no es infinito. No es más que una criatura, poderosa por el hecho de ser espíritu puro, pero siempre criatura: no puede impedir la edificación del Reino de Dios. Aunque Satán actúe en el mundo por odio contra Dios y su Reino en Jesucristo, y aunque su acción cause graves daños – de naturaleza espiritual e indirectamente incluso de naturaleza física- en cada hombre y en la sociedad, esta acción es permitida por la divina providencia que con fuerza y dulzura dirige la historia del hombre y del mundo. El que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero «nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman» (Romanos 8,28).

¡Sin duda que son unas cuantas indicaciones acerca de la «naturaleza» del diablo y sus ángeles, y que van exactamente en contra de la tesis de León-Dufour!

Comienza entonces el autor a historiar la enseñanza bíblica respecto del diablo, como veremos, en frontal oposición a lo que enseña la Iglesia:

«Para librarse de este dilema, Israel recurrió a la intervención de terceros personajes. El relato del Génesis exonera del pecado de los orígenes tanto a Dios como a Adán, haciendo recaer sobre una criatura de este mundo –la serpiente– el papel de tentador.»

¡Nos encontramos pues con que el relato del Génesis tiene la finalidad de exonerar de su culpa a Adán!. Y también a Dios.

Respecto de lo primero: ¿porqué entonces la acción de Adán y Eva es presentada claramente como una elección libre y culpable de desobediencia al mandato de Dios, al punto de merecer la expulsión del Paraíso, las maldiciones respectivas, y la muerte misma? Si el autor del Génesis entiende que Adán no es culpable, ¿no debería eso llevarlo lógicamente a la conclusión de que Dios es injusto? ¿Es ésa la tesis de este libro sagrado?

Respecto de lo segundo: ¿exonerar a Dios de la culpa? ¿Para ello es necesario el diablo? ¿No hubiese alcanzado con reconocer que la culpa es del hombre? La tesis de León-Dufour es que precisamente, para no reconocer nuestra culpa, y no culpar tampoco a Dios, hemos «inventado» al diablo. Pero eso es contradicho precisamente por el texto del Génesis, en el cual, a pesar de estar presente la «serpiente», el hombre es claramente culpable.

Además, puestos en esa lógica: ¿cómo «exonerar» a Dios del pecado de Satanás? ¿Sería necesario inventar otro Satanás? ¿Y así «ad infinitum»?

En realidad, no «exonera» a nadie de su pecado el haber pecado cediendo a la tentación de otro, porque el ceder a la tentación sigue siendo un acto libre y por tanto responsable.

Luego dice:

«…el Cronista atribuye a Satán, y no a Dios, la incitación hecha a David para elaborar el censo del pueblo, empresa juzgada culpable (1 Crónicas 21, 1; cf. 2 Samuel 24, 1). Satán exime a Dios de una mala acción.»

Aumenta la perplejidad. ¿La incitación vino de fuera de David, o no? ¿Vino de Dios, o no? ¿La empresa era realmente culpable, o sólo fue «juzgada» así?

Luego, preparando el terreno para abordar el Nuevo Testamento, dice:

«Según la regla de la comunidad de Qumrán, «un espíritu (o ángel) de tinieblas» ha sido creado por Dios al lado de un «Espíritu de luz». Se le llama también Belial (2 Corintios 6, 15). Es evidente la influencia del dualismo iraní.»

O sea, que esa influencia del dualismo iraní estará presente también en el Nuevo Testamento, se espera que infiera el lector.

En cuanto al «dualismo iraní», se ha de aclarar que Israel lo ha purificado considerablemente, ya que los dos principios antagónicos (Ormuz y Ahriman = Bien y Mal) eran «dioses». Cosa que no sucede así en la teología del pueblo elegido. Satán es claramente un ser sometido a Yahweh.

Por otra parte, tal influjo de otra cultura, sobre los contenidos de la propia fe, en nada repugna a la tradición bíblica. Así, los hebreos (fuera de los saduceos) admitieron la «inmortalidad del alma» por su contacto con la filosofía griega. «Con el libro de la Sabiduría la inmortalidad del alma de los justos está claramente afirmada (Sabiduría 3, 1 – 4)». (J. Dheilly, «Immortalité» en su obra: Dictionnaire Biblique, Desclée-Tournai, 1964, 521).

Continúa:

«En el Nuevo Testamento, Satán es el Adversario de los hombres y de Dios que ataca la realización del proyecto de Dios actuante en la misión de Jesús. En los evangelios y en las cartas paulinas, la acción atribuida a Satán se dirige contra Jesús y los discípulos encargados de proclamar su mensaje.»

Es demasiado clara la doctrina del Nuevo Testamento sobre el diablo como para poder evitar una afirmación global como ésta. Pero luego viene el tratamiento en detalle, empezando por las tentaciones de Jesús:

«Esta escena no es la película de un hecho puntual, sino que representa en resumen las tentaciones que Jesús sufrió, no ya a través de Satán, sino de sus propios contemporáneos. Jesús es el verdadero Israel, absolutamente fiel.»

O sea que las tres tentaciones de Jesús que narran los Evangelistas vinieron, no «a través» de Satán, sino de sus propios contemporáneos. Ese «a través» se las trae. El autor no puede decir «no vinieron de Satán, sino de sus contemporáneos», porque él no niega la existencia del Adversario, como veremos, sino que «reinterpreta» su naturaleza (es decir, niega que sea una persona). Pero al mismo tiempo, si dijera «vinieron de Satanás, mediante sus contemporáneos», sin más, eso sería totalmente compatible con la exégesis tradicional. El «a través» ha recibido la difícil misión de negar la existencia personal de Satanás al mismo tiempo de afirmar su influencia real en el mundo por medio de seres humanos, muchas veces, a los que usa como instrumentos.

Tocante a las «tentaciones» de Cristo en el desierto, admiten su historicidad : J. Dupont, Les tentations du Christ au désert, Desclée (1968). I. De La Potterie, «De Tentatione Jesu (4, 1 – 13)» en su obra: Excerpta exegetica ex Evangelio Sancti Lucae , Roma (in usum privatum auditorum tantum) (1973, 74 , 2ª. ed.), en el apartado: «De historicitate eventus», pp. 119 – 124). El mismo De La Potterie, acude al «Léon Dufour» («junior»), como bibliografía sobre la «historicidad» (Les évangiles et l’histoire de Jésus, Paris, 1963, pp. 335- 342) .

Pero el caso, además, es que una de las principales actividades de Jesús en los Evangelios son precisamente los exorcismos. Esta nueva dificultad se enfrenta como sigue:

«Dichos relatos podrían reflejar las antiguas creencias que atribuían las enfermedades a los demonios. El epiléptico, por ejemplo, es víctima de un demonio (Mateo 17, 18-20). Los milagros simbolizan la vida restituida íntegramente al hombre.»

De paso, junto con la «desmitologización» de los exorcismos, la de los milagros.

Veamos. Las antiguas creencias atribuían las enfermedades a los demonios. Las modernas creencias pueden hacerlo también.

Hay miles de formas de provocar una enfermedad en el prójimo, y cualquier médico ha de conocerlas, forzosamente, pues eso entra dentro del conocimiento de las enfermedades, sus causas, los medicamentos, las sustancias químicas y su acción sobre el organismo, etc.

¿Quiere eso decir que si un médico acusa a alguien de haber provocado una enfermedad en una tercera persona, desconoce los avances de la ciencia médica en cuanto a las causas de las enfermedades?

Los antiguos desconocían algunas de estas causas que nosotros conocemos (no todas, no eran tan estúpidos, e Hipócrates, el del juramento médico, fue antiguo) y algunos atribuían las enfermedades a los demonios. Eso no quiere decir que lo hiciesen porque desconocían las causas naturales. Podría ser perfectamente que lo hiciesen porque, junto con las causas naturales, que conocían, aunque no tan bien como nosotros, conocían también las causas sobrenaturales que puede tener una enfermedad en algunos casos.

Y en la hipótesis que es la de la fe de la Iglesia, de la existencia personal del diablo ¿será imposible que tenga tanto o más poder para producir enfermedades en el prójimo que cualquier envenenador común y corriente?

Una cosa no excluye la otra: la causa principal no excluye las causas instrumentales, y la causa sobrenatural no excluye las causas naturales, químicas, físicas, biológicas, etc., al contrario, puede valerse de ellas.

Pero León-Dufour continúa:

«Al proclamar «el Reino ha llegado», Jesús sabe que se halla comprometido en una lucha con Satán (…) ¿Creía Jesús en la existencia personal de Satán o era, más bien, la cifra del mal que separa al hombre de Dios? (…)

Aquí llegamos a la ya «clásica» figura de un Jesús, Verdad Encarnada, que sabe que el diablo no es una persona, pero que hace todo lo posible por convencer a sus contemporáneos de que sí lo es. Véase sin embargo en los Evangelios.

Cuando Jesús habla de Jonás no declara nada sobre su existencia (…) sin ser Satán en persona, Pedro ha hablado como «adversario» del designio de Dios, situándose así en el lugar del tentador (…) Pedro es un agente de Satán. No es que Satán sea una persona, actúa en la tierra, en este caso, en la persona de Pedro.»

En cuanto al argumento de «Jonás», mencionado por Cristo, sin que se pronuncie sobre su existencia, con tales fundamentos habría que dudar de casi todos los personajes, a los que se refirió Jesús, ya que nunca disertó expresamente sobre su existencia.

Satanás no es una persona, pero actúa en la tierra. ¿Qué concepto de «acción» es el que se maneja aquí? Lo veremos más adelante.

«El Adversario aparece como «Príncipe de este mundo», a la cabeza del mundo incrédulo. El mismo mundo, en sentido joánico…»

Aquí comienza la identificación del diablo con el «mundo», que florecerá plenamente más adelante, como veremos.

Luego, toca el turno a San Pablo:

«Según una concepción judía influida por las mitologías orientales, Pablo habla, además, de «poderes cósmicos» (principados, dominaciones, tronos…), que siguen ignorando la victoria de Cristo, de tal manera que los creyentes han de luchar contra ellos. La mención de estos poderes no juega un papel importante en la enseñanza moral de Pablo. Provienen de la necesidad que tiene el hombre de poblar el mundo intermediario de seres que acortan la distancia que separa a Dios de sus creaturas.»

De entrada, «Pablo» no es muy de fiar, porque está influido por una concepción judía, a su vez, influida por «mitologías orientales». En nuestros días las concepciones, parece, son «judías», o bien, «hebreas» o «israelitas», según su influencia sea positiva o negativa. Lo «oriental» también es ambivalente, al parecer : en cuanto contrapuesto a la suma maldad de Occidente, suele ser excelente, pero a veces también tiene sus fallos, como vemos.

Los puntos suspensivos después de «tronos» dan tiempo al lector para una sonrisa condescendiente ante la credulidad del Apóstol. La mención de estos poderes, se dice sin embargo, no juega un papel importante en la enseñanza moral de Pablo. En primer lugar, sí la juega, si los creyentes tienen que luchar contra ellos. En segundo lugar, la enseñanza moral no es la única ni siquiera la más importante de las enseñanzas del Nuevo Testamento, pese a Kant.

Pero luego aparece otro aspecto de la enseñanza paulina:

«Además, introduce Pablo en la descripción del combate espiritual un ser que toma de alguna manera el lugar de Satán: el Pecado, no identificable con ningún acto individual del hombre. Este poder aparece dotado de una verdadera autonomía: ha entrado en el mundo (Romanos 5, 12) y permanece en él; sirviéndose de la Ley, ha tomado vida en mí, me ha seducido y dado muerte (Romanos 7, 9 – 11). A los ojos de Pablo, los pecados de los hombres son debidos al Pecado.»

O sea que en lugar de Satán, el autor va a intentar colocar al Pecado. Es decir: San Pablo habría entendido por el Pecado lo mismo que entendía cuando hablaba de Satanás, sólo que ya no como un ser personal. La «evolución» se habría cumplido en la mente de «Pablo» mismo.

Con todo, parece ser que Colosenses, por ejemplo, donde se habla de «tronos, dominaciones, principados, potestades», es posterior a Romanos.

El «Pecado», con todo, conserva algunos rasgos satánicos: tiene verdadera autonomía, ha entrado en el mundo, etc. Pero claro, no es un ser personal.

O sea que ahora «Pablo» puede decir que el Pecado, es decir, Satanás, vive en él, porque ya no es un ser personal. De todos modos, el ser habitado por Satanás el cristiano que ha renacido por el Bautismo y es templo del Espíritu Santo, la «inhabitación satánica» coexistente con la inhabitación trinitaria, parece algo difícil de aceptar: «pias aures offendens».

Es cierto que se cuenta de ciertos santos que Dios habría permitido que fuesen poseídos por el demonio, en sus ocultos designios, sin que por ello dejasen de estar en gracia de Dios. Pero ese caso especialísmo no parece ser el de San Pablo, que además se está colocando allí como paradigma de la situación del cristiano en el mundo.

Esa «autonomía» del «Pecado», por otra parte, no se entiende muy bien. Si no se trata de un ser distinto de mí, o de la colectividad humana: ¿qué clase de «autonomía» tiene?

Así, León-Dufour llega a una conclusión: el Nuevo Testamento ha «evolucionado» hasta la interpretación «metafórica» de Satanás.

«El Nuevo testamento manifiesta una evolución real en el lenguaje, que se esfuerza por presentar la acción de un ser invisible, llamado Satán. Al imaginario de los contemporáneos de Jesús, sucede la interpretación metafórica de la acción actual del diablo.»

«Satanás», entonces, sería una metáfora por el «mundo» joánico, o el «Pecado» paulino. O al revés. O ambas cosas: veremos más adelante.

Continúa el autor diciendo que, sobre estos datos bíblicos,

«La imaginación ha fabricado del Adversario un ser horrible, a quien se atribuye la inspiración de todos los crímenes.»

La falta de precisión en la definición de la tesis contraria es uno de los defectos fundamentales en que puede incurrir cualquier argumentación. Aquí León-Dufour se fabrica un «hombre de paja» con términos de resonancia afectiva («horrible») y hablando innecesariamente de «crímenes» cuando bastaba y era lo propio hablar de «pecados».

Pero además, la «imaginación» no tiene nada que ver con la auténtica doctrina teológica sobre el diablo, que el autor no confronta en ningún momento.

Luego viene una frase aparentemente desconcertante, pero que luego se armoniza con lo demás:

«Sigue en pie que Jesús tuvo conciencia de luchar explícitamente con Satán. También los padres del desierto experimentaron la malicia del jefe de los demonios. Mis trabajos me han llevado a reconocer que incluso Francisco Javier tuvo experiencia de ello.»

En efecto, enseguida se dice:

«Estas experiencias no son frecuentes y sólo llevan a reconocer la realidad del combate».

Ante todo, el hecho de que esas experiencias no sean frecuentes no quiere decir estrictamente nada. Si son experiencias del ser personal del diablo, alcanza con una sola, para probar que éste existe. Si no lo son, el que sean o no frecuentes es irrelevante.

Ahora bien, ¿el combate es real, pero no el combatiente? Veamos :

No se puede identificar a Satán con una persona determinada. El diablo no es una persona en relación a otras, puesto que es por excelencia el ser «despersonalizante»: es, más bien, una no-persona (Un-person). «Satán es el acto de decir no, lo cual lo deshace todo, deshaciéndose a sí mismo. Como un loco que se afirmase matando a todo el mundo, para acabar matándose a sí mismo» (E. Pousset). Llámesele Satán o diablo, lo importante es no quitarse la culpa de encima a base de convertirse en espectador del drama.»

Llegamos así a uno de los momentos culminantes de la propuesta. El diablo no es persona, porque es «despersonalizante», porque la persona es en relación a otras personas, y el diablo ha cortado toda relación con los demás. Es el acto de decir no, que al negarlo y aniquilarlo todo, se niega y aniquila a sí mismo.

Ante todo, lo único que puede ser efectivamente «despersonalizante» es una libertad, por tanto, una realidad de tipo personal. Achacar la «despersonalización» a una entidad impersonal es lo máximo en materia de sacarse la culpa de encima, justamente.

La maldad del diablo no es ontológica; la Iglesia ha condenado el error de los maniqueos que afirmaban que existía una naturaleza del mal. La maldad del diablo es moral, pero sin libertad, y por tanto, sin personalidad, no hay maldad moral alguna. Luego, «despersonalizar» al diablo equivale a dejarlo fuera totalmente del drama del bien y del mal, y en ese sentido, más que «reinterpretar» su naturaleza lo que se hace es negar su existencia.

La persona es ser en relación. Pero el diablo no ha dejado de ser totalmente en relación a otras personas: sigue en relación de dependencia creatural a las Tres Divinas Personas: todo lo que es y tiene de ser positivo lo recibe continuamente del Amor creador trinitario. Luego, no tiene porqué dejar de ser «persona».

El diablo se ha cerrado, libremente ( y por tanto, personalmente) a toda relación interpersonal tal como las que exige la naturaleza del personal. Pero no a toda relación interpersonal sin más: someter una persona a otra, torturarla, tentarla, etc., es también una relación interpersonal, pues es una relación, y una que sólo puede darse entre personas. La «relación» no es solamente algo beatíficamente positivo como suele dar a entender cierto personalismo actualmente de moda.

¿Y el que se cierra definitivamente a toda relación interpersonal de signo positivo, deja de ser persona? Como ese «cerrarse» sólo puede ser obra de una libertad, sólo puede ser obra de una persona. Luego, al cerrarse así, esta persona habría cambiado su propia naturaleza, de personal a impersonal. Pero nada puede cambiar su propia naturaleza, porque nadie da lo que no tiene, y no es posible que alguien se prive de su naturaleza personal por el mismo acto libre con el que la confirma, en cuanto acto libre. En efecto, mientras durase ese acto y su influjo, duraría el ser personal del que ese acto emana, y al no darse más el acto, la «despersonalización» no podría ya ser efecto suyo.

La persona humana es un ser actualmente dado, pero potencialmente perfectible, mediante el uso de su libertad. Los actos son personalizantes en cuanto actualizan esa perfectibilidad potencial del ser personal, son despersonalizantes en cuanto van contra ella. Pero en ningún caso significan la abolición del ser personal actual fundamental.

De hecho, el ser humano que peca se «despersonaliza» sin dejar de ser «persona». ¿O no es así?

La idea de fondo aquí es que ser «persona» es algo «bueno», y que por tanto, el diablo, que es malo, no puede ser persona.

Pero entonces se está en una postura maniquea. Los maniqueos ignoraban la verdad metafísica fundamental de que todo ser es bueno y de que el mal es un no – ser, una carencia de ser y de bien. Y por ello afirmaban que ciertas realidades (las materiales) son intrínsecamente malas. Contra esto, hay que decir que ni siquiera el diablo es intrínsecamente malo, pues, como todas las otras cosas, ha sido creado por Dios.

La maldad del diablo, que es ciertamente irremediable, por otras razones, es de orden moral, no ontológico. El diablo, en cuanto ser, sigue siendo bueno, porque todo ser es bueno, porque todo ser es por participación del Ser Subsistente que es Dios.

Así, nada impide que el diablo conserve a nivel ontológico, que depende de Dios Creador, la bondad esencial del ser personal, que ha perdido para siempre en el plano moral que depende del uso de su libre albedrío.

Y si no se ha tratado de un acto libre, si la maldad del diablo no es una maldad de tipo moral debida a una elección personal libre, entonces estamos de nuevo en el maniqueísmo, en una maldad natural, ontológica, y aquí sí que nos estamos sacando de encima la culpa, pues en el origen último del mal moral ( incluido en cierto modo el nuestro…) habría algo que en realidad no tiene nada de moral, de personal, ni de libre.

Luego, en la cita a E. Pousset, tenemos que Satanás es el acto de decir no, el cual, al aniquilarlo todo, se aniquila a sí mismo.

Ante todo, el acto de decir «no» es un acto eminentemente personal.

En segundo lugar, no es verdad que todo haya sido aniquilado, lo cual parece ser en el texto la condición previa de la autoaniquilación del diablo.

En tercer lugar, sólo Dios puede aniquilar, por lo que aquí se le estaría confiriendo al diablo una categoría divina.

En cuarto lugar, nada, ni siquiera Dios puede aniquilarse a sí mismo, porque eso es absurdo: la creatura, que participa del ser, don del Creador, no tiene potestad para autoprivarse radicalmente de él (eso sería la autoaniquilación), y el Creador, que es el Ser mismo subsistente, no puede no ser.

Luego, León-Dufour se refiere a Juan Pablo II y su enseñanza tocante al «pecado social», y dice:

«Esta dimensión social del pecado puede abrirnos a una mejor comprensión de lo que es Satán.»

Con lo cual apunta hacia la interpretación «colectiva» de Satanás que es la suya. Continúa:

«La vía de la metáfora se utiliza muy a menudo en la Biblia, empezando por el relato del Génesis, que muestra al tentador como un ser inframundano (sic), que no tiene nada de espiritual. La serpiente es una metáfora del Adversario de Dios y de los hombres. Ya se trate de un ángel de la corte divina o del príncipe de los demonios, siempre nos expresamos en un lenguaje metafórico.»

Es lógico que si la serpiente es metafórica, sea «inframundana», (¿será en el original «intramundano»? Entendemos que la serpiente esté dentro del mundo, pero no que esté debajo del mundo…) pero solamente, en este caso al menos, si la realidad designada metafóricamente no lo es, o sea, si es «transmundana» o «extramundana».

Sin duda que la serpiente es metafórica. En cuanto al «ángel de la corte divina» y el «príncipe de los demonios», según.

La «corte» y el «príncipe» son ahí los términos que tienen sin duda elementos metafóricos, aunque no necesariamente todos ellos. Puede existir una jerarquía de seres puramente espirituales creados por Dios para su alabanza y servicio que tengan propiamente, y no solo metafóricamente, algunos de los elementos de una «corte» y de un «principado».

Aquí subyace otro de los vicios de cierta teología contemporánea, consistente en denominar «metafórica» a toda representación «analógica» de lo trascendente. La metáfora es un tipo solamente de «analogía», aquella justamente en la que lo predicado no se realiza propiamente en el sujeto de la predicación. Pero la analogía teológica no es impropia y metafórica, sino propia, si bien lo predicado que se realiza propiamente en los sujetos trascendentes (Dios, ángeles, etc.) se realiza sólo según cierta semejanza proporcional.

Así, el Verbo de Dios es «Hijo» de Dios en un sentido ciertamente analógico respecto de nuestra generación humana física, pero no «metafórico», porque el Verbo es real y propiamente Hijo de Dios, y no solamente al modo, ese sí metafórico, en que el Antiguo Testamento predica de Dios el «brazo», las «manos», el «dedo», o las «narices».

Volvemos así a Juan, el cual, según León-Dufour:

«…cuando anuncia la presencia del Adversario en lucha con sus discípulos después de su marcha, le llama el «Príncipe de este mundo», o incluso «el mundo» en el sentido negativo que le da a menudo.»

¿Jesús en San Juan, o San Juan, llaman al diablo «mundo», o al mundo, «diablo» ? ¿Dónde? Hablan, sí del «mundo», pero ¿dónde lo identifican con el Maligno?

Estos son, según sabemos, los pasajes de San Juan en que «mundo» tiene un sentido negativo de oposición a Dios, a Cristo, al plan de Dios, a los cristianos, etc.

En el cuarto Evangelio:

1, 10: «En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, pero el mundo no la conoció».

7, 7: «El mundo no puede odiaros, a mí sí me aborrece, porque doy testimonio de que sus obras son perversas.

12, 31: «Ahora es el juicio de este mundo, ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera.»

14, 17: «El Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce.»

14, 27: «Os dejo la paz, mi paz os doy: no os la doy como la da el mundo.»

14, 30: «Ya no hablaré muchas cosas con vosotros, porque llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder.

15, 18: «Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros.»

15, 19: «Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo.»

16, 8: «Y cuando Él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia, y en lo referente al juicio.»

16, 11: «en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado.»

16, 20: «En verdad, en verdad os digo, que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará.»

16, 33b: «En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo! Yo he vencido al mundo.»

17, 9: «Por ellos ruego, no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado».

17, 14: «Yo les he dado tu Palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo.»

17, 15: «No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno».

17, 16: «Ellos no son del mundo, como no soy del mundo yo.»

17, 25: «Padre justo, el mundo no te ha conocido.»

Y en la Primera carta de Juan:

2, 15: «No améis el mundo, ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él.»

2, 16: » Puesto que todo lo que hay en el mundo – la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos, y la jactancia de las riquezas – no viene del Padre, sino del mundo.»

2, 17: «El mundo y sus concupiscencias pasan, pero el que cumple la voluntad de Dios permanece para siempre.»

3, 1b: «El mundo no nos conoce, porque no lo conoció a Él».

3, 13: «No os extrañéis, hermanos, si el mundo os aborrece.»

4, 4: «Vosotros, hijos míos, sois de Dios. Pues el que está en vosotros, es más que el que está en el mundo.»

4, 5: «Ellos son del mundo, por eso hablan según el mundo, y el mundo los escucha.»

5, 4: «pues todo lo que ha nacido de Dios, vence al mundo. Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe.»

5, 5: «Pues ¿quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?»

5, 19: «Sabemos que somos de Dios, y que el mundo entero yace en poder del Maligno.»

Que sepamos, ni en las otras dos cartas, ni en el Apocalipsis, aparece «mundo» en ese sentido negativo específicamente joánico.

Ahora bien, entre estos pasajes en que «mundo» sí tiene sentido negativo, no aparece, en ninguno de ellos, la identificación del «mundo» así negativamente entendido, con el diablo, Satanás, el demonio, etc.

Incluso se los distingue, implícitamente, cuando se habla del «Príncipe de este mundo».

Igualmente cuando se habla del «Maligno», y se dice que el mundo entero yace en su poder — no tendría sentido decir que el mundo entero yace en poder de sí mismo (1 Juan 5, 19), o se pide a Dios que guarde a los creyentes de él, a pesar de no retirarlos del «mundo», un mundo que ha «odiado» a los discípulos.

Hay, por tanto, una cierta personificación, a veces, del «mundo»: éste odia, ama, es juzgado, no ve, no conoce, da una falsa paz, se alegra, aborrece, escucha, etc.

Eso es compatible con la idea de un carácter colectivo del mundo, entendido como «los que se oponen a Dios», considerados no sólo individualmente, sino como colectividad.

Pero de ahí no se sigue que esa colectividad sea identificada en los textos con el diablo ni con Satanás, etc.

Por el contrario, el diablo, el Maligno, el Príncipe de este mundo, aparece como la cabeza de esta colectividad, en forma paródica, en cierto modo, a como Cristo es Cabeza de la Iglesia, y por tanto, personalmente distinto de ella.

Con la diferencia de que tampoco se dice aquí que el «mundo» sea algo así como el «cuerpo del diablo». No se establece tampoco este tipo de identidad «mística» que sí se establece entre Cristo y la Iglesia, «cuerpo de Cristo».

Lo que hay de «metafórico», entonces, si se quiere, aquí, es la cierta personificación de la comunidad de los pecadores o «mundo». Pero eso no quiere decir que el Maligno, o el Príncipe de este mundo, sean metafóricos, salvo que se suponga su identificación con el «mundo», lo cual contradice los textos, como vemos.

La metáfora, en todo caso, consiste en personificar al mundo, pero no en llamar «Príncipe de este mundo» al mundo, lo cual no tendría sentido alguno, ni en llamar al mundo «el Maligno»: ambas cosas no suceden, simplemente, en los textos.

«San Pablo propone otra metáfora: el Pecado que interviene en nuestra historia como un ser que quiere cambiar la situación. (…) ¿No es el Pecado la máscara de Satán, origen del mal? Satán ya no es un «ser» exterior a mí, puesto que el Pecado habita en mí (Romanos 7, 18-20). (…) El combate contra Satán no es contra un ser fuera de mí: se convierte en el combate del Espíritu contra el Pecado que tiene lugar en mí, es decir, el combate del espíritu contra la carne. »

Aquí estamos de acuerdo en que el «Pecado», así con mayúscula, en San Pablo, es una metáfora. Pero de ahí no se sigue que sea una metáfora del diablo, ni que el diablo sea una metáfora del Pecado, lo que además implicaría que fuese una metáfora de la metáfora.

Incluso, si fuese una metáfora del diablo, el «Pecado» sería lo metafórico, y el diablo, lo real.

Parece ser que, increíblemente, en este texto León-Dufour afirma ambas cosas: el Pecado, metáfora del diablo, el diablo, metáfora del Pecado. En efecto, el Pecado es metafórico, pero su referente, el diablo, también lo es, y el referente de esta segunda metáfora es justamente, ¡el Pecado, que habita en mí!

Así se ‘logra’ que, al mismo tiempo que se reconoce el carácter evidentemente metafórico del ‘Pecado’ paulino, también se convierte a Satanás (‘máscara’ metafórica, según León-Dufour) en algo interior al hombre y no personalmente distinto de él. Satán resulta ser justamente el «Pecado». O sea: el «Pecado», máscara de Satán viene a ser el mismo Satán. En último término «máscara de una máscara»: un ser inexistente. Otra cosa es que tal sea la doctrina de Pablo.

Siguiendo el argumento del autor, sin embargo, que el Pecado-Satanás «habite en mí» no es razón para que no sea personalmente distinto de mí, porque entonces tampoco las Tres Personas divinas serían personalmente distintas de nosotros.

El meollo del asunto está en esa especie de «reversión metafórica» por la que el Pecado es a la vez metáfora del diablo y referente de la metáfora diabólica.

Finalmente, el diablo viene aquí identificado con la «carne», lo cual implica de paso que el Espíritu (Santo) debería venir identificado con el espíritu (humano)…aunque luego se verá el matiz que introduce el autor.

Por otra parte, ¿cómo se puede ser a la vez el «mundo» joánico, es decir, el conjunto de los hombres que se oponen a Dios, y el «Pecado» paulino, es decir, esa fuerza ignota del mal que irrumpe en el hombre y lo arrastra lejos del camino de Dios? ¿Es el «mundo» joánico algo «interior» al hombre, como el Pecado, y no «exterior»? ¿Es el «mundo» de San Juan lo mismo que la «carne», en cuanto opuesta al «espíritu», en San Pablo? Véase los textos arriba citados. Y más abajo, cerca del final.

León-Dufour declara a continuación:

«Es inútil la hipótesis de un Ángel caído que ha venido a corromper la naturaleza humana. Estoy ante mí y ante el mundo en el que me encuentro. No me hago ninguna ilusión sobre el pecado de los orígenes.»

Más adelante aclarará, sin embargo, que esta hipótesis «inútil» puede ser en algunos casos «válida» y «necesaria».

Pregunta entonces:

«¿Cuál es el origen del «misterio de iniquidad» que se cierne sobre la humanidad hasta el último día ?».

Y responde:

«En esta búsqueda de Dios el hombre debe negarse a sí mismo, lo que contradice su deseo fundamental: situarse en el ser. El hombre no quiere contradecir a su propio ser. La invitación divina le parece paradójica: Dios no es la causa del pecado, sino su ocasión inmediata.»

Al parecer, una vez desaparecido el diablo, sigue siendo necesario encontrar el origen del mal, y ¿adónde mejor dirigirse, sino a Dios mismo? Es cierto que no se dice que Dios sea «causa», sino «ocasión» del pecado. Pero ¡justamente eso es lo que la exégesis tradicional dice de Satanás! Si nuestro pecado ha de ser nuestro pecado, la única «causa» de nuestro pecado hemos de ser nosotros mismos, y así es, efectivamente. El Tentador es solamente «ocasión» de pecado, es decir, no es causa, ni tampoco «con-causa», porque no se puede pecar obligado por otro, nadie puede ser causa del pecado de otro, por definición.

Incluso estas reflexiones habrían bastado para conjurar el fantasma que preocupa continuamente al autor: descargar nuestra responsabilidad por nuestros pecados acudiendo a una «causa» externa a nosotros. Eso, que jamás lo hizo la exégesis tradicional y que vive solamente en la mente del autor, se logra eminentemente con la categoría de «ocasión», al menos, así debemos creerlo por León-Dufour mismo, que al afirmar que Dios, nada menos, es «ocasión» de nuestro pecado, no creerá, ciertamente, que está descargando en Dios la responsabilidad por los pecados de los hombres.

Luego dice:

«Dios permitiría el pecado de cara un bien real ¿No será esto hacer del pecado un medio para el bien? Esto es insostenible.»

No se ve muy bien a qué viene esto, fuera de que es contrario a la teología tradicional. La negación de la permisión divina del mal lleva a todos los callejones sin salida del maniqueísmo y doctrinas afines; hemos tratado ese tema en otro artículo de este sitio.

Continúa el autor, luego de haber constatado la existencia del «lenguaje» tradicional acerca del ángel caído:

«Por nuestra parte, hemos presentado al Adversario como un ser caracterizado por la dimensión colectiva; su acción no se limita a casos extraordinarios, sino que se ejerce en lo cotidiano.»

Los seres que conocemos caracterizados por la «dimensión colectiva» son las colectividades. ¿Es Satanás una colectividad? ¿Porqué la Escritura no lo enseña entonces claramente en vez de presentarlo siempre con caracteres tan marcadamente personales e individuales? ¿Es la colectividad del «mundo»? Pero ya vimos que más bien es su cabeza y su jefe, su «Príncipe», según el Nuevo Testamento.

Por otra parte, una realidad colectiva no deja de ser una realidad personal. Normalmente, las «colectividades» de que hablamos son colectividades de personas, aunque a veces se utilice para hablar de sociedades animales como la de las hormigas, etc., de todos modos, ése no es claramente el caso en el Nuevo Testamento cuando se habla del «mundo», por ejemplo.

Lo que se ganaría entonces con «colectivizar» al diablo sería negar su unicidad individual, más que su carácter «personal».

Y como en las «colectividades» lo sustantivo, a fin de cuentas, son los individuos que las integran, entonces al final el «diablo» vendría a ser cada uno de nosotros, que somos ciertamente personas individuales. Lo que se habría ganado en realidad sería una especie de «proliferación diabólica».

Sigue León-Dufour

«El primer lenguaje sigue siendo válido y necesario en ciertos casos, cuando el Adversario se manifiesta especialmente contra el Designio de Dios. El segundo actualiza concretamente su acción en la vida ordinaria.»

O sea que Satanás será persona individual o no según lo demanden las circunstancias. O bien, que no será nunca ni una cosa ni la otra, sino que será una «X» nouménica, desconocida, sobre la cual proyectaremos indiferentemente tal o cual «fenómeno» lingüístico nuestro, con lo cual es más económico decir simplemente que el diablo no existe.

Pero ahora empieza una serie de «aclaraciones» :

«El diablo no se identifica con mis malas tendencias, ni con la suma de los males que nos aplastan.»

Aquí se está negando la identificación pura y simple del diablo con nosotros mismos, con nuestras malas tendencias, etc. ¿No se había dicho antes que el diablo era la «carne» de San Pablo? ¿Y no hace referencia la «carne» paulina precisamente a nuestras malas tendencias?

Pero esa des-identificación continúa:

«El pecado que me habita, como el Mundo (en sentido joánico) en el que yo vivo, es un «extraño» a mí mismo.»

Esto de «extraño» se puede entender en dos sentidos:

1) rebelde a mi voluntad, contrario a mi auténtico fin, aunque parte de mi ser finalmente;

2) No parte de mi ser, lo cual plantea entonces el problema del tipo de realidad que es el diablo, y está más cerca de la tesis tradicional.

Pero esta segunda alternativa es descartada por todo el contexto del artículo, y por lo que sigue:

«No puedo disculpar mis pecados en Satán, porque soy cómplice de la existencia de esta comunidad en el mal, y también víctima. Pecando, engendro y hago vivir aquella realidad que podría calificarse como «comunión en el pecado» (…) Pero, como el pecado es esencialmente división, es mejor llamarle «la banda de los pecadores».

El Pecado, entonces, aparece como la «comunión en el pecado», o la «banda de los pecadores». Es decir, sería algo «extraño» a mí, no «parte de mí», por su naturaleza colectiva, justamente.

Así se conciliarían los aspectos joánicos («mundo») y paulinos («Pecado» y «carne»). La «comunión en el mal» es a la vez una realidad «interior» y «colectiva».

Pero que en todo caso, aunque se logre así, al menos, relacionar, si no identificar totalmente, al «mundo» y al «Pecado», de ello no se sigue que ambos a su vez puedan ser identificados con el «diablo» ni con «Satanás».

Además, esta «colectividad», como bien dice el autor, ha nacido de los pecados personales, individuales. Y evidentemente que ya existía en el mundo mucho antes de que nosotros naciéramos. Ahora bien, una «comunión en el mal» que existe en el mundo antes de nacer nosotros, y que se debe a una serie de pecados personales, a la vez que luego los induce, ¿porqué había de deberse solamente a los pecados de los espíritus encarnados y humanos, y no también a los pecados de los espíritus puros caídos, o demonios?

¿Porqué en esa «banda de pecadores» no pueden figurar, como «cabecillas», Satanás y sus ángeles?

¿Es menos «descarga de responsabilidad», en la perspectiva del autor, decir que nuestros pecados tienen como antecedente el pecado de Adán, que decir que tienen como antecedente el pecado de Satanás? ¿No habrá que reducir también a Adán, y al prójimo en general, en definitiva, a la categoría de «metáfora»?

Aquí tocamos el profundo individualismo de esta propuesta, pues se ve amenazada la propia libertad y responsabilidad con cualquier relación o dependencia que se establezca con otro «yo». Curiosamente, ese individualismo es llevado por la lógica misma de las cosas a un «colectivismo» de la culpa que finalmente apunta, nuevamente, a la tesis tradicional del pecado original y de la influencia del demonio en los pecados de los hombres, cuando su finalidad es justamente negar esta última.

Finalmente, es posible que el fondo de esta tesis sea pura y simplemente cierta mentalidad materialista y positivista que se niega a concebir lo puramente espiritual o a reconocer su existencia: a diferencia de Satanás y sus ángeles, Adán y sus descendientes somos corpóreos. Si nos fijamos bien, ésa es a la postre la única diferencia que queda entre Satanás y sus ángeles por un lado, y la «banda de los pecadores», por otro.

Sigue luego una aclaración que había quedado pendiente arriba:

«El espíritu es el Espíritu Santo actualizado en mí; la carne, el Pecado actualizado en mí».

Aunque sea como pura falla lingüística, si existe algo así, es ciertamente una falla, y grave: El Espíritu Santo, Dios, Acto Puro, no necesita ser «actualizado» por nada ni en nada. Son los efectos del Espíritu Santo en nosotros los que se «actualizan» en nosotros.

Aquí parece colocarse, además, la misma distinción entre la «carne» y el «Pecado» que entre el «espíritu» y el «Espíritu Santo», o sea, que la carne sería algo nuestro, subjetivo, y el «Pecado» algo distinto de nosotros y objetivo. Pero entonces, ¿no es lo más lógico decir que el «Pecado – Satanás» es un ser personal en forma análoga a como lo es el Espíritu Santo?

Sin embargo, es verdad que el Pecado paulino no tiene existencia independientemente de nosotros, puesto que tampoco se identifica con Satanás. Su «actualización» es la actualización de la capacidad para el mal que hay en cada uno de nosotros. ¿Pero y entonces el Espíritu Santo?

Concluye el autor diciendo:

«Algunos siguen hablando del diablo como de un individuo nefasto; otros piensan que personifica el mal universal. Lo esencial, a los ojos del cristiano, es que Jesús lo ha vencido.»

No solamente. Lo esencial, a los ojos del cristiano, es que «el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros», para revelarnos el ser de Dios y su plan de salvación respecto del hombre, y realizar esa misma Salvación muriendo en la cruz por nuestros pecados y resucitando para nuestra justificación. Es parte de lo esencial, entonces, cada verdad revelada por Dios, y enseñada por la Iglesia, no ociosamente sin duda, sino como necesaria para nuestra salvación, entre ellas, la existencia del diablo como ser personal, espiritual, creado bueno por Dios y hecho malo por su propia opción libre en contra de Dios, enemigo y tentador del género humano y ocasión del pecado de los primeros padres, Príncipe de este mundo, vencido de una vez para siempre por Jesucristo en la Cruz, pero todavía presente y operante en la historia hasta el fin de los tiempos.